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1605 El Quijote en México

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El 12 de julio de 1605, la nao Espíritu Santo partió de Cádiz con muchos pasajeros y un cargamento de 160 libros. El viaje duró dos meses; no hubo novedades: la tripulación cantaba en las tardes la letanía; se invocaba, según el caso, a San Lorenzo o a San Telmo, y cada sábado en la mañana se entonaba a voz en cuello el Salve Regina. El escribano Alonso de Bassa juró ante la Inquisición que dos veces al día se impartía la doctrina a los niños que viajaban en el barco.

Cuando la nao llegó a Veracruz, el 28 de septiembre de 1605, un comerciante llamado Clemente Valdés se acercó a reclamar el cargamento de libros. Declaró que tenía pensado llevarlos a la Ciudad de México para venderlos «a doze Reales». Las autoridades portuarias le entregaron los volúmenes. Venían repartidos en dos cajas: una tenía 76 ejemplares; en la otra había 84. Valdés firmó un documento que comprobaba que se le habían entregado 160 «libros del Ingenioso hidalgo Don quixote de la Mancha».

El más sublime de los libros que han escrito los hombres, de acuerdo con la definición de Julián Amo, había llegado a América. Hacía sólo ocho meses que Juan de la Cuesta lo había publicado en España.

Esa tarde que los comisarios de la Inquisición abordaron el Espíritu Santo para comprobar que no hubiera libros prohibidos, le preguntaron a Alonso de Bassa en qué se entretenía la gente durante la tediosa travesía. De Bassa respondió: «Traían las dos partes del Pícaro y Don Quixote de la Mancha y Flores y Blancaflor». (Se refería a El pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, y a la muy traducida historia francesa de amor cuya primera versión es de 1147.)

El autor de El Quijote, Miguel de Cervantes, intentó alguna vez viajar a América. Su Majestad no autorizó la travesía y le mandó decir «que busque por acá en qué se le haga merced». Seduce la idea de que su libro haya realizado el viaje que a él se le negó, y que lo haya hecho habitando la mente de quienes surcaron el mar a bordo de una nao. Aquellos pasajeros anónimos fueron los primeros lectores de El Quijote. No sería nada extraño que la fama de esta obra se hubiera comenzado a extender como una novedad que traían en la boca los pasajeros de Indias. Cada uno de esos 160 libros siguió un camino que ignoramos, pero que por fuerza ayudó a construir la inmortalidad de Cervantes.

En 1621 el gremio de los plateros hizo una mascarada en honor de San Isidro Labrador en calles de la Ciudad de México. El desfile avanzó por las avenidas más importantes. Quienes participaban, iban disfrazados de caballeros andantes, de personajes de libros de caballería: «Don Belanis de Grecia, Palmerín de Oliva, El Caballero del Febo, yendo el último, como más moderno, Don Quijote de la Mancha […] y últimamente Sancho Panza y Doña Dulcinea del Toboso, que a rostros descubiertos los representaban dos hombres graciosos, de los más fieros rostros y ridículos trajes que se han visto».

¡Cómo querría haber presenciado aquel desfile! A sólo dieciséis años de la llegada del Espíritu Santo a Veracruz, Don Quijote cabalgaba en las calles de México, reconocido no sólo por el gremio de los plateros, sino identificado por un anónimo cronista como el personaje más «moderno» de la literatura.

El Espíritu Santo era parte de una flota en la que venían, entre otros barcos, Nuestra Señora de los Remedios y el San Cristóbal. En 1911 se descubrió que en dichas naos venían otros 102 ejemplares que tal vez fueron a parar a la librería de Pedro Arias, ubicada en pleno Zócalo –es decir, en plena Plaza Mayor–«frente a la Puerta del Perdón de la Yglefia Mayor de México». Los comisarios de la Inquisición tuvieron noticia de que en esos barcos viajaban dos sevillanos que guardaban en su equipaje sendos ejemplares de El Quijote. Se llamaban Juan Ruiz de Gallardo y Alonso López Tríos. No sabemos nada de sus vidas, salvo esto: que se nos adelantaron en el acto de reír y gozar y maravillarse, en el acto de leer sin poder parar las páginas hermosas y sublimes «del Ingenioso hidalgo Don quixote de la Mancha».

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