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Mientras tenía lugar tal intercambio de frases ingeniosas entre los dos personajes, Ralph Touchett se apartó un poco de ellos, andando siempre con su porte cabizbajo, su paso vacilante, las manos en los bolsillos y su pequeño terrier en pos de él royéndole los talones. Tenía el rostro vuelto hacia la casa, pero la mirada meditabunda estaba clavada en el verde prado, de modo que la persona que acababa de aparecer en lo alto, en el umbral de la espaciosa puerta, pudo observarlo antes de que él la viera. Y si él la vio fue porque su perrillo se lanzó a la carrera emitiendo una andanada de agudos ladridos cuyo sonido tenía más visos de bienvenida que de desafío. La persona en cuestión era una joven, que pareció interpretar debidamente la acogida del chillón terrier. Éste llegó corriendo hasta los mismos pies de ella y, una vez allí, miró hacia arriba, ladrando con más fuerza y decisión que antes; en vista de lo cual, la joven se agachó amablemente y, sin dudar un instante, tomó al diminuto can en sus manos y lo alzó hasta tenerlo cara a cara mientras él continuaba su alborotadora vocería. Como el dueño de Bunchic (que así se llamaba el perrillo) lo había seguido de cerca, descubrió que el nuevo amigo de su compañero era una muchacha alta, vestida de negro, que a primera vista se le antojó agraciada. Llevaba la cabeza descubierta, como si estuviera morando en la casa, hecho que no pudo por menos de producir cierta perplejidad en el ánimo del hijo de su propietario, pues conocía la consigna contra la admisión de nuevos visitantes, establecida por la precaria salud de su padre, como regla inquebrantable de aquella morada. Mientras tanto, los otros dos personajes, que no se habían movido del sitio donde se hallaban, habían percibido también a la recién llegada. Al verla, el señor Touchett exclamó:

- ¡Caramba! ¿Quién es esa mujer desconocida?

Lord Warburton tuvo la ocurrencia de sugerir:

- Tal vez sea la sobrina de la señora Touchett… la joven independiente de que hablamos. Por lo visto, debe de ser ella; así lo creo a juzgar por la manera como se las entiende con el perro.

A su vez, el pastor escocés se había fijado en la reciente aparición y corría ya en pos de la dama ante la portalada de la mansión, meneando un poco la cola. El anciano murmuró: -¿Pero dónde diablos está entonces mi mujer?

- Supongo que la joven la habrá dejado en alguna parte. Eso entra en los cánones de la independencia.

La muchacha, que seguía sosteniendo al perrito, sonrió a Ralph, ya cercano a ella, y le preguntó sonriendo: -¿Es suyo este perrito, señor?

- Hasta hace poco lo era, pero parece que usted ha adquirido ya un extraordinario derecho de propiedad sobre él. -¿No podríamos poseerlo pro indiviso? -preguntó la joven-. Es un animalito tan precioso…

Ralph se quedó mirándola un segundo en silencio, y cayó en la cuenta de que era insospechadamente bonita. Ya convencido de ello, sólo le restó replicar:

- Puede considerarlo suyo.

Aunque la joven parecía poseer una gran confianza en sí misma e incluso en los demás, tal súbita e inesperada generosidad no pudo por menos de sonrojarla y, dejando al perrillo en tierra, contestó:

- Ante todo, considero mi deber decirle que probablemente soy su prima…

- Y, como el perro del anciano se acercara a ellos en aquel instante, añadió apresuradamente-: ¡Ah, pero hay otro!

El joven exclamó, riendo de buen humor: -¿Probablemente? Entonces, no hay más que hablar, ya sé a qué atenerme. ¿Ha llegado usted con mi madre?

- Sí. Hará cosa de una media hora. -¿Es que ella la ha dejado a usted aquí y ha vuelto a marcharse enseguida?

- No. Fue directamente a su habitación y me encargó le dijera a usted, si le veía, que lo espera allí a las siete menos cuarto.

El joven miró su reloj y se limitó a decir:

- Muy agradecido; seré puntual. -Y, alzando los ojos al rostro de ella y deleitándose en su contemplación, añadió-: Sea usted bienvenida. Encantado de conocerla.

Ella lo observaba todo con una mirada que denotaba una clara percepción de las cosas y los seres: miró a su compañero, a los dos perros, a los dos señores allá bajo los árboles y al hermoso escenario natural que la circundaba, y dijo:

- En mi vida he visto nada tan delicioso como este sitio. Ya he andado por toda la casa: esto es verdaderamente encantador.

- Deploro que haya usted estado tanto tiempo aquí sin que lo supiéramos.

- Su madre me dijo que en Inglaterra la gente tenía la buena costumbre de llegar sin hacer ruido, y me pareció que eso es lo que yo debía hacer. ¿Es su padre alguno de aquellos dos señores?

- Sí, el más viejo, el que está sentado.

La joven, soltando una carcajada, replicó:

- Ya suponía que no era el otro. Y ese otro, ¿quién es?

- Un amigo nuestro… Lord Warburton..

- ¡Ah! Me imaginaba que debía de haber algún lord, igual que en las novelas. -Y, deteniéndose de repente y tomando de nuevo al perrito que, con su mirada, parecía implorárselo, exclamó-: ¡Oh, qué chuchito tan precioso!

Permaneció ella donde estaban, sin iniciar movimiento alguno que indicara su deseo de acercarse o de hablar al viejo señor Touchett; por lo cual el hijo, al verla así, demorándose junto al quicio de la puerta con aquel aire tan atractivo y esbelto, pensó que acaso esperaba que el anciano se levantase y acudiese a saludarla y a ofrecerle sus respetos. Sabía que las muchachas norteamericanas estaban acostumbradas a que se tuviese con ellas toda clase de deferencia y ya se les había advertido de antemano que ella era una joven muy decidida. Ralph adivinó por su expresión que estaba precisamente esperando tal pleitesía. Sin embargo, armándose de valor, se atrevió a insinuar: -¿Quiere venir conmigo para conocer a mí padre? Es un anciano, está inválido y no se levanta de su sillón. -¡Pobrecillo! ¡Cuánto lo siento! -exclamó ella echando a andar en el acto hacia donde el viejo se hallaba-. Por lo que su madre me ha dicho, tenía la impresión de que más bien era hombre de gran actividad.

Ralph permaneció un instante en silencio y luego se limitó a decir:

- Hace un año que no le ve.

- Menos mal que tiene un hermoso lugar donde poder sentarse -dijo ella-. Vamos, perrillo precioso.

Él, mirándola de soslayo, contestó:

- Cierto, es un viejo y muy hermoso lugar. -¿Cómo se llama? -preguntó ella, fija de nuevo su atención en el terrier. -¿Cómo se llama mi padre?

- Sí -replicó ella, a quien pareció divertir esa pregunta-. Pero no le diga que yo se lo he preguntado.

Cuando llegaron donde se encontraba el anciano señor Touchett y éste se levantó con gran esfuerzo para presentarse a sí mismo, le dijo su hijo:

- Mi madre ha llegado. Te presento a la señorita Archer. El viejo puso ambas manos sobre los hombros de la joven, la miró un instante con suma benevolencia y la besó amablemente, diciendo:

- Es un gran placer para mí verla en esta casa, pero habría preferido que nos hubiese proporcionado la oportunidad de ir a recibirla.

La muchacha replicó:

- Ya nos recibieron. Había como una docena de criados en el vestíbulo a nuestra llegada. Una vieja señora salió a la puerta a darnos la bienvenida.

- Si nos hubieran avisado… habríamos hecho algo mejor que eso. -El anciano permaneció de pie, sonriendo, frotándose las manos, mirándola y moviendo lentamente la cabeza-. Pero la señora Touchett es enemiga de los grandes recibimientos.

- Se fue derecha a su habitación.

- Sí… y se encerró en ella con llave. Es lo que hace siempre. Bueno, tal vez tenga la suerte de poder verla la semana entrante -dijo el señor Touchett, y volvió a sentarse, adoptando su anterior postura. -¡Oh! ¡Mucho antes! -exclamó la señorita Archer-. Va a bajar a cenar a las ocho. -Y, volviéndose hacia Ralph, añadió con una sonrisa-: No lo olvide, ya sabe, a las siete menos cuarto. -¿Qué va a ocurrir a las siete menos cuarto?

- Es la hora en que podré ver a mi madre -contestó Ralph. -¡Dichoso tú! -comentó el anciano. Luego se dirigió a la sobrina de su esposa-: Pero, haga el favor de sentarse y tomar un taza de té.

- Ya me lo sirvieron en cuanto llegué a mi cuarto -contestó la joven. Y, mirando afablemente a su venerable anfitrión, exclamó-: Es una lástima que esté usted enfermo. -¡Bah! Soy un anciano, querida. Ya tengo años para estarlo; pero ahora, con usted aquí, voy a sentirme mejor. Ella se había puesto a observar de nuevo cuanto la rodeaba: el prado verdeante, los altos árboles, el plateado Támesis bordeado de juncos, la antigua y bella mansión, sin excluir de su contemplación a sus compañeros de aquel instante; esa capacidad de observación era de esperar en una joven como ella, a todas luces inteligente y en esos mo- mentos tan receptiva a todas las emociones. Dejó al perrito en tierra, se sentó y entrelazó sus blancas manos en su ' regazo sobre el negro traje. Con la cabeza erguida y la mirada viva, movía de un lado para otro el esbelto busto a medida que iba recogiendo con avidez las impresiones que de todos lados le iban llegando y que eran numerosas y agradables según reflejaba su radiante y suave sonrisa.

- No he visto en toda mi vida nada tan bello -exclamó. El viejo señor Touchett contestó:

- Verdaderamente, lo es. Me doy cuenta de cómo la impresiona, pues a mí me sucedió lo mismo. Pero también usted es muy bella. -Estas últimas palabras no respondían a una tosca jovialidad, sino a una cortesía que se deleitaba en el privilegio que su edad le otorgaba, a pesar de que la joven pudiera en cierto modo alarmarse al oírlo.

No hace falta analizar hasta qué punto experimentaba ella semejante alarma. Lo cierto es que en el acto se levantó y se ruborizó, si bien su rubor no parecía responder a ningún tipo de desagrado por lo que acababa de oír.

Riendo amablemente, dijo:

- Oh, bueno, soy bastante bonita. -Pero enseguida preguntó-: ¿Es muy antigua la casa? ¿Es de la época de la reina Isabel?

Ralph Touchett contestó:

- Es Tudor, de los primeros tiempos.

Ella se volvió y mirándole directamente a los ojos, contestó: -¡Ah! ¿Tudor antiguo? ¡Deliciosa! Supongo que habrá otras parecidas.

- Hay algunas mucho mejores. Al oírlo, el anciano protestó:

- Hijo, no digas semejante cosa. No hay nada mejor que esto.

- Yo poseo una también admirable, que considero en muchos aspectos mejor que ésa - dijo lord Warburton, que hasta aquel entonces había permanecido en silencio aunque observando atentamente a la señorita Archer. Al decirlo le dedicó una sonrisa y una leve inclinación, pues tenía una exquisita manera de tratar a las mujeres. De ello se dio inmediatamente cuenta la joven, que además no se había olvidado de que era lord Warburton. Éste añadió-: Sería para mí un gran placer poder mostrársela.

- No le crea -exclamó el anciano-. Es una vieja barraca en absoluto comparable con ésta.

La joven sonrió a lord Warburton.

- No puedo ser juez en esta discusión porque no la conozco.

Ralph Touchett no tomó parte en esta breve escaramuza domiciliaria y prefirió permanecer con las manos en los bolsillos con una expresión que mostraba claramente que le agradaría mucho renovar su interrumpido diálogo con aquella prima recién descubierta. Para entablar de nuevo la conversación, preguntó: -¿Le gustan a usted mucho los perros?… Inmediatamente cayó en la cuenta de que, para un hombre inteligente, había sido una manera bastante tonta de reanudar la conversación.

- Muchísimo, naturalmente. tema.

- Entonces debe quedarse con el perrito -dijo sin lograr salir de la insignificancia del -Bueno. Lo conservaré con mucho gusto, mientras me encuentre aquí.

- Espero que será por mucho tiempo.

- Es usted muy amable. Lo cierto es que no tengo la menor idea de ello. Eso es cosa que mi tía resolverá. -Yo me encargaré de arreglarlo con ella… a las siete menos cuarto - aseguró dirigiendo otro vistazo a su reloj.

La muchacha contestó:

- Por lo pronto estoy encantada de encontrarme aquí.

- Pero me imagino que usted no será de las que consienten que los demás les arreglen sus cosas.

- Pues sí, lo soy; claro que siempre que las arreglen a mi gusto.

- Yo lo arreglaré a mi manera -dijo Ralph-. Es verdaderamente imperdonable que no la hayamos conocido a usted hasta ahora.

- Pues, yo estaba allí… No tenía usted más que haber ido para conocerme. -¿Allí, dónde? ¿En qué sitio quiere usted decir?

- En Estados Unidos: en Nueva York, en Albany, y en otras partes de Norteamérica.

- Debo confesar que he estado allí, he recorrido todo el país y… no la vi jamás. Después de un instante de reflexión, la señorita Archer dijo:

- Eso es debido a que durante algún tiempo hubo cierto desacuerdo entre su madre y mí padre después de la muerte de mi madre, cuando yo era una niña. El resultado de todo ello fue que perdimos la esperanza de verle a usted. -¡Ah! Pero yo no tengo nada que ver con los desacuerdos de mi madre -exclamó el joven Ralph. Y prosiguió-: ¿Hace poco que perdió a su padre?

- Poco más de un año. Después de ello, mi tía se mostró muy cariñosa conmigo; fue allí para verme y me propuso que la acompañase a Europa.

- Vamos, ya caigo -dijo Ralph-. Por lo visto, la ha adoptado a usted. -¿Adoptado?… -La muchacha se sobresaltó, vivamente ruborizada, y por sus bellos ojos pasó una ráfaga de dolor que causó verdadera alarma en su interlocutor.

Éste había subestimado el efecto que podían causar sus palabras. Lord Warburton, que parecía constantemente deseoso de ver más de cerca a la señorita Archer, se adelantó hacia los dos primos, y la joven posó en él la mirada de sus ojos muy abiertos antes de proseguir-: ¡Adoptarme! ¡Oh, no, nada de eso! No me ha adoptado. Yo no soy precisamente una candidata a la adopción.

- Le pido mil perdones -murmuró Ralph-. Quise decir… lo que quería decir… La verdad era que ignoraba lo que había querido decir.

- Lo que usted quiso decir es que se ha encargado de mí. Eso es cierto, pues le gusta hacerlo. Ya le dije que se ha portado muy bien conmigo, pero… -agregó con visible empeño en ser explícita-, sobre todo yo aprecio mi libertad.

El anciano, desde su sillón, preguntó elevando la voz: -¿Estáis hablando de la señora Touchett? Ven aquí, querida sobrinita, y dime algo de ella. Siempre quedo agradecido a los que informan de algo.

La muchacha dudó de nuevo, sonriendo.

- Verdaderamente, es muy bondadosa. -Y se dirigió hacia su tío, cuyo regocijo aumentó al escuchar semejantes palabras.

Lord Warburton se quedó solo con Ralph Touchett, al que dijo al cabo de un momento:

- Hace poco quería usted saber cómo me imaginaba yo a una mujer interesante. Ahí la tiene.

El Retrato de una Dama

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