Читать книгу La ciudad que nos inventa - Héctor de Mauleón - Страница 17

1594 Alameda sin álamos

Оглавление

Hace poco tiempo, el paseo más antiguo de la ciudad fue sumergido en un complejo proceso de remozamiento que lo dejó, temporalmente, fuera de la vista de los caminantes. Un largo muro de lona, que reproducía escenas del mural Sueño de una tarde de domingo en la Alameda, lo envolvió hasta invisibilizarlo. Aquel proceso de ocultación se llevó por unos días uno de los referentes urbanos más solicitados. De la noche a la mañana, el paseo que había acompañado la vida de la ciudad, ya no estaba.

Oscar Wilde recomienda no resistirse nunca a una tentación. Atravesé la calle y busqué una rendija desde dónde mirar. Qué sensación extraña la de no hallar adentro una sola alma, una sola voz. El quiosco, el hemiciclo, las fuentes, las avenidas: todo estaba abandonado, todo sumergido en una luz inédita.

No era la primera vez que por razones de embellecimiento las autoridades mandaban cerrar la Alameda. En 1598 –a sólo seis años de su apertura– la hicieron cerrar para impedir el paso de «caballos, mulas y otras bestias» que cotidianamente pisoteaban las plantas y arruinaban los árboles. En esa ocasión, el virrey Gaspar de Zúñiga y Acevedo ordenó la construcción de una cerca que, con modificaciones y remodelaciones diversas, se mantuvo en pie hasta 1868. ¡Así que la Alameda fue un espacio cerrado durante casi tres siglos! De hecho, para evitar también la reunión de «vagabundos españoles, mestizos y mulatos facinerosos», el virrey de Zúñiga hizo construir en el costado que da al actual Palacio de Bellas Artes una puerta que debía contar con «llave y cerradura fija, segura y permanente».

El archivo que contenía los documentos relacionados con el origen de la Alameda desapareció en un incendio. En 1874, sin embargo, mientras plantaba nuevos árboles en el paseo, el regidor Ignacio Cumplido encontró la piedra que señalaba el año en que el paseo fue terminado. Tenía labrada esta leyenda: «Reinando en las Españas Indias Orientales y Occidentales la Majestad Católica del Rey D. Felipe iii… esta obra fue concluida en 1620».

Cumplido quiso empotrar aquella piedra en un monumento adecuado, pero el proyecto nunca se realizó y las autoridades volvieron a enterrarla en el mismo lugar en que había sido hallada. Sigue ahí, en algún punto.

Aunque la Alameda es uno de los paseos más manoseados por el género de la crónica, permanecen desconocidos los detalles más elementales de su historia. José María Marroqui tuvo que revisar miles de infolios para descubrir que el hombre que la diseñó se llamaba Cristóbal de Carballo. Carballo era el alarife de la urbe en 1592.

Marroqui descubrió también que para dotar a la ciudad del jardín que le daría ornato, y a sus habitantes de un sitio de recreo, el virrey de Velasco expropió las propiedades de un tal Alonso Morcillo: don Alonso hizo tal berrinche que entabló un juicio contra la ciudad, el cual se prolongó durante largos años.

Los primeros árboles del paseo fueron plantados por el guarda Francisco Vázquez en 1592. A Vázquez le fue encargada la tarea de regarlos y cultivarlos. Los álamos, sin embargo, tardaban mucho en crecer y al hacerlo tenían un aire triste. En 1594, el virrey de Velasco hizo plantar «árboles corpulentos y coposos». La Alameda perdió entonces sus álamos, y se pobló de sauces y fresnos.

La puerta del virrey causó grandes molestias entre la población. Era tan estrecha que exigía a los cocheros gran destreza en el manejo de carruajes. A la hora del paseo, por lo demás, hacía que la gente se amontonara en la entrada, quedando a merced de robapañuelos y arrebatacapas. Las cosas llegaron al colmo la tarde en que el virrey de Casa Fuerte estrenó un coche ancho, y se quedó atorado en la entrada, «sin poder entrar ni salir».

En 1629, la Alameda se había convertido en lo que iba a ser durante los cuatro siglos siguientes: acaso el mayor centro de ligue, de coqueteo y cortejo que ha habido en la ciudad. «Los galanes se lucen todos los días como a las cuatro de la tarde» –escribía, ese año, el viajero Thomas Gage–; «a la Alameda van alrededor de dos mil coches llenos de mancebos, damas y ciudadanos que quieren ver y ser vistos, cortejar y ser cortejados».

Según Gage, quienes en verdad triunfaban en aquel paseo no eran las damas de alcurnia, sino las esclavas, negras y mulatas, cuyos «atuendos atrevidos y actitudes tentadoras» hacían «que muchos españoles desdeñaran por ellas a sus esposas».

Cuatro siglos más tarde, la tradición se interrumpe. No hay domingo en la Alameda. Sólo árboles, sólo luz. Sólo el silencio que pasa.

La ciudad que nos inventa

Подняться наверх