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Las dos señoritas Molyneux, hermanas del aristócrata, fueron a visitarla, e Isabel quedó prendada de aquellas dos jóvenes que con su presencia le brindaban una estampa de lo más original. Bien es verdad que, cuando ella se las describió a su primo aplicándoles tal epíteto, Ralph declaró que, de todos los calificativos, aquél era el que menos les cuadraba, ya que había en Inglaterra por lo menos cincuenta mil jóvenes idénticas a las señoritas Molyneux. Sin embargo, aun desposeídas de tal cualidad, las visitantes de Isabel conservaban la de su exquisita amabilidad, una suave timidez en sus modales y unos ojos que a ella se le antojaron dos plácidos y redondos estanques dispuestos sabiamente en un jardín entre ma- cizos de geranios.

«Sean lo que sean, no tienen nada de morboso», se dijo nuestra heroína. Y, al decírselo, consideró que tal cualidad era un gran encanto en aquellas muchachas, pues re- cordaba a dos o tres de sus amigas de infancia a quienes podía hacerse semejante reproche (tan simpáticas como habrían sido de no ser por eso), por no mencionar que en ocasiones había intuido tal tendencia en su propia persona. Aunque las señoritas Molyneux no estaban ya en su primera juventud, conservaban todavía una tersura de cutis, una brillantez de mirada y una encantadora sonrisa propias de la infancia. Sus ojos, que tanto admiraba Isabel, eran re- dondos, tranquilos y apacibles, y una chaquetilla de piel de foca ceñía su busto, también generosamente redondo. Su amabilidad era tanta que casi les ruborizaba mostrarla, pa- reciendo intimidadas por aquella joven de allende los mares, a la que diríase manifestaban su cordialidad más con miradas que con palabras. Ello nos les impidió rogarle claramente, y sin dejar lugar a dudas, que fuese a almorzar con ellas a Lockleigh, donde vivían con su hermano, esperando en lo sucesivo poder verla con frecuencia, incluso muy a menudo. Mucho les agradaría que alguna vez se quedara a dormir allí. Para final de mes, el día veintinueve, esperaban invitados; tal vez también ella podría ir mientras estuvieran allí aquellas personas.

La mayor, como para disculparse por anticipado, dijo:

- Mucho me temo que no haya entre ellos nadie notable, pero me inclino a creer que usted nos aceptará tal como somos.

- Los encontraré deliciosos; por lo pronto, creo que son ustedes un verdadero encanto - contestó Isabel, que a veces era excesiva en el elogio.

Las dos hermanas se ruborizaron visiblemente. Una vez se hubieron marchado, su primo le insinuó que, si les decía tales cosas, aquellas pobres muchachas pensarían que se burlaba de ellas de manera desconsiderada y ruda, pues tenía la seguridad de que era la primera vez que las habían llamado encantadoras. Pero Isabel contestó con franqueza:

- No lo puedo remediar. Me parece admirable tener esta serenidad, ser tan razonable y sentirse tan satisfecho. Yo quisiera ser así. -¡No lo permita Dios! -exclamó con vehemencia Ralph.

- Quiero decir, tratar de imitarlas -dijo Isabel-. Me encantará verlas en su casa.

Algunos días después experimentó tal placer, cuando, acompañada de su tía y de Ralph, fue en coche a Lockleigh.

Al llegar, halló a las señoritas Molyneux sentadas en un espacioso salón (uno de los muchos de la casa, como luego pudo ver), en medio de una espesura de cretonas de color evanescente y vestidas ellas de negro velludillo. En su casa le parecieron todavía más agradables que en la mansión de su tío, y le llamó aún más la atención que no tuvieran nada de morbosas. A primera vista se le antojó que, si de algo pecaban, era de falta de agilidad mental, pero ahora se daba perfecta cuenta de que eran muy capaces de experimentar emociones profundas. Antes del almuerzo tuvo ocasión de quedarse a solas con ellas en uno de los ángulos del salón, mientras que en el otro y a bastante distancia, lord Warburton conversaba con la señora Touchett.

Isabel, entrando ya en confianza, preguntó: -¿Es cierto que su hermano es tan radical?

De sobra sabía ella que era cierto, mas, como ya hemos visto, sentía un sincero interés por la personalidad humana y ello la impulsaba a cerciorarse del todo a través de las señoritas Molyneux.

Mildred, la menor de las hermanas, respondió: -¡Oh, ya lo creo! Tiene unas ideas terriblemente avanzadas.

- Pero, al mismo tiempo, es muy razonable -añadió la otra.

Isabel le observó un momento al otro lado del salón, y vio que hacía ostensiblemente cuanto podía por resultar agradable a la señora Touchett. Por su parte, Ralph había entablado amistad con uno de los perros delante de la chimenea que, en un mes de agosto netamente británico, no estaba de más en las viejas moradas. -¿Cree usted que su hermano es sincero? -preguntó Isabel sonriente. -¡Claro! ¿Por qué no iba a serlo? -contestó Mildred con vehemencia mientras la hermana mayor contemplaba silenciosa a nuestra heroína. -¿Cree que podrá superar la prueba? -¿La prueba?

- Me refiero a si, por ejemplo, tuviera que desprenderse de todo esto… -¡Desprenderse de Lockleigh! -exclamó la señorita Molyneux, recobrando al fin el habla. -Naturalmente, y también de esos otros sitios…, ¿cómo los llaman?

Las dos hermanas se miraron con ojos de pavor. -¿Quiere usted decir…, quiere usted decir a causa de los gastos?-preguntó la pequeña.

- Tal vez podría deshacerse de una o dos de sus casas -dijo la otra. -¿Desprenderse de ellas por nada? -inquirió Isabel.

- No puedo imaginar que quiera deshacerse de sus propiedades-dijo la señorita Molyneux.

- Me temo que sea un impostor. ¿No les parece que ésa es una posición falsa?

Sus compañeras de conversación se quedaron completamente desconcertadas. Una de ellas preguntó: -¿La posición de mi hermano?

- Todo el mundo sabe que es una posición muy sólida -dijo seguridad la menor-, la primera en esta región del condado.

Isabel aprovechó la oportunidad para disculparse:

- Se me ocurre que tal vez me están ustedes tomando por una gran irrespetuosa. Supongo que respetan mucho a su hermano y casi le temen..

- Es natural que una admire a su hermano -dijo la señorita Molyneux con toda sencillez.

- Pues si ustedes lo hacen es que debe de ser muy bueno…, porque ustedes son verdaderamente muy buenas. -Es sumamente generoso. Nadie sabe cuánto bien hace.

- Y su talento -se complació en añadir Mildred-, es por demás conocido. Todo el mundo dice que es inmenso.

- Eso a la vista está -declaró Isabel-. Pero, si yo fuera él, lucharía con toda mi alma hasta la muerte; es decir, lucharía por la herencia del pasado, me aferraría a él con todas mis fuerzas.

- Yo creo que se debe ser liberal -replicó Mildred amablemente-. Nosotros lo hemos sido siempre, desde los tiempos más remotos.

- Evidentemente, veo que han logrado un gran éxito con ello -dijo Isabel-. Así, no es de extrañar que les guste serlo.

Después del almuerzo, cuando lord Warburton le hizo los honores de la casa mostrándosela toda, a ella le pareció lo más natural del mundo que fuese como un hermoso cuadro. El interior había sido modernizado hasta el extremo de que algunas de sus partes habían perdido su prístina pureza. Sin embargo, al contemplarla desde fuera, desde los amplios jardines -enorme masa gris, de un matiz suave y profundo patinado por el tiempo y el clima, emergiendo del seno de un ancho y tranquilo foso-, apareció a los ojos de la joven visitante como un verdadero castillo legendario. El día era algo frío y sin brillo. Parecían haber sonado ya las primeras notas anunciadoras del otoño, y los rayos del sol ponían aquí y allá sus húmedos y borrosos resplandores sobre los recios muros, en los sitios donde se diría que más se hacía sentir el paso de los años. El hermano de lord Warburton, el vicario, había asistido también al almuerzo, e Isabel tuvo ocasión de charlar con él durante cinco minutos…, el tiempo suficiente para lanzarse en busca de un arraigado espíritu sacerdotal y abandonar el intento por inútil. Las características del vicario de Lockleigh eran un cuerpo robusto, atlético, un rostro cándido y sencillo, un copioso apetito y una acentuada proclividad a reír de todo y por todo con igual entusiasmo. Isabel se enteró después por su primo Ralph de que el vicario, antes de recibir las sagradas órdenes, había sido un gran pugilista y que cuando se presentaba la ocasión -en la intimidad de la familia, por supuesto- seguía siendo tan capaz como antes de dejar tendido en el suelo al contrincante más pintado. A Isabel le gustó -por lo visto estaba predispuesta a que le gustaran todos y todo-, pero a su imaginación se le hacía harto difícil comprender que aquel hombre pudiese prestar auxilio espiritual de ninguna clase. Después del almuerzo salieron todos a dar un paseo por los alrededores de la casa, pero lord Warburton se las arregló para llevarse sola a su invitada lejos de los otros.

- Quiero mostrarle todo esto como es debido -dijo-. No podría apreciarlo bien si tuviese que prestar atención a los chismes sin importancia de los demás.

La conversación de lord Warburton (durante la cual se explayó en contar a Isabel la historia completa de la casa, muy curiosa por cierto) no fue lo que se dice exclusivamente arqueológica, sino que a veces se internaba en lo personal…, personal tanto para ella como para él. Así pues, tras una pausa bastante larga, volviendo un instante al tema que les ocupaba, el lord dijo: -¡Ah! No sabe cuánto me alegra que le guste a usted esta vieja choza. Me encantaría que pudiese verla más a sus anchas, que se quedase algún tiempo. Mis hermanas están entusiasmadas con usted…, y eso podría inducirla a aceptar…

- No es preciso que se me induzca -contestó Isabel amablemente-, pero me parece que no puedo aceptar compromisos. Estoy por completo a merced de mi tía.

- Usted me perdonará si le digo que no lo creo en absoluto. Estoy convencido de que puede hacer lo que le plazca.

- Sentiría mucho haberle producido tal impresión, pues… no es una impresión muy grata.

- En este caso, tiene cuando menos el mérito de permitirme abrigar alguna esperanza - dijo lord Warburton, y se detuvo un instante. -¿Esperanza de qué?

- De que, en lo sucesivo, podré verla con más frecuencia.

E Isabel contestó, sonriendo: -¡Ah!, para tener ese placer no es preciso que esté tan terriblemente emancipada.

- Sin duda, pero es que me da la impresión de que no soy santo de la devoción de su tío.

- En eso se equivoca. Le he oído hablar de usted con el mayor encomio.

Lord Warburton, visiblemente satisfecho, replicó:

- Me halaga que hayan hablado ustedes de mí. Pero, de todas formas, no creo que le agrade mucho que menudee mis visitas a Gardencourt.

- No puedo responder de los gustos de mi tío -replicó la muchacha-. Sin embargo, es mi deber tenerlos en cuenta lo más posible. Yo, por mi parte, tendría un gran placer en verle a usted. dicho.

- Eso es precisamente lo que yo quería oír. No sabe cómo me complace que lo haya -Parece usted muy proclive a sentirse complacido, milord.

- No lo crea -replicó él-, no tan fácilmente. -Se detuvo un segundo y prosiguió-: Pero la verdad es que usted sí me ha encantado, señorita Archer.

Aquellas palabras fueron pronunciadas con una gravedad que sobresaltó un tanto a Isabel, pues le parecieron el preludio de algo más importante; había oído aquel tono en otra ocasión y lo reconoció. No obstante, en aquel momento no sentía el menor deseo de que semejante preludio tuviera consecuencias, lo cual la indujo a decir con toda la alegría y rapidez que su interior agitación le permitió:

- Mucho me temo que no me va a ser posible volver aquí. -¿Nunca? -preguntó lord Warburton.

- Nunca, sería mucho decir… y sonaría demasiado melodramático.

- Entonces, ¿podré yo ir a verla cualquier día de la semana próxima?

- Indudablemente. ¿Qué podría impedirlo?

- Nada verdaderamente palpable, pero con usted no estoy nunca seguro. Me da la impresión de que juzga constantemente a los demás.

- Eso no significaría que usted hubiera de salir perdiendo con ello.

- Le agradezco mucho su deferencia, pero aunque saliera ganando, no es precisamente la justicia a secas lo que yo prefiero. ¿Tiene la señora Touchett el propósito de llevársela a usted al extranjero?

- Así lo espero. -¿Acaso Inglaterra no es digna de usted?

- Sus palabras son demasiado maquiavélicas y no merecen contestación. Mi deseo es conocer el mayor número posible de países.

- Entonces, supongo que irá juzgándolos.

- Y disfrutándolos también. Al menos, lo espero.

- Sí, así es como más disfruta usted-dijo lord Warburton-. No sabría decir cuál es su objetivo. Usted se me antoja como alguien que abriga propósitos misteriosos, grandes designios.

- Es usted demasiado amable teniendo de mí una idea que no está a mi altura. ¿Qué misterio puede haber en un propósito llevado a cabo todos los años por cincuenta mil compatriotas míos, y que consiste en tratar de enriquecer el propio espíritu con lo que se aprende viajando por el extranjero?

- Señorita Archer -respondió su interlocutor-, usted no puede enriquecer más su espíritu. Es ya un instrumento formidable, que nos mira a los demás de arriba abajo y nos desprecia. -¿Que les desprecia? Usted se está burlando de mí -contestó Isabel poniéndose muy seria.

- Bueno, usted nos considera «chocantes», que para el caso es lo mismo. Y, ante todo y sobre todo, yo no quiero que se me considere «chocante» porque no lo soy en absoluto. Protesto contra tal calificativo.

- Su protesta es precisamente una de las cosas más chocantes que he oído en mi vida - declaró Isabel riendo alegremente.

Lord Warburton se quedó callado un instante y al fin dijo:

- Usted juzga sólo por lo externo y no le importa nada de nada. Lo único que le interesa es divertirse.

A Isabel le pareció detectar el mismo tono de antes, si bien ahora con una cierta amargura…, una amargura tan súbita e inconsecuente que la muchacha creyó que le había ofendido. Ella había oído siempre decir que los ingleses son gente excéntrica, e incluso recordaba haber leído en algún autor de gran ingenio que en el fondo son la raza más romántica que existe. Se preguntó si lord Warburton se estaría poniendo romántico y trataba de hacerle una escena de amor en su propia casa la tercera vez que la veía. Sin embargo, la tranquilizó pensar en su exquisita urbanidad, que no había sufrido menoscabo alguno por el hecho de haber rebasado él los límites del buen gusto al manifestar su admiración a una joven confiada a su hospitalidad. Tenía ella perfecta razón al confiar en la exquisita urbanidad del lord, porque él rompió a reír amablemente sin que en su voz quedase rastro de lo que había llegado a alarmarla.

- Por supuesto, no he querido ni quiero decir que le diviertan las nimiedades. Usted escoge grandes materiales, como las dolencias y congojas de la naturaleza humana, o las singularidades de las naciones.

- Por lo que a eso se refiere -contestó Isabel-, creo que en mi propia nación encontraría más que sobrada materia de entretenimiento para años. Pero llevamos ya un gran rato andando y mi tía no tardará en querer irse.

Así pues, se dirigió hacia los demás, y lord Warburton se limitó a caminar a su lado en silencio. Antes de llegar donde los otros estaban, él dijo:

- Iré a verla la semana próxima.

Aquello le causó una honda impresión, pero, al sentirla desvanecerse, no le pareció que fuese una impresión desagradable. Sin embargo, respondió con cierta frialdad a aquella declaración.

- Como guste… -se limitó a decir.

Semejante frialdad no era en absoluto calculada; se prestaba a ese juego en un grado desde luego muy inferior al que creería probable la mayoría de los críticos. Era, sencillamente, que experimentaba cierto temor.

El Retrato de una Dama

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