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Capítulo 2 Turing cree que las máquinas piensan

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Los orígenes de la computación parecen haber estado en manos de minorías. Mientras una mujer se las ingeniaba para pensar a la tecnología como una alternativa válida que resolviera problemas cotidianos, aun cuando no llegara a verla en su realización final, fue un hombre condenado por la ley por su homosexualidad (cuestión que lo llevaría al suicidio) quien ideó la primera computadora teórica.

Curioso es pensar que los creadores puedan ver en sus cabezas aquello que los mortales solo podemos ver en la realidad. Ese paso lo dio Alan Turing (Maida Vale, Londres, 23/6/1912 - Wilmslow, Cheshire, 7/6/1954), quien a dos años de su muerte sería calificado como el padre de la inteligencia artificial, un concepto que tardaría décadas en ser experimentado por el hombre común.

Como los estudiosos de la época de Lovelace, Turing era un múltiple sapiente: matemático, científico de la computación, criptógrafo y filósofo. Su diversidad de pensamiento y especialización le permitió concebir una realidad de manera diferente.

Su padre, Julius Mathison Turing, era miembro del Cuerpo de funcionarios británicos en la India. Durante la infancia de Turing, sus padres viajaban constantemente entre el Reino Unido y la India, viéndose obligados a dejar a sus hijos con amigos ingleses. Cuando fue hora de estudiar, lo inscribieron en el colegio St. Michael, donde su primera docente hizo mención de un pensamiento genial en el recién llegado. Su ingreso al internado de Sherborne en Dorset creó el primer mito en torno a su persona –mostrando ya una personalidad que se aplicaría a su forma de pensar posterior–. Su primer día de clases coincidió con una huelga general en Inglaterra, pero la terquedad del adolescente de 14 años no se dejó vencer. Para llegar, recorrió más de 60 millas en bicicleta y decidió descansar en una posada, una aventura que fue recogida por la prensa local.

Le tocó luchar contra una serie de preconceptos de su época. En la escuela, se topó con que lo valioso para los docentes era el estudio de la literatura clásica y además desalentaban su perfil matemático. Por ello, emigró a King’s College, en la Universidad de Cambridge, donde egresó y se inició como docente. Para 1936, con 24 años, publicó un ensayo con lo que hoy se conoce como Máquina de Turing. Demostró que dicha máquina era capaz de implementar cualquier problema matemático que pudiera representarse mediante un algoritmo.

¿De qué se trata eso? La imagen más común para definir un algoritmo es una receta de cocina: sus instrucciones seguidas en una secuencia fija llevan a una persona o a una máquina a producir un resultado (por ejemplo, una tarta), que es el objetivo buscado por el escritor de la receta. Al escritor de un algoritmo se lo llama programador, como a Ada en el capítulo anterior.

La cocina tiene la particularidad de contar con indicaciones algo generales, por ejemplo: “una pizca de sal”. Para programar una computadora, se tendrán dos opciones: o en lugar de “pizca” se le da a la computadora una indicación precisa como “3,87 gramos de sal”, o bien se programa otra receta donde se le explica a la computadora un cálculo que debe usar cada vez que vea la palabra “pizca”. De ese modo, cada vez que el equipo vea “pizca”, leerá “3,87 gramos”.

Lo más valioso del modelo teórico que él diseñó, y que hoy se conoce como Máquina de Turing, es que era capaz de resolver cualquier algoritmo/receta que otra máquina pudiera resolver, o sea, dedujo que todas las computadoras son equivalentes entre sí porque logran el mismo propósito. Sería algo similar a decir que un monopatín, una bicicleta, un auto y un avión son equivalentes porque permiten el transporte. Es interesante cómo logró demostrarlo. Cualquier computadora con un programa almacenado puede estar ejecutando uno diferente que la haga simular ser cualquier otra. Ahí comenzó el concepto de la simulación o emulación, que será crucial en muchísimo de lo que se haga más adelante. Así, sencillamente se puede decir que es posible lograr que una computadora se comporte como cualquier otra, aunque no a la misma velocidad, porque deberá reinterpretar las instrucciones; sin embargo, en el planteo matemático de Turing eso no era significativo. El gran cambio en la forma de pensar la tecnología era detectar que un equipo pudiera hacer lo que hacía otro. Sobre la base de ese concepto, se desarrolla el de la máquina universal, asumiendo que cualquier computadora (a fin de usar un término más actual) se puede diseñar para que, a su vez, se pueda construir a partir de otra computadora. Muchos profesionales simplificaron este resultado y erróneamente consideraron qué quería decir que todas las computadoras eran iguales. No habían tenido en cuenta algo que sí vio Ada, el factor del usuario humano. Hizo falta llegar a Steve Jobs para que el mundo de la informática comprendiera cabalmente la importancia del usuario.

Turing siguió avanzando en su tarea de precursor. Durante la Segunda Guerra Mundial, se concentró en el descifrado de mensajes alemanes mediante un sistema llamado Enigma, por el que recibió grandes halagos. Pasada la contienda, fue objeto de uno de los más vergonzosos hechos de la política inglesa, equiparable quizá a la tortura de Galileo por la Inquisición en el siglo XV. Por su reconocida homosexualidad, se lo condenó a recibir hormonas que “paliarían su desvío”, llevándolo al suicidio a principios de los años 50. El reconocimiento del error cometido lo concretó el gobierno inglés hace unos pocos años, siguiendo los pasos del Vaticano con Galileo.

Su tragedia personal no empañó su brillante trabajo. Purgando el castigo, publicó su estudio sobre inteligencia artificial, que se conocería como el Test de Turing. La idea es simple: si una persona interactúa con una pantalla y no puede distinguir si está tratando con una persona o con una computadora, la computadora tiene inteligencia artificial.

El 4 de octubre de 2011 se conoce el mal estado de salud de Steve Jobs. Su reemplazante, Tim Cook, hacía la presentación del nuevo iPhone 4S con cara adusta y algo nerviosa. El último orador era Scott Forstall, discípulo directo de Jobs, tanto en lo que a tecnología se refiere como en el show mediático, quien presentó al mundo la última novedad de Apple: Siri, un sistema que conversaba con el usuario, dejándolo asombrado y haciendo que los entusiastas de la ciencia ficción recuerden al HAL de 2001 y que los profesionales de IT evoquen a Turing. Era tan fácil entrar en la ilusión que para muchos no era concebible que Siri fuera solamente un programa. Incluso se crearon locas especulaciones sobre ejércitos de técnicos que respondían a las preguntas.

Al día siguiente, Jobs falleció. Y, según su hermana, sus últimas palabras fueron repetir tres veces “Oh, wow!”.

La historia se llena de curiosidades... Alan Turing se suicidó mordiendo una manzana envenenada. La manzana envenenada fue la manera que tuvo la Reina Bruja para que Blancanieves durmiera por siglos. Este era el cuento preferido de Turing. Y Jobs creó como logo de Apple una manzana mordida. La Reina Bruja tenía un espejo mágico al que le hacía preguntas y este le respondía. Como culminación de su carrera por lograr productos cada vez más fáciles de usar, Apple hace realidad el espejo mágico de Blancanieves y cumple el Test de Turing. Steve Jobs muere, aparentemente, asombrado...

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