Читать книгу La ciudad que nos inventa - Héctor de Mauleón - Страница 12
1535 La agencia de contrataciones
ОглавлениеEl atrio de la Catedral es, como se sabe, la agencia de contrataciones de la urbe: herreros, plomeros, albañiles y pintores –los he visto casi siempre con un aire descorazonado– aguardan de sol a sol la llegada de improbables clientelas. Más allá, nubes de turistas gringos retratan el Sagrario –hermano deforme de la Catedral, lo llamaba Novo–, mientras un chamán azteca realiza «limpias» que se pronuncian en náhuatl, o mejor dicho, en chilango náhuatl.
Un habitante del siglo xvi que pasara frente a la portada de lo que entonces era la Catedral, en lugar de herreros, plomeros, albañiles y pintores, hallaría un conjunto más o menos lóbrego de tumbas: ahí se alzó el primer cementerio que existió en la ciudad. A dicho sitio iban a parar, desde 1535, los huesos de los conquistadores y de sus descendientes, los primeros habitantes de la urbe. Un caminante de nuestros días sólo encuentra elotes, sopes, billetes de lotería, música de organillo y –vaya usted a saber por qué– un puesto en el que se expenden ejemplares del Manifiesto del Partido Comunista: convertimos el atrio de la Catedral en uno de los sitios más inhóspitos y aburridos de la metrópoli.
No siempre fue así. En 1797, el virrey de Branciforte, considerado el más corrupto de la etapa colonial (para que Enrique iv perdonara sus trapacerías le encargó a Tolsá la célebre estatua ecuestre del monarca), eliminó el tristísimo cementerio y mandó instalar frente a las rejas del atrio una serie de postes unidos entre sí por elegantes cadenas de hierro. Marroqui relata que años más tarde, por orden del presidente del Ayuntamiento, José Mejía, fue plantada junto a las cadenas, en la orilla de la banqueta antigua del atrio, una serie de fresnos de copa espesa: sin haberse visto nunca, Branciforte y Mejía hicieron nacer uno de los paseos adorados por los capitalinos. Casimiro Castro lo inmortalizó en su litografía más celebrada: El Paseo de las Cadenas a la luz de la luna (1855-56). Una nota publicada el 14 de febrero de 1910 en El Imparcial, sostuvo que en aquel lugar «comenzaron la mayor parte de los idilios de aquella época». Para el anónimo redactor de la nota, aquel paseo era «un mundo de ensueño, de conversaciones románticas, de felicidad hurtada a los vaivenes políticos»:
En las noches de luna, las familias, por tácito acuerdo, se reunían en el jardín del atrio a comentar los sucesos políticos o los chismes de las damas palaciegas. Los elegantes de entonces se colocaban en las orillas de las banquetas y, sentados en las cadenas, se balanceaban displicentemente, lanzando a las muchachas que paseaban miradas más brillantes que las fosforescencias del viejo panteón, vecino lúgubre cuyo recuerdo no logró amenguar la alegría de los paseantes ni lo subido de color de las conversaciones.
Un designio de la ciudad ha consistido en asesinar lo bello. El Paseo de Casimiro Castro no podía perdurar. Antes que finalizara el siglo xix las 125 cadenas de hierro fueron retiradas (permanecieron en una bodega hasta 1969, en que algunas de ellas fueron exhumadas y enviadas a adornar la plaza de Santa Catarina) y al poco tiempo alguien protestó porque los árboles entorpecían la vista de la Catedral y poblaban de hojas muertas el embaldosado. Los fresnos fueron talados. Del legendario paseo quedó una litografía, hermosa y célebre, y sucesivas imágenes plasmadas en crónicas, cuentos, novelas:
–¿Me permite usted que la acompañe, mialma?
El imprescindible Ángel de Campo retrata en la crónica respectiva a un grupo de señoras con el rosario enredado al cuello, que al salir de misa se plantan en el atrio a chismorrear; a vendedores de nieve, globos y aguas frescas, que vocean sus productos; a músicos, cantantes y cilindreros encargados de llevar a cuestas el clima anímico de la noche; a ociosos en busca de conocidos, y a glotones que mordisquean tamales, turrones, castañas. Arturo Sotomayor afirma que todavía en los años treinta del siglo pasado el atrio era el merendero más democrático de la urbe, y rememora con pasión gastronómica las tortas de chorizo y milanesa que al declinar la tarde hacían, desde un carromato jalado por tracción humana, las delicias de los paseantes.
Si el atrio era un lugar para estar, ahora es, simplemente, un lugar para pasar. No estoy totalmente seguro, pero parece que la ciudad volvió a dejar que algo se le escurriera entre las manos, mientras el herrero, el plomero, el albañil y el pintor esperan, y el curandero «indígena» hace sonar un caracol, y un turista gringo exclama: «Fantastic!», antes de pulsar otra vez el obturador de su cámara.