Читать книгу El Retrato de una Dama - Henry James - Страница 12
10
ОглавлениеAl día siguiente de su visita a Lockleigh, Isabel recibió de su amiga, la señorita Stackpole, una carta cuyo sobre, que mostraba conjuntamente el sello de Correos de Liverpool y la pulcra caligrafía de la hábil Henrietta, le produjo una viva emoción. En ella había escrito la señorita Stackpole: «Mi querida amiga. Aquí me tienes, al fin. Me las arreglé para poder venir y decidí el viaje la noche antes de abandonar Nueva York… en cuanto el Interviewer aceptó mis condiciones. En el acto me limité a meter apresuradamente unas cuantas cosas en una pequeña maleta y, a la manera de los viejos periodistas, me dirigí al barco en tranvía. ¿Cuándo y dónde podemos vernos? Me imagino que estarás de visita en algún castillo o en algún otro sitio interesante y ya habrás adquirido el acento de la tierra. Tal vez te hayas casado ya con alguno de los grandes lores del país. Casi lo espero, pues me son precisas algunas cartas de presentación para la gente de la alta sociedad y cuento contigo para que me proporciones unas cuantas. El Interviewer desea que informe sobre la aristocracia.
Por lo pronto, mis impresiones de la generalidad de la gente no son de color de rosa, pero deseo cotejarlas con las tuyas, y ya sabes que peco de todo menos de superficial. Tengo, además, algo muy especial que decirte. Te ruego me des una cita lo antes posible y trates de venir a Londres, pues me gustaría visitar sus lugares más importantes en tu compañía, o si no te es posible, hazme saber dónde puedo verte, estés donde estés. Iré allá con sumo gusto, ya que todo me interesa muchísimo y quisiera ver lo más posible de la vida privada».
Le pareció a Isabel que haría mejor en no mostrar esta carta a su tío, pero le hizo saber su contenido y, como esperaba, él le pidió que escribiese a la señorita Stackpole diciéndole en su nombre que tendría mucho placer en recibirla en Gardencourt. Y añadió:
- Aunque es una mujer de letras, supongo que, siendo también americana, no se le ocurrirá ponerme en la picota, como hizo la otra. Ya habrá visto gente parecida a mí.
- No ha visto a nadie tan delicioso como usted -le contestó Isabel. Mas, a pesar de todo, no estaba tranquila en lo referente a Henrietta y a su instinto narrativo, que constituía el punto negro en el admirable carácter de su interesante amiga y lo que menos le agradaba de ella. Así pues, escribió a la señorita Stackpole diciéndole que sería bienvenida en casa del señor Touchett, y la vivaz joven no tardó en anunciar su pronta llegada. Fue, pues, a Londres y desde allí tomó el tren que debía conducirla a la estación más próxima a Gardencourt, en la que Isabel y su primo Ralph estaban ya esperándola.
Mientras ambos andaban de un lado al otro del andén, aguardando la llegada del tren, Ralph preguntó: -¿Me caerá simpática o tendré que detestarla? A lo que Isabel respondió tranquilamente:
- Pienses lo que pienses, a ella le dará igual. A mi amiga le importa un bledo lo que los hombres puedan pensar de ella.
- Como hombre, me siento inclinado a tenerle antipatía. Debe de ser una especie de monstruo terrible. Seguro que será muy fea…
- No, señor. Es verdaderamente bonita.
- Una mujer entrevistadora… una especie de reporter con faldas. Tengo verdadera curiosidad por verla -concedió Ralph.
- Es fácil reírse de ella; lo que no es tan fácil es ser tan valiente ante la vida como ella lo es.
- Estamos de acuerdo. Los crímenes violentos y los ataques a las personas exigen indudablemente cierto coraje. ¿Crees que tratará de entrevistarme?
- Por nada del mundo. Estoy segura de que no te considerará suficientemente importante para hacerlo.
Pero Ralph contestó:
- Ya lo verás. Seguro que enviará a su periódico una descripción de todos nosotros, metiendo en ella hasta el perro.
- Yo le pediré que no lo haga -dijo Isabel.
- Entonces, ¿la consideras capaz de hacerlo?
- Naturalmente que sí.
- A pesar de creerla capaz, la has hecho tu amiga íntima.
- No la he hecho mi íntima amiga, pero la estimo mucho a pesar de sus defectos.
- Ah, bueno-dijo Ralph-. Entonces me temo que va a desagradarme a pesar de sus méritos.
- Puede que al cabo de tres días estés enamorado de ella. -¡Eso es! Para que publique mis cartas de amor en el Interviewer. ¡Eso nunca! - exclamó el joven.
El tren llegó en aquel instante. La señorita Stackpole bajó rápidamente de su vagón y, como Isabel lo había prometido, demostró que, aun con su aire un poco provinciano, era delicadamente linda. De mediana estatura, era pulcra, un tanto rolliza, con una carita redonda, una boca pequeña, un cutis delicado, un puñado de rizos castaños en la nuca y unos ojos muy abiertos de expresión sorprendida. Lo más notable de su persona era la mirada de extraordinaria fijeza que, haciendo un uso consciente de su derecho, clavaba sin descaro y sin provocación en todo objeto o sujeto que la casualidad le presentaba. Así pues, la fijó en Ralph, quien se quedó un poco sorprendido por el gracioso y simpático aspecto de la señorita Stackpole, que parecía insinuar que no era tan fácil como él se había figurado el no aprobar su manera de ser. Henrietta era un frufrú, un relampagueo de vestiduras frescas color tórtola, y Ralph se dio cuenta al primer golpe de vista de que tenía toda la tiesura, la novedad y la integridad de un primer ejemplar de periódico antes de ser plegado. No había en ella ni una sola errata de imprenta desde la punta del pie hasta el último pelo de la cabeza. Hablaba con una voz clara y aguda, no rica en sonoridades aunque fuerte. Empero, una vez que se hubieron acomodado en el coche del señor Touchett, creyó Ralph observar que no todo en ella estaba compuesto en letra grande, la letra de los atroces «titulares» que había esperado encontrar. Sin embargo, la joven respondió con gran lucidez a las preguntas que le hizo Isabel, y a las cuales él se atrevió a añadir las suyas propias. Luego, en la biblioteca, cuando fue presentada al señor Touchett (ni que decir tiene que la señora Touchett no creyó conveniente aparecer) supo dar todavía mejor la medida de su confianza en sí misma.
- La verdad -dijo de golpe-, me gustaría saber si ustedes se tienen por ingleses o por americanos, pues así " sabría a qué atenerme al hablar con ustedes.
A lo que Ralph contestó amablemente:
- Háblenos como se le antoje, que de todas maneras le quedaremos agradecidos.
Clavó la visitante en él los ojos y algo había en ellos que a Ralph le hizo pensar en anchos y pulidos botones… unos botones que cerraran los elásticos ojales de un recipiente tenso; se le antojó que todos los objetos circundantes se reflejaban en las pupilas de la periodista. No suele considerarse humana la expresión de los botones, pero en la mirada de la señorita Stackpole había algo que a él, hombre harto modesto, le hacía sentirse vagamente azorado… menos invulnerable y más despreciado de lo que hubiese querido. Será bueno ad- vertir que, al cabo de dos o tres días de conocerse, tal impresión fue disminuyendo, si bien no llegó a desvanecerse por completo.
- No creo que se le ocurra tratar de convencerme de que es usted un americano -dijo ella.
- Con tal de agradarle, seré inglés, o acaso turco.
- Sí tan fácil le es cambiar de esa manera, no se prive -replicó ella.
- Tengo la seguridad de que usted lo comprende todo y de que para usted las diferencias de nacionalidad no suponen barreras de ninguna clase.
Después de mirarle atentamente, dijo la señorita Stackpole: -¿Se refiere usted a las lenguas extranjeras?
- Los idiomas no son nada. Me refiero al espíritu… al genio. La corresponsal del Interviewer contestó:
- No estoy segura de entenderle a usted… pero supongo que antes de irme llegaré a comprenderle.
- Es lo que se llama un verdadero cosmopolita -terció Isabel.
- Lo cual quiere decir que tiene un poco de todo y no mucho de nada. A decir verdad, yo creo que el patriotismo es como la caridad… empieza por la patria de uno.
- Pero ¿dónde empieza la patria de uno? -preguntó Ralph.
- Yo no sé dónde empieza, pero sí sé dónde acaba. Para mí, acabó mucho antes de llegar aquí.
El señor Touchett preguntó a su vez con su voz cascada e ingenua: -¿No le gusta a usted esto?
- Le diré, señor. Todavía no he planeado el camino que debo tomar. Me siento bastante entumecida, me he podido dar cuenta de ello durante el viaje de Liverpool a Londres.
- Seguramente iría en un vagón demasiado lleno -sugirió Ralph.
- Sí, pero el caso es que estaba lleno de amigos, un, grupo de americanos a quienes conocí a bordo, gente muy simpática de Little Rock, Arkansas. A pesar de ello me sentía un poco atontada, como si algo me oprimiera, aunque no sabía decir qué era. Desde el principio sentí como si no hubiese de encajar en el ambiente, pero me figuro que será un temor pasajero y no tardaré en formar mi propio ambiente. Ésa es la única manera de poder respirar libremente… Son muy agradables estos alrededores.
- Nosotros también somos un grupo bastante aceptable -dijo Ralph-. Quédese aquí un poco y lo verá.
La señorita Stackpole mostró su buena disposición a esperar y pareció dispuesta a permanecer en Gardencourt algún tiempo. Durante las mañanas se ocupaba en su trabajo literario, pero eso no impedía que Isabel pasara gran parte del día con su amiga, que, una vez terminada su tarea, desaprobaba, incluso desafiaba a la soledad. Isabel halló pronto la ocasión de convencerla de que no describiese en la letra de imprenta los encantos de su común estancia. Fue a la mañana siguiente, cuando vio que ya estaba pergeñando para el Interviewer una crónica, cuyo título escrito con letra clara y perfectamente legible (la misma que nuestra heroína recordaba de sus cuadernos de copia de la escuela) rezaba así: «Americanos y Tudores… Estampas de Gardencourt». Con la mejor buena fe del mundo la señorita Stackpole se ofreció a leer la crónica a Isabel, quien protestó en el acto contra el contenido del trabajo periodístico, diciendo:
- Me parece que no debes hacer eso, que no debes hacer una descripción de este sitio.
La escritora se la quedó mirando fijamente, como era su costumbre, y contestó: -¿Por qué? Esto es precisamente lo que quieren los lectores, y éste es un sitio admirable.
- Demasiado admirable para que lo describan en los periódicos, cosa que mi tío no quiere de ningún modo. -¡Vamos, no lo creas! -exclamó Henrietta-. Siempre dicen lo mismo y, después, están encantados.
- Pues ni mi tío ni mi primo estarán encantados, te lo aseguro; incluso lo considerarían un atentado a su hospitalidad.
La señorita Stackpole no pareció conmoverse. Se limitó a limpiar cuidadosamente su pluma en un elegante artefacto que para ello llevaba y puso aparte el comenzado manuscrito.
- Naturalmente -dijo-, si te opones no lo haré, pero lo siento de veras porque es sacrificar un tema precioso.
- Ya tendrás muchos otros. No han de ser temas lo que te falte. Haremos algunas excursiones, te mostraré algunos paisajes deliciosos.
- La descripción de paisajes no es mi fuerte; en mis escritos ha de prevalecer siempre algo de interés netamente humano. Ya sabes, Isabel, que yo soy y he sido siempre profundamente humana. -Y añadió-: Precisamente iba a sacar a tu primo… el americano desarraigado. Ahora interesa mucho cuanto se diga en los periódicos de los americanos desarraigados, y tu primo es un ejemplar magnífico de ellos. Es una pena no hacerlo, le habría tratado con una severidad que…
Isabel interrumpió para exclamar: -¡Pues se habría muerto del disgusto…! No por tu severidad, sino por la publicidad.
- Lo deploro porque me habría dado mucho gusto matarlo un poquito. Y me habría encantado describir a ‹tu tío, que me parece un tipo mucho más noble… el del ', americano que sigue siendo fiel a su nacionalidad. Es un anciano espléndido. No comprendo qué puede objetar a que yo le rinda en mis crónicas el honor que se merece.
Isabel la miró muy asombrada y se quedó sumamente confusa al ver cómo una persona en la que siempre había hallado tantas cosas dignas de estimación tenía aquellas caídas tan graves en el error.
- Pero, Henrietta, no entiendes lo que significa la intimidad.
Henrietta se ruborizó grandemente y durante un momento sus ojos se humedecieron, mientras Isabel la encontraba más inconsecuente que nunca. La señorita Stackpole contestó muy dignamente:
- Isabel, eres muy injusta conmigo, porque yo no he escrito nunca una sola palabra sobre mí misma.
- Me consta, Henrietta; pero me parece que una debe ser también pudorosa para con los demás. -¡Ah! Ahí esta frase está muy bien -exclamó la periodista, tomando de nuevo su pluma-. Voy a anotarla para poder utilizarla en otra ocasión. -Era, como se ve, una mujer de excelente carácter, y una hora más tarde estaba de nuevo del buen humor que podía esperarse de una periodista necesitada de temas. Así, dijo a Isabel-: Pero yo les he prometido hacer crónicas de la vida social; ¿cómo quieres que las haga si no tengo la menor idea? Si no me es posible describir este sitio, ¿qué otros conoces que pueda describir?
Isabel le prometió que pensaría en ello y, al día siguiente, mientras charlaban juntas, mencionó como al azar su visita a la vieja casa de lord Warburton. En el acto, la señorita Stackpole exclamó:
- Allí es donde debes llevarme… ése es el sitio que me conviene. Así podré echarle de cerca un vistazo a la aristocracia del país.
- Yo no puedo llevarte allá -dijo Isabel-; pero lord Warburton va a venir pronto y entonces tendrás ocasión de verlo y observarlo. Ahora, que si te propones reproducir su conversación, no tendré más remedio que ponerle a él sobre aviso. -¡Por Dios, no lo hagas! -exclamó su amiga-. Yo quiero que se comporte y hable naturalmente.
A lo que Isabel contestó declarando:
- Un inglés no es nunca tan natural como cuando se calla.
Al cabo de tres días no era evidente, como ella profetizara, que su primo hubiese perdido todavía la cabeza por la señorita Stackpole, a pesar de haber pasado mucho tiempo con ella. Pasearon juntos por el parque, se sentaron bajo los árboles y, por las tardes, cuando el bogar en las tranquilas aguas del Támesis era una verdadera delicia, Henrietta ocupó un lugar en la lancha en la que antes Ralph sólo tenía una compañera. Su presencia probó que, en cierto sentido, su espíritu era menos irreductible a los placeres suaves de lo que Ralph esperaba, pues éste había caído en el error muy natural de considerar más alegre el carácter de su prima. El hecho es que la corresponsal del Interviewer le hacía reír, y él tenía ya decidido largo tiempo atrás que el crescendo en el regocijo sería el solaz de sus años declinantes. Por su parte, Henrietta no confirmó la predicción que respecto a ella hiciera su amiga Isabel al referirse a su indiferencia por la opinión masculina, pues el pobre Ralph le parecía a Henrietta un importante problema que era cuestión de amor propio tratar de resolver.
La noche misma de su llegada había ella preguntado a Isabel: -¿Qué hace para vivir? ¿Se pasa todo el día de un lado para otro con las manos en los bolsillos?
A lo que Isabel contestó sonriendo:
- No hace nada, Es un caballero con abundantes recursos.
- Bueno, pues me parece sencillamente vergonzoso cuando pienso que yo he de trabajar como un carretero -replicó la señorita Stackpole-. Me gustaría poder sacudirle un poco.
Isabel se apresuró a contestar:
- El pobre está muy mal de salud. No puede trabajar. -¡Bah! No creas semejante cosa. -Y añadió-: Yo trabajo incluso cuando estoy enferma.
Luego, cuando se embarcó en el bote para la excursión por el río, dijo a Ralph que se figuraba que él la detestaba y le preguntó si trataría de ahogarla.
A lo que él contestó riendo: -¡Oh, no! Nada de eso, yo les reservo a mis víctimas una tortura mucho más lenta. Y usted puede ser una víctima muy interesante.
- Bueno, puedo decir que en verdad me tortura, pero yo desbarato todos sus prejuicios, y eso es ya un consuelo. -¿Prejuicios, yo? No tengo absolutamente ninguno. En eso padezco de una verdadera indigencia intelectual.
- Pues peor para usted. Yo tengo algunos verdaderamente deliciosos. Por lo pronto, le desbarato a usted, su flirteo, o como quiera llamarlo, con su prima; pero no me importa el hacerlo porque creo que le hago un gran favor sacándole a usted de su reserva. Así verá ella lo endeble que es usted. -¡Oh, sí! -exclamó Ralph-. Sáqueme de mi reserva. Muy poca gente se tomaría esa molestia…
En tal empeño la señorita Stackpole no escatimó ningún esfuerzo, echando mano, cada vez que se le presentaba la ocasión, del recurso de las preguntas. Al día siguiente hizo mal tiempo y, por la tarde, el joven, para procurarle un entretenimiento interesante en la casa, se brindó a mostrarle la galería de pinturas. Henrietta vagó con él por la larga galería mientras Ralph iba mostrándole los cuadros principales y mencionando sus temas y autores. La señorita Stackpole contemplaba las pinturas en silencio, sin proferir comentario alguno y procurando a Ralph la satisfacción de ver que no prorrumpía en ninguna de aquellas exclama- ciones formularias de deleite de que tan pródigos solían ser los visitantes de Gardencourt. Hay que reconocer que la joven era muy poco aficionada a los términos consagrados; en su tono había algo serio e inventivo que, a veces, en los momentos de obligada deliberación, la hacía aparecer como una persona de gran cultura que estuviera hablando un idioma extranjero. Ralph Touchett se enteró después de que, en un tiempo, se había encargado de la crítica de arte de un diario del Nuevo Mundo, a pesar de lo cual parecía no llevar en el bolsillo ninguna de esas moneditas de la admiración corriente. De pronto, después de que Ralph le señalara un precioso cuadro de Constable, se volvió a él y, mirándole como si fuese un cuadro, preguntó: -¿Pasa siempre así el tiempo?
- Muy contadas veces lo paso tan agradablemente.
- Bueno, ya sabe lo que quiero decir… sin ocupación fija. A lo que Ralph contestó: -¡Oh! Soy el más vago de los mortales.
La señorita Stackpole volvió a contemplar el cuadro de Constable y él le indicó que se fijase en un pequeño Lancret que estaba cerca y que representaba a un caballero vestido de rojo jubón, calzas y gorguera, apoyado en el pedestal de una estatua que representaba a una ninfa en un jardín, y tocando la guitarra para deleitar a dos damas que estaban sentadas en la hierba. Señalándolo, dijo:
- Ése es mi ideal de una ocupación fija.
La señorita Stackpole se volvió de nuevo hacía él y, aunque había posado los ojos en el cuadro, él se dio cuenta de que la escritora no se había percatado del tema y seguía pensando en algo mucho más serio.
- No comprendo cómo no le remuerde la conciencia -dijo ella.
- Mi querida señora, es el caso que yo no tengo conciencia.
- Bien, pues me permito aconsejarle que cultive una. La próxima vez que vaya a América le hará seguramente falta.
- Es muy probable que no vaya allí nunca más. -¿Le da vergüenza que lo vean?
Ralph, después de pensarlo un momento, dijo con una suave sonrisa:
- Me imagino que, si uno no tiene conciencia, no tiene tampoco vergüenza.
- De lo que no hay duda es de que tiene usted gran aplomo -declaró Henrietta-. ¿Le parece bien abandonar a su país? -¡Ah! Por lo que a eso toca, uno no abandona a su país como tampoco abandona a su abuela. El uno y la otra son anteriores a toda posible elección… elementos de la esencia de uno mismo que no se pueden eliminar.
- Me imagino que eso significa que usted lo ha intentado y ha sido derrotado. ¿En qué concepto le tiene la gente de aquí?
- Todos me adoran.
- Debe de ser porque usted los embauca. Y Ralph, suspirando, replicó: -¡Ah! Atribúyalo mejor a mi natural encanto.
- No sé nada acerca de su natural encanto -dijo Henrietta-. El encanto que pueda tener es completamente artificial, totalmente adquirido… o cuando menos, ha procurado adquirirlo viviendo en este lugar. Y, la verdad, no creo que lo haya logrado. Por lo menos, es un encanto que yo no sé apreciar. Procure hacerse útil de algún modo y volveremos a hablar del asunto.
- Bueno; dígame lo que debo hacer -le pidió Ralph.
- Por lo pronto y para comenzar, volver a su país.
- Comprendido. ¿Y después?
- Lanzarse de lleno a cualquier cosa.
- Conformes. Pero ¿qué cosa?
- Con tal de que se lo tome en serio, cualquier cosa. Cualquier idea nueva, una gran obra. -¿Y es muy difícil lanzarse de lleno?
- Si se pone todo el corazón en ello, no. -¡Ah, mi corazón! -dijo Ralph-. Si todo ha de depender de mi corazón… -¿Es que no tiene corazón?
- Hasta hace pocos días lo tenía, pero desde entonces lo he perdido.
- No es usted serio -le reprochó la señorita Stackpole-, eso es lo que le ocurre.
Pero al cabo de un par de días, centró de nuevo su atención en él, asignando una nueva causa a su misteriosa perversidad.
- Ya sé lo que le ocurre: que se cree demasiado bueno para casarse -afirmó. Ralph contestó tranquilamente:
- Así lo creí hasta que la conocí a usted, señorita Stackpole. Pero desde entonces, he cambiado de idea. -¡Bah! -refunfuñó Henrietta. Pero Ralph prosiguió:
- Me parecía que yo no era bastante bueno.
- El matrimonio lo hará mejor. Además, es su obligación. El joven exclamó:
- ¡Ah, mi obligación! ¡Tiene uno tantas obligaciones! ¿También eso es una obligación?
- Naturalmente que lo es… ¿no lo sabía usted? Todos tienen el deber de casarse.
Ralph se quedó callado un momento, decepcionado. Algo en la señorita Stackpole había comenzado a gustarle. Le parecía que, si no era una mujer encantadora, cuando menos era un «caso». Le faltaba ciertamente distinción, pero, según dijo Isabel, poseía un gran valor.
Se había metido en las jaulas, había hecho restallar los látigos y había acabado siendo una domadora de leones. No la suponía capaz de emplear tretas vulgares, pero las últimas palabras le habían sonado a nota falsa: cuando una joven casadera acucia a casarse a un joven que no piensa en tal cosa, la explicación más clara es que no obra de manera altruista. -¡Ah! Sobre eso hay mucho que decir -replicó Ralph.
- Puede que lo haya, pero lo principal es eso. Debo confesar que me parece cosa de privilegiados eso de, andar completamente solo en la vida como si creyera que no hay mujer digna de usted. ¿Acaso se cree usted mejor que nadie en el mundo? En América, lo corriente es casarse.
- Si esa es mi obligación, ¿no será, por analogía, también la suya? -preguntó Ralph.
La señorita Stackpole mantuvo muy abiertos los ojos, en los que se reflejaba el sol, y dijo: -¿Tiene usted la vana esperanza de encontrar algún fallo en mi razonamiento? ¿Qué duda cabe de que yo tengo el mismo derecho que cualquier otra a casarme?
- Pues entonces, no diré que me molesta el verla soltera, sino que, por lo contrario, me encanta.
- Todavía no es usted serio. Ni lo será nunca.
- No creerá usted eso el día que le confiese que deseo abandonar mi costumbre de ir solito por la vida…
La señorita Stackpole se quedó mirándole un instante de una manera que parecía anunciar una respuesta a la que técnicamente pudiera llamarse alentadora. Pero, contra lo que Ralph esperaba y con gran sorpresa suya, la aguardada expresión se trocó en una apariencia de alarma, incluso de enojo. Ella contestó secamente:
- Ni aun entonces. -Y se marchó.
Por la noche, Ralph le dijo a su prima:
- Todavía no he concebido amor por tu amiga, y eso que esta mañana hemos estado hablando un buen rato del asunto.
- Y no sólo hablasteis sino que tú dijiste algo que a ella no le agradó. Ralph se quedó asombrado.
- Cómo, ¿se ha quejado de mí?
- Me ha dicho que cree que hay algo excesivamente superior en el tono de los europeos al dirigirse a las mujeres. -¿Me llama ella europeo?
- Uno de los peores. Me ha contado que le dijiste una cosa que un americano no habría sido capaz de decir. Pero no quiso repetírmelo.
Ralph soltó una gran carcajada. Luego dijo:
- Es una persona muy contradictoria. ¿Creyó acaso que la estaba cortejando?
- No. Me figuro que incluso los americanos hacen eso. Pero al parecer se imaginó que tú entendiste mal algo que ella dijo y lo interpretaste a tu gusto.
- Se me antojó que me estaba haciendo una propuesta de matrimonio y la acepté. ¿Había algo malo en ello?
Isabel sonrió y dijo quedamente:
- Para mí, sí. Yo no quiero que te cases.
- ¿Qué quieres que haga uno metido todo el santo día entre vosotras, querida primita? - preguntó Ralph-. La señorita Stackpole me dice que mi deber es casarme, y que el suyo es, en términos generales, velar por que yo cumpla con él.
A lo que Isabel contestó seriamente:
- Henrietta tiene un hondo sentido del deber. El deber inspira todo cuanto dice. Por eso es por lo que la quiero tanto. Ella piensa que es indigno de ti guardar tantas cosas para ti solo. Eso es lo que quería decir. De j modo que, si te figurabas que estaba tratando de engatusarte… te equivocaste de medio a medio.
- Sin duda era un modo bien extraño de conseguirlo, pero se me antojó que estaba tratando de pescarme. Perdona mi perversidad, primita.
- Eres demasiado presuntuoso. Ni por un instante acarició ella miras interesadas, ni supuso que tú se las atribuirías.
- Verdaderamente, tiene uno que ser muy modesto para hablar con esa clase de mujeres -dijo Ralph con toda humildad-. Lo cierto es que es un tipo bien extraño. Demasiado personal… si se considera que ella espera que los demás no lo sean. Es de las que entran en la casa sin llamar a la puerta.
- Cierto -dijo Isabel-. No se presta a reconocer de buen grado la existencia de los picaportes, a los que estoy segura que considera simples adornos pretenciosos. Piensa que la puerta de la gente debe estar siempre abierta de par en par. Eso no quita para que yo siga queriéndola.
- Pues yo sigo creyendo que se toma demasiadas confianzas -replicó Ralph que, naturalmente, se sentía algo molesto ante la idea de haberse engañado doblemente respecto a la amiga de su prima.
Isabel contestó:
- Yo, la verdad, creo que la quiero precisamente porque es más bien algo vulgar.
- Ese razonamiento tuyo la halagará sin duda alguna.
- Pero si yo tuviese que decírselo no lo expresaría de este modo. Le diría que es porque hay en ella algo de pueblo.
- Por lo que hace a eso, ¿qué sabes tú de pueblos y qué sabe ella?
- Ella, por lo pronto, mucho; y yo sé lo bastante para darme cuenta de que ella es como una emanación de la gran democracia… del continente, del país, de la nación entera. No es que yo quiera decir con esto que ella lo resume todo en sí, sería demasiado pedir… pero el caso es que lo sugiere, que lo representa con gran realismo.
- Así que la quieres tanto por una razón de patriotismo. En cambio, yo tengo el presentimiento que es precisamente por eso por lo que le pongo reparos.
Isabel exhaló un hondo y alegre suspiro y dijo: -¡Ah! ¡Hay tantas cosas que me gustan y que quiero! Basta que una cosa me impresione con cierta intensidad para que yo la acepte enseguida. No es que pretenda presumir de ello, pero intuyo que soy más bien versátil. Me gusta que la gente sea distinta de Henrietta, como, por ejemplo, las señoritas Molyneux, las hermanas de lord Warburton. Cuanto más las contemplo, más me parece que encarnan un verdadero tipo de ideal. Sin embargo, en cuanto veo a Henrietta, quedo en el acto convencida por ella no tanto por lo que ella es, sino por lo que detrás de ella se amontona.
- Entonces, te refieres a su lado oculto -sugirió su primo.
- Ella tiene razón -dijo Isabel-, nunca llegarás a ser una persona seria. Yo adoro aquel gran país que se extiende a través de las praderas y más allá de los ríos, floreciendo, sonriendo y dilatándose hasta verterse en el Pacífico… Y Henrietta, no me eches en cara la comparación, ha recogido en los pliegues de su ropa todo el aroma de aquel país.
Isabel se ruborizó un poco al terminar su parrafada, y aquel rubor, junto con el ardor pasajero que había puesto en sus palabras, le sentaron tan admirablemente que Ralph permaneció contemplándola un rato en silencio y sonriendo. Por fin dijo:
- No tengo la seguridad de que el Pacífico sea tan grande como tú lo pintas, pero no cabe duda de que eres una mujer de gran imaginación. En cambio, Henrietta huele tanto a futuro que casi le tumba a uno de espaldas.