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La historia de Mary

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Es difícil decir exactamente cuándo empezó mi historia, porque como le pasa a la mayoría de los estadounidenses de mi generación, mi mala salud empezó mucho antes de que yo naciera. Yo fui la quinta y última hija nacida en el clan Giordano, a las afueras de Boston, a principios de los años ochenta. Mi hermano Mark, nacido tan solo tres años antes de mi llegada, fue prematuro y no sobrevivió más de unos pocos minutos después del parto. Mi madre, como la mayoría de las mujeres de clase media de la época, se dejaba llevar por las tendencias dietéticas del momento, alimentándose a ella y a su familia con la creciente selección de alimentos procesados, grasas rancias y frutas y verduras frescas cargadas de pesticidas. Poco sospechaba de que su salud estaba en peligro debido a la merma nutricional de una mala dieta y de la crianza de tantos niños. Cuando su propio médico le dijo que abortara al bebé que después sería yo, se buscó otro médico. Yo nací de emergencia, por cesárea, a principios de septiembre de 1982. Así comenzó mi lucha por la vida, por las respuestas y por la salud.

Cuando era niña, siempre estaba enferma. En aquella época nuestro pediatra local ejercía en su propia casa, calle arriba. ¡En mis primeros años fue una figura muy importante para mí, porque siempre estaba en su consulta! Infecciones de oído, faringitis estreptocócica, gripe, resfriados, virus, varicela, quistes ováricos, mononucleosis: lo que fuera, yo lo tenía. Mis problemas de salud alcanzaron su punto máximo cuando me diagnosticaron un «virus no identificable» a los dieciséis años. Perdí seis kilos en dos semanas, porque todo lo que comía hacía que mi estómago se retorciera de dolor. Desde entonces, la vida fue una puerta giratoria en el hospital. Dos años y medio y miles de dólares más tarde, mis doctores me diagnosticaron síndrome del intestino irritable y me enviaron a casa. En ese momento no había un protocolo de curación. La actitud era «buena suerte, no te olvides de cerrar por fuera».

La enfermedad siempre aguardaba a mi puerta, junto con la ansiedad y la depresión. Como mujer joven inmersa en el mundo actual, simplemente no podía cortar con esta situación. En 2008, completamente desesperada y exhausta después de tanto intento fallido por mejorar, cambié de médico por cuarta vez en cinco años. Le rogué a mi nuevo médico que descifrara la raíz de todos mis males de salud, en lugar de ceñirse solo a los síntomas. Me hizo una serie de analíticas que demostraron que estaba «bien» y luego me señaló la puerta. Enfurecida por la falta de atención y empatía, me cambié de médico (¡otra vez!) y juré llegar al fondo de lo que estaba mal conmigo, descubrir qué sistemas estaban rotos en mi cuerpo, para sanarlos eficazmente.

El universo tiene una manera extraña de abrirse cuando lo necesitas y por una serendipia descubriría la existencia de la Fundación Weston A. Price justo días después de haber abandonado la consulta de mi médico. Ciertamente tenía sentido que la comida de verdad –verduras, carnes e (¡increíble!) grasas– deba ser la base de nuestra dieta. Había sido vegetariana a ratos durante muchos años y era reacia a renunciar a mis creencias, pero sabía que tenía que ceder en algo. Y así comenzó mi lento camino de salida de la dieta estadounidense estándar.

Los años que siguieron estuvieron llenos de ensayo y error. Aprendí que aunque un alimento pueda ser nutritivo para una persona, puede ser nocivo para otra. Después de años de recibir el consejo «escucha a tu médico» para encontrar respuestas, me llevó un tiempo aprender a escuchar a mi propio cuerpo para determinar qué era en realidad mi medicina y qué mi veneno. No fue solo eso, sino que tuve que reorganizar las prioridades de mi vida para acceder a una alimentación de verdad*. Aprendí que en 1900 los norteamericanos gastaban aproximadamente el 43% de sus ingresos en comida, frente a un promedio de tan solo un 13% hoy. La comida procesada es increíblemente económica, mientras que la producida por los métodos de agricultura y ganadería de larga tradición no lo es. Y aunque todavía me duele desprenderme de una buena parte de mi dinero para la compra de verduras y carnes, me recuerdo a mí misma que estoy haciendo una inversión nutricional.

Unos años después de mi travesía por la comida saludable, nació mi hijo Chet. Un mes después de su llegada, sus médicos encontraron sangre en sus heces. Me dijeron que yo tenía que cortar con todos los alérgenos: leche, huevos, soja, frutos secos, mariscos y gluten (que ya había eliminado por mi cuenta). Como madre primeriza en medio de la privación de sueño y alimento, simplemente empecé a tener miedo de la comida. Tonta de mí, decidí que volverme crudivegana era la solución. Después de un corto periodo de mejoría, comencé a sentir que mi cuerpo me fallaba de nuevo. Entré en un momento doloroso y oscuro en el que me sentí física, emocional y espiritualmente horrible de forma continua. Estaba abatida y desesperanzada.

A finales del invierno de 2011 conocí a Hilary en Wayland, Massachusetts, en un encuentro de Holistic Moms, una reunión mensual informal para madres con la mente abierta a la alimentación holística. Hilary habló sobre los alimentos ricos en nutrientes y sobre la Fundación Weston A. Price. Me invitó a una de sus clases de cocina y acepté agradecida. Allí me di cuenta de que así era como yo necesitaba comer, pero tuve dificultades con muchos ingredientes, especialmente con la leche, la mantequilla y los huevos. Compartí mi historia con una joven estudiante y me asombré de que sus experiencias fueran similares a las mías. Ella mencionó la Dieta GAPS y lo bien que le había ido, así que naturalmente me fui a casa a investigar. En una semana había cambiado la dieta de mi familia por la de GAPS, en la que permanecimos durante seis meses mientras aprendí a cocinar y desarrollaba el valor para comenzar con la Dieta de Introducción. Debido a que mi sistema intestinal estaba tan dañado en ese momento, me preocupaba que la Dieta de Introducción me dejara postrada en la cama mientras las toxinas abandonaban mi cuerpo. Esto le sucede a muchas de las personas que pasan directamente de la dieta estadounidense estándar a la Dieta de Introducción GAPS. También necesitaba prepararme para las limitadas opciones de comida y la idea de comer por la salud, y solo por la salud. Después de un breve periodo haciendo la Dieta, noté que algunas comidas aún me daban dolor de estómago, así que anotaba todo lo que comía: un componente clave para aprender a descubrir lo que funciona en tu cuerpo y lo que no.

Desafortunadamente, después de comenzar la Dieta de Introducción experimenté una gran distensión estomacal por comer sopa de calabaza y ¡terminé pareciendo una embarazada de cuatro meses! Aquello no tenía sentido. Comencé a ir a un doctor de medicina funcional (un médico que busca el origen de las enfermedades) para que nos atendiera a mi hijo y a mí. Una serie de pruebas revelaron que yo padecía malabsorción de fructosa, que carecía casi por completo de ácido clorhídrico en el estómago y sufría un serio crecimiento de levaduras. La Dieta GAPS me ayudó a descubrir estos problemas subyacentes en mi tracto intestinal. El protocolo de curación en mi vida y en la de mi hijo es diferente al de Hilary y su familia. Así, aunque abogo completamente por la Dieta GAPS, descubrí que mi cuerpo no iba a prosperar mientras tuviera problemas subyacentes, tales como un crecimiento excesivo de levadura, parásitos, bacterias intestinales (SBI o SIBO por sus siglas en inglés), malabsorción de fructosa, o falta de ácido clorhídrico y de enzimas digestivas o de ácidos biliares. Una vez que se reconocen y se tratan esos problemas, la Dieta GAPS puede sanar y sellar tu intestino, que es su objetivo.

Mi historia no tiene la finalidad de desalentarte, sino de darte una idea de lo que puede estar ocurriendo si estás siguiendo GAPS y no te has curado todavía. Es desalentador y frustrante gastar grandes cantidades de tiempo, energía y dinero en una dieta que no está funcionando. Mira: funcionará, pero puede que tengas que hacer otras cosas antes. Mi consejo es que hagas registros ordenados de lo que estás comiendo y de los síntomas posteriores que experimentas, luego busca un grupo médico que trabaje con medicina funcional (un médico, un nutricionista, y/o un naturópata). Si eres parecida a mí y has sufrido disbiosis intestinal durante años, debes someterte a varias pruebas para determinar qué problemas subyacentes necesitas tratar incluso antes de iniciar GAPS.

Hoy, en 2014, me alegra poder decir que nunca me he sentido mejor en mi vida. El dolor de estómago, la ansiedad y la depresión que una vez me atormentaron han desaparecido. Mi hijo, Chet, es un niño de tres años feliz y saludable que recibe alimentos de verdad y nutritivos. La Dieta GAPS me ayudó a descubrir en abundancia la alegría y la gratitud por una vida que nunca creí posible.

Este libro es fruto del amor. Ambas, Hilary y yo, esperamos que te sirva como referencia para lograr una salud óptima y auténtica. Cuando te embarques en este viaje, debes saber que a veces puede ser frustrante y solitario, como suele serlo ir contra corriente, pero ten por cierto que te curarás. Puedes recuperar tu salud a través de la paciencia, la determinación y el amor de tu corazón. A medida que las primas de seguro aumenten y nuestros seres queridos enfermen debido a los frankenfoods* que hemos permitido en nuestras vidas, crecerá la conciencia de cómo nuestro sistema intestinal controla la salud de nuestros cuerpos. Mantened la fe en que estáis haciendo lo correcto y en que no estáis solos.

Nota de la autora

Aunque ¡Sana tu intestino! ha nacido del cariño de ambas, Mary y yo decidimos, para simplificar, que el libro contara mi historia, mientras que la inspiración visual es cortesía de las hermosas fotografías de Mary.

—Hilary Boynton

* [N. de la E.] Se ha traducido el término real food por «comida de verdad» o «alimentación de verdad» priorizando el criterio lingüístico y descartando la tendencia de numerosos blogueros y webs de nutrición que utilizan la expresión «comida real».

* Término peyorativo para referirse a los alimentos genéticamente modificados.

¡Sana tu intestino!

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