Читать книгу La ciudad que nos inventa - Héctor de Mauleón - Страница 18
1604 Escaleras que llevan a ninguna parte
ОглавлениеEn el patio trasero de un viejo palacio colonial, la Casa Talavera del barrio de la Merced, hay una escalera trunca. Sus peldaños descienden, se hunden en la tierra, se pierdan en la nada. Es una escalera que va a ninguna parte.
En Estados Unidos y Europa es frecuente hallar escalinatas de este tipo. Todas tienen una historia de fantasmas: fueron hechas para que los espíritus se confundan y se pierdan. Las escaleras de la Casa Winchester, en San Jose, California, son las más célebres del mundo. Las hizo construir la viuda del inventor del rifle de repetición que facilitó la conquista del Oeste y el exterminio de los pueblos indios, Oliver Winchester. La viuda creía que su casa estaba tomada por los espíritus, especialmente los de la gente que la carabina Winchester había matado, así la pobló de escaleras sin destino.
La Casa Talavera fue construida a principios del siglo xvii. La tradición afirma que perteneció al rico marqués de Aguayo. Como toda casa antigua que se respete, posee una interesante dotación de historias de fantasmas.
Las escaleras del patio trasero son ellas mismas el fantasma de otra cosa, el espectro de una ciudad que se fue.
Resulta difícil imaginar que el desierto de asfalto que hoy llamamos Centro Histórico estuvo alguna vez surcado por siete acequias o canales que corrían en todas direcciones, caracoleando a orilla de las casas. El autor de Grandeza mexicana, Bernardo de Balbuena, escribió en 1604 que esos canales formaban calles de agua «que cual sierpes cristalinas / dan vueltas y revueltas deleitosas».
Durante aquellos siglos lejanos, misteriosamente remotos, las casas de la ciudad, contrariando quizá la sentencia de Pedro Calderón de la Barca, tuvieron siempre dos puertas. Una daba a la «calle de tierra», por la que corrían carruajes y cabalgaduras; la otra, que era siempre la trasera, daba a la «calle de agua» y funcionaba como desembarcadero. Allí guardaban los propietarios sus canoas, por ahí (a la puerta trasera le llamaban «puerta falsa») entraba a los domicilios el aprovisionamiento de comestibles adquiridos en el pequeño puerto interior que se ubicaba en la calle de Roldán (frutas, legumbres, etcétera).
¿No es sorprendente enterarse de que la acequia principal pasaba frente al Palacio del Ayuntamiento, a un costado del Zócalo, y continuaba por nuestra actual 16 de Septiembre hasta perderse en las inmediaciones de San Juan de Letrán?
¿Cómo sería esa ciudad? Para el poeta Balbuena era un vergel. Para el resto de los mortales –las mujeres debían salir a la calle cubriéndose la nariz con un pañuelo impregnado de benjuí– la capital era sucia y nauseabunda, como lo fue Venecia: en los canales flotaban desperdicios, inmundicias y animales muertos. Una ordenanza de 1677 obligaba a los vecinos a no echar «basura ni cosa muerta» en las acequias e imponía penas de treinta azotes al «negro o negra, indio o india que la echare».
Entre 1753 y 1781 se determinó eliminar lo que se había convertido en una fuente perenne de malos olores y epidemias. Los canales fueron aterrados. Los puentes que servían para cruzarlos perdieron su razón de ser y pronto se les demolió. Durante muchos años, sin embargo, dejaron su huella en el nombre de las calles: Puente Quebrado, Puente de la Leña, Puente del Cuervo.
La ciudad lacustre entró de ese modo en una agonía que se prolongó hasta 1921, año en que el último vergel, el canal de la Viga, fue asfaltado.
En la Casa Talavera –se le llama de ese modo por un taller de cerámica de talavera que funcionó en sus habitaciones en algún momento del siglo xviii–, las escaleras que llevan a ninguna parte, y que alguna vez bajaron lamidas por las aguas hasta el extinto desembarcadero familiar, son el único vestigio que hoy existe en el Centro Histórico de aquella ciudad inverosímil.
Llevan a ninguna parte, es cierto. Pero a diferencia de otras escaleras, cuando uno cierra los ojos, las de la Casa Talavera le hacen atravesar el tiempo, caminar los siglos. Más que escaleras son una puerta de entrada. Ahí comienza la ciudad invisible de la que hablan los libros: la ciudad de las acequias, de los canales. La ciudad de las puertas falsas.