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ОглавлениеIsabel Archer era una muchacha de imaginación sumamente viva, que profesaba múltiples teorías. Por suerte, poseía una inteligencia muy superior a la de la mayoría de la gente entre la que le cupo nacer, percibía con mayor amplitud la naturaleza de los hechos y realidades que la circundaban y, sobre todo, sentía una mayor preocupación por adquirir conocimientos de las cosas poco corrientes. De tal modo, que sus contemporáneos la consi- deraban una joven de gran profundidad, pues esas nobles gentes nunca escatimaban su admiración por la riqueza intelectual que ellos nunca cultivaban, y hablaban de Isabel como si fuera un prodigio de cultura, que además había leído a los clásicos… traducidos.
Su tía paterna, la señora Varian, hizo correr un día la voz de que su sobrina estaba escribiendo un libro… pues ella, que sentía una gran veneración por los libros, estaba convencida de que la muchacha llegaría a distinguirse notablemente como escritora. La señora Varian tenía un alto concepto de la literatura, a la que apreciaba con la estimación que acompaña a un sentimiento de privación. Su gran casa, notable por su conjunto de mesas de mosaico y techos decorados, carecía de biblioteca, y en calidad de volúmenes impresos no contenía nada más que media docena de novelas en rústica en la habitación de una de las señoritas Varian. En realidad, la relación de la señora Varian con la literatura se reducía a su lectura del The New York Interviewer, pues, como ella decía, y no sin razón, una vez que se ha leído el Interviewer se ha perdido la fe en la cultura. De tal suerte, procuraba guardar tal publicación fuera del alcance de sus hijas, pues estaba decidida a educarlas convenientemente y, así, no leían absolutamente nada. Su impresión acerca de los trabajos de Isabel no pasaba de ser pura fantasía, ya que la muchacha no había intentado jamás escribir un libro y no aspiraba en absoluto a ceñirse los laureles de gloria del autor. Ella carecía sin duda de ca- pacidad para expresarse, y no creía ser un genio, pero pensaba que estaban en lo cierto quienes la trataban como si fuera realmente superior a ellos. Lo fuera o no, quienes la admiraban por creerla superior estaban en su perfecto derecho. Por su parte, a ella se le antojaba que su inteligencia era más rápida que la de los demás, y eso le producía una impaciencia que podía confundirse con un sentimiento de superioridad. Así pues, puede afirmarse que Isabel pecaba, seguramente, de excesiva estimación por sí misma; se complacía con frecuencia en contemplar su propia manera de ser y solía dar por sentado, a pesar de la falta de pruebas, que tenía razón, lo que la inducía a tributarse a sí misma el homenaje de la propia admiración. No obstante, sus errores y decepciones eran de la índole de esos que todo biógrafo interesado en preservar la dignidad del sujeto biografiado debe guardarse de especificar. Sus ideas eran un embrollo de vagos sistemas que no había corregido el buen juicio de personas bien informadas. En cuestión de opiniones seguía su propio impulso, lo que la había conducido ya por mil ridículos extravíos, zigzags y vericuetos. A veces descubría ella sola que estaba grotescamente equivocada y, entonces, pasaba toda una semana dedicada a humillarse apasionadamente, después de lo cual reaparecía con la cabeza más erguida que nunca, pues… no había nada que hacer… la joven sentía un insuperable deseo de tener buena opinión de sí misma. Profesaba la teoría de que únicamente así valía la pena vivir, que una debía figurar entre las mejores, tener conciencia de una buena organización (no le era posible pensar que su organización no fuera la mejor del mundo), moverse siempre dentro de un haz luminoso de sabiduría natural, de impulso feliz, de inspiración graciosamente perenne. Le parecía casi tan innecesario e inexcusable dudar de sí misma como dudar del mejor de los amigos, pues cada uno debería tratar de ser su propio amigo y, de tal suerte, proporcionarse a sí mismo la mejor compañía.
Sin duda alguna, la muchacha poseía cierta nobleza de imaginación que le otorgaba no pocos favores, pero que también le jugaba no pocas malas pasadas. La mitad del tiempo lo pasaba pensando en la belleza, el valor y la magnanimidad, y estaba resuelta a contemplar el mundo como un lugar de brillantez, de libre expansión, de acción irresistible, concluyendo por consiguiente que nada había tan detestable como el sentir miedo o vergüenza. Tenía una confianza ilimitada en que nunca haría nada que estuviera mal hecho. Cuando alguna vez había descubierto sus propios sentimientos equivocados (descubrimiento que la hacía temblar como si hubiese logrado zafarse de una trampa donde habría podido quedar atrapada y ahogada) se había enojado tanto que la simple posibilidad de causar semejante dolor a otra persona, aunque sólo fuera accidentalmente, la hacía quedarse sin aliento, porque eso se le antojó siempre lo peor que pudiera acontecerle. En conjunto, cuando reflexionaba detenidamente, no experimentaba titubeo ni incertidumbre alguna acerca de lo que estaba mal. No le gustaba la apariencia de las cosas que no estaban bien y, cuando las miraba con atención, las reconocía en el acto. Le parecía mal ser mezquino, celoso, falso, cruel. No había visto gran cosa de las maldades del mundo, pero si algunas mujeres que mentían y trataban de hacerse daño recíprocamente. Y el verlo irritaba de tal modo a su espíritu elevado, que le parecía indecoroso no denigrarlas. Por supuesto, el peligro que acecha al espíritu elevado, es el de ser incongruente… de seguir con la bandera izada, sin querer arriarla ni aun después de haberse rendido la plaza, un proceder tan avieso que casi resultaba un deshonor para la misma bandera. Mas Isabel, poco familiarizada con la clase de artillería a que suelen estar expuestas las jóvenes, se vanagloriaba haciéndose la ilusión de que nunca tales contradicciones estarían presentes en su conducta. Su vida iba a estar siempre en armonía con las impresiones más gratas que ella produciría; ella sería lo que aparentaba y aparentaría lo que era. A veces llegaba hasta el extremo de desear encontrarse algún día en una situación difícil a fin de poder estar a la altura de las circunstancias mostrándose tan heroica como lo exigiera la ocasión. De tal suerte, habida cuenta de su escasa sabiduría, sus exaltados ideales, su confianza a un tiempo inocente y dogmática, su mezcla de curiosidad y exigencia, de indiferencia y vivacidad, su anhelo de parecer estimable y de ser mejor aún si cabía, su decisión de ver, de probar, de conocerlo todo, su combinación de espíritu delicado, vivo y poco metódico y de criatura vehemente y de condición elevada, Isabel podría ser víctima de una crítica científica por parte del lector, si no fuera destinada a suscitar en él un impulso más condescendiente, más expectante y benévolo.
Una de las teorías predilectas de Isabel Archer era la de que tenía suerte al ser independiente, y que debía hacer un uso inteligente de ese estado, al cual no llamó jamás estado de soledad ni mucho menos de aislamiento ya que tales descripciones se le antojaban poco convincentes y podían ser remediadas con sólo hacerle caso a su hermana Lily, quien le suplicaba de continuo que fuese a verla y a vivir con ella. Tenía Isabel una amiga a la que había conocido poco antes de la muerte de su propio padre y a la que consideraba siempre un verdadero modelo por el ejemplo de actividad útil que con su vida ofrecía. Henrietta Stackpole, que así se llamaba la amiga, gozaba de la ventaja de poseer una habilidad definida.
Se había lanzado de lleno al periodismo, y sus crónicas al Interviewer desde Washington, desde Newport, desde las White Mountains y otros lugares le dieron un prestigio universal. Calificaba Isabel tales crónicas de «efimeras», lo cual no obstaba para que experimentase la más alta estimación por el valor, la energía y el buen humor de aquella escritora que, sin influencias, medios de fortuna ni parientes, había adoptado a tres hijos de su hermana enferma y viuda, y con el producto de sus trabajos literarios les pagaba la educación en los colegios a que asistían. Henrietta se hallaba de lleno en la vía del progreso y tenía opiniones tajantes acerca de la mayor parte de los asuntos. Desde hacía tiempo albergaba el gran anhelo de poder embarcarse para Europa y enviar una serie de crónicas al Interviewer desde un punto de vista avanzado… empeño tanto más fácil para ella cuanto que conocía perfectamente de antemano cuáles serían sus opiniones y las innumerables críticas que suscitaban la mayor parte de las instituciones europeas. De modo que, al enterarse de que Isabel partía para Europa, ella quiso zarpar también para el Viejo Mundo, pensando que sería una verdadera delicia el poder hacer juntas el viaje; pero hubo de postergar la realización de su proyecto. La escritora consideraba a Isabel un ser extraordinario y había hablado encubiertamente de ella en algunas de sus crónicas, aunque había tenido siempre buen cuidado de no decírselo a su amiga, a quien no le habría agradado y que no era lectora asidua del Interviewer. Para Isabel, Henrietta era la prueba fehaciente de que una mujer podía bastarse a sí misma y ser com- pletamente feliz. Sus recursos eran corrientes, pero, como la misma Henrietta solía decir, aunque una no tuviera talento periodístico ni el genio de adivinar lo que el público iba a desear, no por eso debía conformarse, creer que carecía de vocación y de aptitudes provechosas, y resignarse a ser frívola y vacía. Por su parte, Isabel estaba. firmemente decidida a no ser vacía ni frívola. Todo era cuestión de esperar, con la seguridad de que, si una sabía hacerlo con la paciencia conveniente, acabaría por hallar al alcance de la mano la tarea satisfactoria. Ni qué decir tiene que, entre las varias teorías de la joven, figuraba una " surtida colección de ideas sobre el tema del matrimonio. La primera era su convencimiento de la vulgaridad que entrañaba el pensar demasiado en ello. Anhelaba con fervor el verse liberada de pensar con vehemencia en tal cosa, y sostenía que una mujer debe poder vivir por sí y para sí, libre de toda insustancialidad, y que era del todo posible ser feliz sin la obligada compañía de una persona del otro sexo, de mentalidad más o menos tosca. Tales aspiraciones se realizaron totalmente. Había en ella algo realmente puro y orgulloso… -algo que un desdeñado. pretendiente con proclividades analíticas habría calificado de seco y duro…- que hasta ahora la había mantenido; desinteresada de cualquier vana conjetura sobre el tema de los posibles maridos. De los hombres que veía, muy pocos le parecían merecedores de un gasto de tiempo, y le hacía reír el hecho de que alguno de ellos se presentase a sí mismo como un incentivo para la esperanza y una recompensa a la paciencia. En lo más profundo de su alma se arraigaba la creencia de que, si una luz determinada alboreaba en su vida, ella se entregaría por entero a ella. Sin embargo, tomada en conjunto, tal imagen era demasiado imponente para ser atractiva. Los pensamientos de Isabel revoloteaban en torno a esta idea, si bien no se posaban nunca por mucho tiempo en ella; y cada vez que lo hacía, acababa por producirle alarma. A menudo le parecía que se preocupaba demasiado de sí misma; y a tal extremo era así que, en cualquier momento de cualquier época del año, para verla enrojecer hasta la raíz del cabello hubiera bastado con llamarla egoísta empedernida. Pasaba la vida haciendo planes para su perfeccionamiento espiritual y observando sus progresos. Con todo y con su engreimiento, su manera de ser poseía cierta cualidad de jardín, de la que se desprendía una sugerencia de perfume y de ramaje rumoroso, de umbrosas glorietas y pers- pectivas lejanas que le hacían pensar que, al fin y al cabo, la introspección venía a ser como un ejercicio al aire libre y que la visita a los lugares más recónditos del alma resultaba inofensiva si se tenía la suerte de regresar de ellos con las manos llenas de rosas. Pero con frecuencia se veía obligada a recordar que en el mundo existían otros jardines además del de su alma maravillosa, y que existían muchos otros lugares que, lejos de ser jardines, no eran sino terrenos pantanosos y pestilentes en los que crecía y se desarrollaba una tupida vegetación de miseria y fealdad. En el caudal de esa provechosa curiosidad en que su espíritu había estado flotando y que la había llevado hasta la hermosa y vieja Inglaterra y pudiera tal vez conducirla mucho más allá, le ocurría con frecuencia contener el paladeo de su felicidad pensando en los miles de personas que eran menos dichosas que ella… una idea que de pronto hacía que su madura introspección pareciera inmodesta. Así, ¿qué podría una hacer para paliar las desgracias del mundo cuando estaba absorbida por el proyecto de lograr lo agradable para sí misma? Sin embargo, hay que rendir culto a la verdad confesando que semejante preocupación nunca la embargó en demasía ni durante mucho tiempo. Era todavía demasiado joven, experimentaba un ansia incontenible de vivir y desconocía casi por completo el dolor. Y se aferraba cada vez más a su teoría de que una joven, a la que todos sin excepción consideraban inteligente, debía comenzar por adquirir una impresión general de la vida. Semejante impresión le parecía necesaria a fin de evitar errores y, una vez lograda, podría dedicar especial atención a considerar la triste condición de los demás.
Inglaterra fue una verdadera revelación para ella, y, al verse allí, se dio cuenta de que estaba tan entretenida como un chico ante una pantomima. En sus infantiles excursiones a Europa no había visto sino el continente, y ello sólo a través de las ventanas de su cuarto de niña. En tales viajes, la Meca de su padre había sido siempre París y no Londres y, como es natural, las niñas no habían tenido acceso a lo que a él le interesaba en la capital francesa. Además, las imágenes que le quedaban de semejante época se habían hecho débiles y remotas, y así esa extraña cualidad de Viejo Mundo que impregnaba todo cuanto veía tenía para ella el encanto de algo desconocido y misterioso. La casa de su tío le parecía una pintura hecha realidad. No se le escapaba refinamiento alguno de cuanto era agradable; de modo que aquella rica perfección de la mansión de Gardencourt no sólo le revelaba todo un mundo ignorado sino que venía a satisfacerle una verdadera necesidad. Las amplias habitaciones de techos oscuros y rincones sombríos, los gruesos alféizares y curiosos marcos de las ventanas, la suave penumbra, los zócalos brillantes, la verde vegetación del jardín, que parecía asomarse al interior, el orden riguroso de lo puramente privado en medio de la «propiedad» - lugar en que todo sonido venía a ser como un feliz accidente, donde hasta la pisada más leve parecía amortiguada por la tierra misma, y cuyo aire suave eliminaba toda fricción y estridencia en la conversación-, todo ello era muy del gusto de la joven, y nada ejercía tanta influencia sobre sus emociones como su gusto. Así, nada de extraño tiene que se hiciera gran amiga de su tío y fuera a sentarse en compañía de él cuando le llevaban su sillón al césped. Allí se pasaba él las horas muertas al aire libre, sentado y con las manos cruzadas como un amable y buen dios doméstico, un dios servicial que hubiese realizado su tarea, recibido su remuneración y quisiera tan sólo ir consumiendo semanas y meses hechos de días festivos. Isabel le entretenía mucho más de lo que ella se figuraba… pues el efecto que solía producir en la gente era casi siempre muy distinto del que suponía… y a menudo se daba él el gustoso placer de hacerla charlar. Con ese vocablo solía él calificar la conversación de su sobrina, conversación que tenía la misma cualidad incisiva de la de las jóvenes norteamericanas, a las que suele hacérseles más caso que a sus hermanas de los otros países. Con Isabel se había hecho lo mismo que con la mayoría de las muchachas en Norteamérica, alentarla a expresar su pensamiento; se habían tomado en consideración sus observaciones, se había esperado de ella que experimentase emociones y tuviera opiniones propias. No hay duda de que muchas de sus opiniones carecían de verdadero valor, de que muchas de sus emociones se diluían al exteriorizarlas, pero, aun así, habían influido en ella acostumbrándola, por lo menos, a aparentar que sentía y pensaba, habían dotado a sus palabras, cuando algo la conmovía, de esa presteza y vivacidad que muchos habían considerado señal indiscutible de superioridad.
El señor Touchett pensaba a veces que le recordaba a su esposa cuando frisaba en los veinte años, pues precisamente fue por ser ella fresca y natural, de rápida comprensión y de palabra fácil -cualidades que en su sobrina se acusaban igualmente- por lo que en aquel entonces se enamoró él de la señora Touchett. Sin embargo, jamás se aventuró a comunicarle a la joven tal analogía, ya que, si la señora Touchett tuvo una época en que se pareció a su sobrina, Isabel no se parecía en nada a la señora Touchett.
El anciano era todo bondad con la joven. Como el declaraba, hacía ya mucho tiempo que no se había sentido en la casa el aleteo de una vida joven; y, de tal modo, nuestra heroína, siempre activa y bulliciosa, de bien timbrada voz, le resultaba tan grata a sus sentidos como el murmullo del agua que corre. Estaba deseoso de hacer algo por ella y quería que ella se lo pidiera, pero ella no pedía nada y se limitaba a hacer preguntas, si bien en cantidad considerable. Su tío tenía siempre respuestas para todo, aunque, a decir verdad, algunas veces la insistencia de Isabel le desconcertaba. Ella no se cansaba de preguntarle acerca de Inglaterra, de la Constitución inglesa, del carácter británico, de la situación política, de las maneras y costumbres de la familia real, de las particularidades de la aristocracia, del modo de vivir y pensar de sus vecinos; y, al solicitar que la informase acerca de tales cuestiones, inquiría si los datos que le proporcionaba coincidían con lo descrito en los libros. Antes de responderle, el anciano la miraba siempre con su fina sonrisa, al tiempo que extendía sobre sus piernas la suave manta de la que nunca se separaba. -¿Los libros? -dijo en cierta ocasión-. La verdad, yo sé poco de libros, para eso tienes que preguntarle a Ralph. Yo me he guiado siempre por mí mismo.., me he procurado mis datos en la forma natural. No hago nunca demasiadas preguntas; callo y escucho. Desde luego, he tenido buenas oportunidades… mejores que las que pueda tener una joven, naturalmente. Aunque no te darías cuenta de ello por mucho que llegaras a observarme, tengo un temperamento sumamente curioso e inquisitivo. Y, por mucho que me observes, mucho más te observaré yo a ti. Durante más de treinta años he estado observando a la gente y no tengo reparo en asegurar que he adquirido acerca de ella un conocimiento insuperable. En conjunto, éste es un país verdaderamente admirable, acaso mucho más de lo que solemos considerarlo en el otro lado. Claro que es susceptible de muchas mejoras que me agradaría ver adoptadas, pero aquí no parece considerarlas necesarias. Sin embargo, cuando hay alguna necesidad que todos sienten, se las arreglan para satisfacerla, pero lo cierto es que hasta que lo logran, parece que la espera les resulta cómoda. Por mi parte, he de confesar que me siento mucho más a gusto entre ellos de lo que al principio me figuré. Tal vez se deba esto a que he tenido bastante éxito en mis negocios, pues, cuando se tiene éxito uno se siente más a gusto y como en su propio país. -¿Cree usted que, si yo tuviera también éxito, me sentiría como en mi país? -preguntó Isabel.
- Lo creo muy probable, y, por lo demás, estoy seguro de que tendrás éxito. Aquí gustan mucho las jóvenes americanas, se muestran muy amables con ellas. Pero no te sientas demasiado como en casa, no lo olvides.
- ¡Oh! No estoy muy segura de que ello pueda satisfacerme -recalcó Isabel con sensatez-. Me gusta mucho el país, pero no estoy segura de que la gente me llegue a gustar.
- Aquí la gente es buena, sobre todo si le gustas.
- No dudo de que lo sea -replicó Isabel-, pero, ¿saben ser agradables en sociedad? Ya sé de sobra que no me van a robar ni a pegar, pero ¿se mostrarán agradables? Esto es lo que me gusta que la gente haga, y no dudo en decirlo porque sé apreciarlo siempre. No creo que sean aquí muy amables con las muchachas, por lo menos en las novelas no lo son.
- No entiendo absolutamente nada de novelas -dijo el señor Touchett-. Creo que están escritas con gran habilidad, pero me figuro que no son del todo exactas. Una vez estuvo pasando una temporada con nosotros una señora que escribía novelas. Era amiga de Ralph y él la invitó a venir. Era una mujer muy positiva en todo y para todo, pero no podía uno fiarse de ella en lo tocante a reflejar la realidad. Me imagino que tenía demasiada imaginación. Poco después publicó una obra en la que pretendía haber hecho el retrato -más bien caricatura, podría decirse- de mi pobre persona. Yo no lo leí, pero Ralph me entregó el libro con los pasajes más importantes subrayados por él. Éstos constituían un intento de reflejar mi conversación, y todo eran cosas americanas, acento nasal, ideas yanquis, estrellas y barras. Te aseguro que no era nada exacto; por lo visto no se había molestado en escucharme bien. Yo no tenía nada que oponer a que ella describiese mi conversación, si ése era su gusto, pero no podía agradarme que no se hubiese molestado siquiera en escucharla. Que hablo como un americano, es indudable; naturalmente, no puedo hablar como un hotentote. De todas maneras, cuando hablo, me hago entender perfectamente por todo el mundo. Pero yo no hablo como el caballero anciano de la novela de esa escritora, el cual ni pasa por americano ni lo querríamos allá a ningún precio. Traigo este hecho a colación para que veas lo poco fidedignos que son esos libros. Por lo demás, como yo no tengo hijas y mi mujer vive en Flo- rencia, no he tenido muchas ocasiones de fijarme en las muchachas. Parece ser que a veces a las chicas de la clase baja no se las trataba muy bien, pero creo que en la clase alta ya se las trata mejor, y lo mismo, en cierto modo, en la clase media. -¡Qué gracioso! -exclamó Isabel-. ¿Cuántas clases hay aquí? Me figuro que lo menos cincuenta.
- Bueno, creo que no las he contado, porque nunca me preocupé gran cosa de las clases sociales. Ésta es una de las ventajas de ser americano aquí: que no se pertenece a ninguna clase.
- Por suerte -replicó Isabel-. Imagínese que una tuviera que pertenecer a una de las clases de la sociedad inglesa.
- No hay que exagerar. Te aseguro que en algunas de ellas no se está del todo mal, especialmente en las más altas. Pero, a mí manera de ver, sólo hay dos clases: la de la gente de quien me fío y la contraria. Y tú, mi querida Isabel, perteneces a la primera de las dos.
- Muchas gracias -respondió con vivacidad la muchacha. A veces adoptaba un continente severo para agradecer los cumplidos y trataba de zafarse de ellos lo más pronto posible. Sin embargo, a este respecto solía juzgársela mal, pues se la consideraba insensible a ellos cuando, en realidad, lo que hacía era ocultar lo muchísimo que le agradaban. El mostrarlo habría sido mostrar demasiado. Así, se limitó a añadir-: Estoy convencida de que los ingleses son una gente de lo más convencional.
Y el señor Touchett no pudo por menos de admitir: -Todo lo tienen fijado de antemano. Todo ha sido previsto aquí… No les gusta dejar nada para el último momento.
A lo que la muchacha respondió:
- Pues a mí me gusta lo imprevisto, no me agrada que me fijen por anticipado lo que he de hacer.
A su tío le divirtió mucho ver la claridad de las preferencias de la joven.
- Bueno, pues, por lo pronto, una cosa ha quedado establecida, y es que vas a tener aquí un gran éxito. Creo que eso te gustará.
- Pues, si son tan tontamente convencionales, no tendré el menor éxito, porque yo no tengo nada de convencional, sino todo lo contrario, y eso es lo que no les va a gustar de mí.
- No, no, te equivocas -dijo el anciano-. No se puede predecir lo que les gustará o desagradará. Son muy variables, y en eso reside su mayor interés.
- Ah, bueno -replicó Isabel que, de pie delante de su tío y con las manos apoyadas en el cinturón del vestido, miraba atentamente hacia el verde césped-. Eso me parece muy bien.