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1554 La primera crónica urbana

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La Crónica que describió por primera vez las calles, las plazas y los edificios de la Ciudad de México estuvo perdida durante tres siglos. Lucas Alamán consideró, en 1844, que no quedaba ya posibilidad alguna de localizarla. Sólo se conservaba el registro de su título en algunos antiguos catálogos bibliográficos novohispanos. El doctor Francisco Cervantes de Salazar, profesor de la Real y Pontificia Universidad de México, la había escrito, más que para cantar la gloria de la ciudad recién fundada, para difundir el uso del latín entre sus estudiantes. De modo accidental, Cervantes de Salazar había legado un retrato vívido, extraordinario, de la niñez de la ciudad.

El libro, Diálogos latinos (hoy se le conoce como México en 1554) salió justo ese año de la imprenta del célebre Juan -Pablos. Ignoro de cuántos ejemplares constó la edición; lo cierto es que casi todos se perdieron: habían ido a parar a las manos destructoras de los estudiantes, a quienes poco ha importado -desde siempre conservar sus libros de texto. Unos años más tarde sólo quedaba la memoria más o menos vaga de que México en 1554 había existido. En aquel libro se cumplía el destino de la mayor parte de las obras coloniales que, según el bibliófilo Joaquín García Icazbalceta, cuando no se perdían para siempre en los fragores de la vida diaria, llegaban al futuro incompletas, rotas, sucias, manchadas, podridas, apolilladas «y con letrerotes manuscritos».

El doctor Cervantes de Salazar fue acusado por sus contemporáneos de vanidoso y «sediento de honra». Más tardó en morir que en ser olvidado.

A mediados del siglo xix, una generación extraordinaria determinó que su vocación no consistía en escribir nada nuevo, sino en regenerar la memoria, arrancar al pasado materiales olvidados para que otros autores escribieran sobre éstos. José Fernando Ramírez, José María Andrade, Manuel Orozco y Berra y Joaquín García Icazbalceta formaron parte de ese grupo que se pasó la vida husmeando en bibliotecas y escarbando en los depósitos de los conventos, en busca de libros y manuscritos antiguos. Estos personajes exhumaron la mejor colección de obras documentales que se ha publicado en México.

Encontrar la crónica perdida se convirtió en su obsesión. Pero Lucas Alamán había sepultado toda esperanza.

En 1849 –estremece pensar que habían transcurrido 295 años desde que el libro saliera del taller de Juan Pablos–, José María Andrade, quien decía estar enfermo de «bibliofilia acusada», encontró un ejemplar de México en 1554 en la biblioteca de un difunto, el botánico Vicente Fernández. El libro estaba trunco y muy maltratado. Le faltaban las páginas 289 y 290. No importaba, Andrade brincó de felicidad. Atravesó la ciudad hasta la casa de Joaquín García Icazbalceta, en la Ribera de San Cosme, y le obsequió el volumen con la condición de que lo tradujera.

En esos instantes, la vida de Icazbalceta estaba en vías de convertirse en un desastre. Primero perdió a su esposa, luego perdió su fortuna, entró en bancarrota moral y acabó hundido en un letargo que le hizo postergar la traducción durante… 25 años.

Torturado por la idea de que el libro estaba incompleto, el historiador aprovechaba los instantes en que volvía a la acción para cartearse con corresponsales a los que comprometía a buscar en bibliotecas europeas algún ejemplar de México en 1554. En 1866, el ansiado ejemplar apareció por fin. Se hallaba hecho pedazos, pero conservaba intacta la página 290, que Icazbalceta se apresuró a copiar. El hallazgo lo decidió a ponerse a trabajar. En 1875 llevó a la imprenta la traducción. Habían pasado 321 años desde el momento en que Juan Pablos pusiera el libro en manos de Cervantes de Salazar –y éste, en las manos destructoras de sus estudiantes. La primera crónica urbana, el texto más antiguo sobre la ciudad que refundó Cortés abandonaba al fin un sueño de tres siglos.

Tal vez no sabremos nunca lo que dice la página 289. Como en el poema de José Emilio Pacheco, es posible que en esas líneas que no leeremos jamás se encuentren «la verdad y la cifra». El resto de México en 1554 rescata, sin embargo, las visiones, el espacio, los sonidos de un mundo remoto y alucinante: el retrato vivo, transparente, colorido, de un día en la vida de la ciudad. Un día del que no quedaba ya alguna memoria.

La ciudad que nos inventa

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