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La señorita Stackpole habría estado dispuesta a partir en el acto, pero, como ya hemos visto, Isabel había recibido la noticia de que lord Warburton iba a hacer una nueva visita a Gardencourt y le parecía su deber quedarse allí y verle. Dejó él pasar tres o cuatro días sin contestar la carta de Isabel, pero luego escribió para decir que dos días después iría a almorzar con ella. Algo parecía haber ciertamente en estos aplazamientos y demoras que lograron impresionar a la joven y afirmaron en ella la sensación del deseo por él manifestado de mostrarse respetuoso y paciente y no querer acuciarla; actitud que ella analizaba con mayor interés por estar convencida de que «la quería de veras». Dijo Isabel a su tío que había escrito a lord Warburton y, al propio tiempo, le notificó la intención del otro de venir a almorzar con ella. En vista de lo cual, el anciano salió de su aposento antes de lo acostumbrado y no apareció hasta las dos, hora del refrigerio. Con ello no quería realizar un acto de vigilancia, sino simplemente ceder a su benévola idea de que, al estar con ellos, su presencia evitaría cualquier malentendido que pudiera producirse si Isabel prestaba de nuevo oídos a su noble visitante. Éste trajo consigo desde Lockleigh a su hermana mayor, coincidiendo tal vez con las amables presunciones del señor Touchett. Los dos visitantes fueron presentados a la señorita Stackpole, que ocupó en la mesa el asiento contiguo al de lord Warburton. Isabel, que estaba en verdad algo nerviosa y no tenía deseos de discutir nuevamente el asunto que él había con tanta premura planteado, no pudo por menos de admirar el buen humor con que el aristócrata ejercía el completo dominio de sí mismo, ocultando por completo hasta el menor síntoma de una preocupación que ella creía natural que sintiese al verla. El no la miró ni le habló, y la única prueba de su emoción consistía en evitar cruzar con ella la mirada. Estuvo muy hablador con los demás y comió con buen apetito, sabiendo escoger lo más delicado. La señorita Molyneux, que tenía una tersa frente monjil y llevaba suspendida del cuello una gran cruz de plata cincelada, estaba a todas luces absorta en Henrietta Stackpole, a la que no quitaba ojo de encima, dando a entender que era presa de un grave conflicto entre la profunda repulsa y la anhelante admiración que la americana le inspiraba. Era, de las dos hermanas, la que más en gracia le había caído a Isabel por la enorme calma hereditaria que en ella suponía. Nuestra heroína estaba segura de que aquella frente de religiosa y aquella cruz argentina tenían relación con algún fantástico mis- terio anglicano…, acaso con el delicioso restablecimiento del curioso cargo de canonesa. Se preguntaba a sí misma qué pensaría de ella la señorita Molyneux si supiera que había rechazado el ofrecimiento de su hermano, pero se tranquilizó al pensar que lord Warburton no le diría jamás semejante cosa y que, por tanto, no llegaría a saberla nunca. El la quería mucho y era muy bueno con ella, pero le hablaba muy poco de sus cosas. Eso era, por lo menos, lo que suponía Isabel, quien durante el almuerzo, cuando no hablaba, se entretenía en forjar sus habituales teorías acerca de los demás comensales. Así, se imaginaba que si la señorita Molyneux hubiese sabido lo pasado entre ella y su hermano, era probable que le hubiera impresionado tristemente su incapacidad para medrar en la vida; o no, más bien (y ésta fue la conclusión final de nuestra heroína) atribuiría a la joven americana una conciencia clara de la desigualdad.

Hiciese Isabel lo que hiciese de las oportunidades que se le presentaran, lo innegable era que Henrietta Stackpole no estaba en absoluto dispuesta a desaprovechar aquéllas en las que ya se veía inmersa. -¿Sabe usted que es el primer lord que he visto en mi vida? -le espetó a su vecino-. Me imagino que creerá que me siento tremendamente azorada.

- Pues se ha librado usted de ver a no pocos hombres bien feos -replicó lord Warburton, mirando como un poco abstraído en derredor. -¿De veras son tan feos? Pues en América se pretende hacernos creer que todos son apuestos y magníficos, que llevan ropas suntuosas y coronas. -¡Bah! Las ropas suntuosas de corte y las coronas están ya pasadas de moda -dijo lord Warburton-, lo mismo que los revólveres y las hachas de guerra de ustedes.

- Pues lo siento -declaró Henrietta-, porque creo que la aristocracia debe ser algo espléndido. Si no, ¿qué es entonces? -¡Oh!, en el mejor de los casos, bien poca cosa, ¿sabe usted? ¿Quiere una patata?

- No me gustan mucho estas patatas europeas. Yo le habría tomado a usted por un caballero americano corriente. A lo que lord Warburton contestó:

- Pues hábleme usted como si lo fuera. No me explico cómo se las va a arreglar usted aquí sin patatas, pues no encontrará muchas cosas que comer por estos pagos.

Henrietta se quedó callada un momento; tal vez lord Warburton no fuese sincero.

- Desde que llegué no tengo apenas apetito -dijo tras una pausa-, de manera que no tiene la menor importancia. ¿Sabe que yo no le acepto a usted? Mi conciencia me dicta que se lo diga. -¿Que no me acepta?

- Exactamente. Me figuro que nadie se lo ha dicho hasta ahora, ¿no es cierto? Lo que yo no acepto es al lord como institución. Creo que el mundo les ha dejado atrás…, muy atrás. -¡Oh, estoy de acuerdo! Después de todo, tampoco me admito yo a mí mismo. Pero ¿sabe una cosa?, a veces me hago esta reflexión: ¿cómo podría rechazarme a mí mismo si no fuese yo? Por lo demás, es preferible no ser presuntuoso.

- Entonces, ¿por qué no renuncia? -preguntó la señorita Stackpole.

- Renunciar… ¿a qué? -preguntó lord Warburton poniendo en su acento tanta suavidad como dureza había puesto ella.

- A ser lord. -¡Oh, para lo poco que de ello tengo! Lo cierto es que uno acabaría verdaderamente por olvidarse de ello si ustedes, los americanos, no se lo estuvieran recordando a cada instante. De todas maneras tengo la intención de despojarme de ello, de lo poco que ya va quedando. -¡Me gustaría verlo! -exclamó Henrietta con cierta aspereza.

- Ese día la invitaré a usted a la ceremonia. Habrá una gran cena y después baile.

- Bueno, a mí me gusta conocer todos los puntos de vista. No acepto la existencia de clases privilegiadas, pero me gusta escucharlo que éstas dicen en defensa propia.

- Bien poca cosa, como acaba de ver.

- Quisiera sonsacarle un poco más todavía -dijo Henrietta-, pero tiene usted siempre la mirada ausente, como si tuviera miedo de encontrarse con la mía. Me doy perfecta cuenta de que intenta escabullirse.

- Nada de eso. Me limito a contemplar esas pobres patatas desdeñadas. -¿Quiere, entonces, hacer el favor de explicarme la situación de esta señorita, su hermana? Ignoro qué es ella con relación a usted. ¿Es una lady?

- Es, fundamentalmente, una buena muchacha.

- No me agrada la manera en que lo dice, como si quisiera cambiar de tema. ¿Es su posición inferior a la de usted?

- En realidad, ninguno de los dos tenemos posición, pero ella sale mejor librada que yo del asunto porque no tiene quebraderos de cabeza.

- Cierto. Verdaderamente no parece que tenga muchos quebraderos de cabeza. ¡Ojalá tuviera yo tan pocos! Aunque no hagan ustedes otra cosa, aquí por lo menos producen gente tranquila.

- Sí, ya ve usted que, por lo general, nos tomamos la vida con calma. Y además somos muy sosos. ¡Ah!, cuando nos lo proponemos, no hay quien nos gane a insípidos.

- Pues les aconsejaría que no se lo propusieran. A su hermana, la verdad, no sé de qué hablarle. ¡Parece tan distinta! ¿Es un símbolo esa cruz? -¿Cómo? ¿Un símbolo?

- Una insignia de nobleza.

La mirada de lord Warburton, que había vagado un rato, al oír tal pregunta se fijó en la de Henrietta. -¡Oh!, desde luego -se apresuró a contestar-. Las mujeres se toman estas cosas muy en serio. La cruz de plata la llevan las hijas mayores de los vizcondes.

Se trataba de una venganza, aunque inofensiva, por haber pecado tanto de credulidad respecto a Norteamérica. Después del almuerzo le propuso a Isabel ir a la galería para ver los cuadros y, aunque ella sabía que los había visto más de veinte veces, no puso el menor reparo en acceder a su deseo. Tenía la joven la conciencia perfectamente tranquila y nunca se había sentido tan ligera ' de espíritu como desde que le había escrito la carta. El fue andando despacio hasta el final de la galería, contemplando las obras de arte en silencio, hasta que, de pronto, dijo:

- No esperaba que me escribiese usted de ese modo.

- Era el único modo de hacerlo, lord Warburton -replicó ella-. Le ruego que así lo crea.

- Si fuera cuestión de querer, no dude que la creería y dejaría de molestarla. Pero no basta querer creer para creer; confieso francamente que no lo comprendo. Puedo comprender y comprendería perfectamente que yo no le gustara. Pero usted ya reconoce lo que debería reconocer…

Isabel le interrumpió, poniéndose intensamente pálida: -¿Qué es lo que yo he reconocido?

- Que soy una buena persona, ¿no es cierto? -Ella no replicó y él siguió diciendo-: Usted no parece tener razón alguna para obrar así y eso me produce una sensación de injusticia. puño.

- Tengo una razón, lord Warburton -dijo en un tono que a él le puso el corazón en un -Me gustaría mucho conocerla.

- Se la diré algún día, cuando pueda mostrársela mejor.

- Pues perdóneme si, mientras tanto, le digo que he de dudar de ella. Isabel se limitó a replicar:

- Me está usted haciendo sufrir.

- No puedo deplorarlo. Así se dará cuenta de lo que yo estoy pasando. ¿Quiere, por favor, contestarme a una pregunta?

Isabel no expresó su asentimiento, pero a él se le antojó ver en los ojos de ella algo que le alentaba a continuar y preguntó: -¿Siente interés por otro?

- Es una pregunta a la que preferiría no contestar. Y él dijo amargamente, como murmurando:

- Entonces es que sí.

Aquella patente amargura conmovió a Isabel, que exclamó:

- Está usted en un error. No hay tal cosa.

Olvidando toda ceremonia, él se sentó en un banco como sumido en un hondo pesar, apoyó los codos en las rodillas y clavó los ojos en el suelo. Por fin, echándose hacia atrás para apoyar la espalda dijo:

- Tampoco eso puede alegrarme, porque debe de ser una excusa. Ella alzó las cejas en señal de sorpresa y repuso: -¿Una excusa? ¿Tengo yo que excusarme de algo?

Pero él no contestó a tal pregunta, pues le rondaba ya otra idea por la cabeza: -¿Es por mis opiniones políticas? ¿Las considera demasiado avanzadas?

- No tengo nada que reprochar a sus ideas políticas por la sencilla razón de que no las comprendo.

- Claro, lo que yo piense le tiene a usted sin cuidado, le da lo mismo.

Isabel se apartó hacia el otro lado de la galería y allí permaneció un momento volviéndole la espalda, que era en extremo encantadora; él contempló su leve y esbelta figura, la esbeltez de su blanco cuello al inclinar ella la cabeza y el espesor de sus oscuras trenzas. Se detuvo ella ante un pequeño cuadro como si lo estuviese examinando, y había un no sé qué tan lleno de juventud y agilidad en su movimiento que, con aquella su flexibilidad, parecía estar burlándose de él. Sin embargo, nada veían sus ojos, que se habían cubierto súbitamente de lágrimas. Al poco él se acercó, pero Isabel había enjugado ya su llanto. Al volverse de nuevo, su cara estaba profundamente pálida y sus ojos tenían una rara expresión.

- La razón que no quería exponerle… -dijo-, voy, después de todo, a exponérsela. Es que no puedo escapar a mi destino. -¿Su destino?

- Casarme con usted sería un intento de huida.

- No la comprendo. ¿Y por qué no habría de ser su destino éste, como cualquier otro?

- Porque no lo es -replicó Isabel con suave feminidad-. Yo sé que no lo es. Mi destino no es abandonar…, yo sé perfectamente que no puede serlo.

El pobre lord Warburton se quedó profundamente asombrado, con una interrogación en los ojos: -¿Llama usted abandonar a casarse conmigo?

- Desde luego, no en el sentido corriente. Sé que es recibir…, recibir… enormemente… Pero, al mismo tiempo, supone prescindir de otras oportunidades. -¿Otras oportunidades de qué?

- No me refiero al matrimonio -replicó Isabel, que ya iba recobrando el color. Y se detuvo, mirando hacia abajo con el entrecejo fruncido, como si le resultase poco menos que imposible tratar de expresarse con claridad.

Su compañero se decidió a susurrar:

- No creo que sea una presunción por mi parte sugerir que ganaría mucho más de lo que perdería.

- A lo que no puedo escapar es a la desgracia -dijo Isabel-. Y, casándome con usted, intentaría lograrlo.

Y él exclamó prorrumpiendo en una risa de ansiedad:

- No sé si lo intentaría, pero no me cabe duda de que lo lograría, se lo digo con toda franqueza. -¡Pero es que no debo…, no puedo! -exclamó la joven.

- De todos modos, si usted está resuelta a ser desgraciada, no veo por qué ha de empeñarse en que yo también lo sea. Si para usted la desgracia está llena de encantos, para mí le aseguro que no tiene ninguno.

- Yo no estoy resuelta a vivir una vida desgraciada -dijo Isabel-. Al contrario, siempre he estado firmemente decidida a ser dichosa, incluso con frecuencia he creído que llegaría a serlo. Pero de vez en cuando se me ocurre que no podré ser feliz por ningún procedimiento extraordinario, huyendo, separándome… -¿Separándose de qué?

- De la vida, de sus peligros y oportunidades corrientes, por los que la mayoría de la gente pena y que tantos conocen.

Lord Warburton esbozó una sonrisa que pareció delatar un si es no es de esperanza.

- Mi querida señorita Archer -comenzó a explicar con respetuoso anhelo-, yo no le ofrezco a usted ninguna renuncia a la vida, ni a peligros u oportunidades de ninguna clase. ¡Ojalá pudiese! ¡Tenga usted por seguro que lo haría! Por favor, ¿por quién me toma? A Dios gracias, no soy el emperador de la China. Lo que yo le ofrezco es, en resumen, que participe de las comunes angustias de la vida de una manera en cierto modo cómoda. ¡Las angustias comunes de la vida! Yo soy uno de sus más devotos. Concierte usted una alianza conmigo y le aseguro que no le habrán de faltar. Por lo demás, no tendrá que separarse de nada, ni siquiera de su amiga la señorita Stackpole.

- Ella no lo aprobaría jamás -dijo Isabel tratando de sonreír y aprovechando esta salida, no sin despreciarse bastante a sí misma por hacerlo. -¿Hablamos de la señorita Stackpole? -preguntó impaciente el lord-. En mi vida he visto una persona que juzgue las cosas de un modo tan exclusivamente teórico.

- Creo que ahora habla usted de mí -replicó Isabel, y se apartó de nuevo al ver que por el extremo opuesto de la galería acababan de entrar la señorita Molyneux, Henrietta y Ralph.

La hermana de lord Warburton se dirigió a él con cierta timidez para recordarle que debía estar en casa a la hora del té, pues había invitado a algunas personas para tomarlo con ella. Él no le contestó, al parecer por no haberla oído; tenía entonces muchas otras cosas que con harta razón le preocupaban. Y la señorita Molyneux, como si él fuera un soberano, permaneció a la espera en actitud de camarera mayor.

Al verlo, Henrietta Stackpole exclamó: -¡Eso si que no, señorita Molyneux! ¡Si yo tuviese que irme, él tendría que irse! ¡Si yo necesitara que mi hermano hiciese algo, tendría que hacerlo! -¡Oh! Warburton hace siempre lo que se le pide -contestó la señorita Molyneux con una pronta y tímida risita. Y, volviéndose hacia Ralph, prosiguió-: ¡Cuántos cuadros tienen ustedes!

- Parecen muchos porque están todos juntos -dijo Ralph-. Pero no es un modo apropiado de colocarlos.

- A mí me parece muy hermoso. Me gustaría enormemente que hubiera una galería de pinturas en Lockleigh. Los cuadros me gustan muchísimo -continuó diciendo la señorita Molyneux sin detenerse para evitar que la interpelase de nuevo Henrietta, que parecía a la vez fascinarla y asustarla.

- Me lo explico; los cuadros son muy conveniente: -dijo Ralph, que se daba cuenta de la clase de reflexiones convenientes para ella.

Y la joven dama continuó: -¡Cuando llueve, resultan tan agradables…! En este último tiempo ha llovido con mucha frecuencia.

- Siento mucho que se vaya usted, lord Warburton -intervino Henrietta-. Necesitaba sonsacarle todavía algo más.

- No me voy todavía -repuso lord Warburton.

- Dice su hermana que debe irse. En Norteamérica los hombres obedecen a las damas. La señorita Molyneux dijo suavemente, mirando a su hermano:

- Me temo que tendremos invitados a tomar el té. -Está bien, querida. Entonces nos iremos.

- Creí que iba usted a resistirse -exclamó Henrietta-. Me habría gustado ver lo que hubiese hecho la señorita Molyneux.

- Yo no hago nunca nada -replicó ésta.

- Me imagino que, dada su posición, le bastará con vivir. Me gustaría mucho verla en su casa.

- Tiene que ir otra vez a Lockleigh -dijo dulcemente la señorita Molyneux dirigiéndose a Isabel, como si no hubiese oído aquella observación de la periodista.

Isabel contempló un instante sus tranquilos ojos y en aquel mismo instante le pareció ver en el fondo gris de ellos el reflejo de todo lo que había rechazado al rechazar a lord Warburton: la paz, la bondad, el honor, las propiedades, una gran seguridad e intimidad. Besó a la señorita Molyneux y le dijo:

- Me parece que no voy a poder volver por allí.

- Lo siento en el alma -replicó la señorita Molyneux-. Creo que hace usted muy mal con ello.

Lord Warburton prestó atención a lo que las dos jóvenes decían y luego se volvió hacia uno de los cuadros. Ralph, con las manos en los bolsillos y apoyado en la barandilla de delante del cuadro, estuvo observándole un momento.

Henrietta se acercó a lord Warburton para decirle:

- Quisiera verle en su casa. Me gustaría charlar una hora con usted, pues tengo que hacerle infinidad de preguntas.

El dueño de Lockleigh contestó:

- Será para mí un gran placer verla allí, pero estoy seguro de que no podré contestar a muchas de sus preguntas. ¿Cuándo piensa usted venir?

- En cuanto la señorita Archer quiera llevarme. Pensamos ir a Londres, pero antes iremos a verle. Estoy decidida a que usted satisfaga mi curiosidad.

- Pues si depende de la señorita Archer, me temo ' ° que no va usted a satisfacerla, porque ella no irá a Lockleigh. No le gusta nada el sitio. -¿Cómo? ¡Si me ha asegurado que es encantador! -exclamó Henrietta. Lord Warburton dudó un segundo y luego dijo:

- A pesar de todo, no irá. Más vale que vaya usted sola.

Henrietta se irguió, abrió desmesuradamente los ojos y en un tono bastante áspero preguntó: -¿Le diría usted eso a una dama inglesa? Lord Warburton se quedó sorprendido.

- Según -dijo al fin-; si me gustase lo suficiente, sí.

- Pues procure que no le guste lo bastante. Si la señorita Archer no quiere volver a su casa es porque no desea llevarme. Sé perfectamente lo que ella piensa de mí… y supongo que usted pensará lo mismo: que no debo sacar a relucir a personas concretas. -Lord Warburton estaba en la luna. No le habían dicho nada de la personalidad profesional de la señorita Stackpole y no captó la alusión-. Tengo la seguridad de que la señorita Archer le ha prevenido -añadió Henrietta. -¿Que me ha prevenido? -¿Para qué, si no para ponerle en guardia respecto a mí, vino aquí sólita con usted?

- Oh, no, nada de eso, mi distinguida amiga -replicó lord Warburton con desenvoltura.Nuestra conversación no ha tenido tanta solemnidad.

- Pues lo cierto es que usted ha estado constantemente en guardia…, ¡y de qué manera! Ya me imagino que en usted ha de ser lo natural, y eso es precisamente lo que quería observar. Y lo mismo la señorita Molyneux…, tampoco ha querido soltar prenda, También usted ha sido prevenida, aunque en su caso no era necesario -dijo Henrietta dirigiéndose a la hermana del lord.

- Más vale así -contestó ésta con cierta vaguedad. Ralph intervino para explicar amablemente:

- He de decirles que la señorita Stackpole escribe y toma notas. Es una gran satírica. Escudriña en nuestro interior y luego nos lo presenta según su modo de ver.

- Pues, la verdad, debo confesar que nunca he tenido tan mala suerte con mi material, ni un material tan malo -declaró Henrietta paseando la vista de Isabel a lord Warburton y del aristócrata a su hermana y a Ralph-. A todos ustedes les ocurre algo; están todos tan alicaídos como si hubiesen recibido un cable con malas noticias.

- Usted ve bien en nuestro interior, señorita Stackpole -dijo Ralph, haciendo un leve movimiento de cabeza afirmativo al tiempo que les conducía fuera de la galería-. A todos nosotros nos ocurre algo.

Detrás de ellos dos iba Isabel. La señorita Molyneux, que le profesaba ya gran simpatía, la había tomado del brazo para caminar a su lado por aquel piso tan encerado. Al otro lado iba lord Warburton, con las manos en los bolsillos y la mirada gacha. Permaneció callado un momento y luego preguntó: -¿Es cierto que va usted a ir a Londres?

- Creo que ya es cosa decidida. -¿Y cuándo piensa volver?

- Dentro de unos días. Pero será por poco tiempo, porque tengo que ir a París con mi tía. dijo:

- Entonces, ¿cuándo volveré a verla?

- No por una temporada -contestó Isabel-, aunque espero que un día u otro suceda. -¿De veras lo espera? -Muy de veras.

Él dio unos cuantos pasos más en silencio; luego se detuvo y, tendiéndole la mano,

- Adiós.

- Adiós -contestó Isabel.

La señorita Molyneux volvió a besarla y ella les miró marchar juntos. Después, en lugar de reunirse con Henrietta y Ralph, se fue directamente a su habitación. Antes de la hora de la cena, la señora Touchett entró a verla aprovechando que se dirigía al salón.

- Debo comunicarte -le dijo- que tu tío me ha informado de tus relaciones con lord Warburton, «¿Relaciones? -pensó Isabel-. Apenas si las hay ¡Qué cosa tan extraña! Si no me ha visto más que tres o cuatro veces».

La señora Touchett preguntó en tono desapasionado:

- ¿Por qué se lo dijiste a tu tío en vez de decírmelo a mí?

La joven volvió a dudar y respondió:

- Porque él conoce mejor a lord Warburton.

- Cierto. Pero, en cambio, yo te conozco mejor a ti.

- No estoy muy segura de ello -contestó Isabel sonriendo.

- Ni yo tampoco, después de todo, especialmente cuando me miras de ese modo tan presuntuoso. Cualquiera diría que estás encantada de ti misma y que te has llevado un premio. Me imagino que, cuando has rechazado una proposición como la de lord Warburton es porque tienes a la vista algo mejor.

Isabel sonrió otra vez y dijo: -¡Seguro que mi tío no ha dicho eso!

El Retrato de una Dama

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