Читать книгу La comuna de Paris - Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - Страница 21

Internacionalistas y blanquistas

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La Internacional, apartada del estruendo de las armas, celebraba en Ginebra, algunas semanas después de Sadowa, el 3 de septiembre del 66, su primer Congreso General. Sesenta delegados, provistos de mandatos en forma, representaban a varios cientos de miles de adheridos. «El pueblo no quiere seguir combatiendo locamente para dar gusto a los tiranos –dice el informe de los delegados franceses–. El trabajo quiere conquistar el puesto que le corresponde en el mundo por su sola influencia, al margen de todas las que ha venido padeciendo siempre, e incluso buscado». En la fiesta que siguió a los trabajos del Congreso, la bandera de la Internacional, enarbolada por encima de las banderas de todas las naciones, ondea su divisa en letras blancas: «No más derechos sin deberes, no más deberes sin derechos». Los delegados ingleses fueron registrados a su paso por Francia; los de Francia habían tomado precauciones. Apenas regresar, reanudaron su propaganda. En febrero del 67 se ofrecen a la huelga de los broncistas contra sus patronos. El cincelador Theisz y algunos otros del Comité de Huelga se adhieren a la Internacional; otros permanecen ajenos a ella, e incluso hostiles. El Comité en pleno se dirige a Londres, donde las Trade’s Unions le entregan 2.500 francos; el efecto moral de esto es tan grande, que los patronos capitulan. El prefecto de policía felicita al Comité por el buen comportamiento de los huelguistas durante la crisis.

Les había dejado celebrar grandes reuniones. El gobierno quería dar una lección a los burgueses de la oposición y acentuar la diferencia entre la Internacional y la joven burguesía revolucionaria.

Esta veía con muy malos ojos aquellas organizaciones de trabajadores, cerradas a todo el que no fuera obrero, recelaba de su apartamiento de la política, las acusaba de fortalecer el Imperio. Algunos de estos jóvenes, educados en las tradiciones de Blanqui y de los agitadores de antaño, que creían la miseria generadora de la liberación, se mostraban fogosos, no sin valor como Protot, el abogado, y Tridon, el rico estudiante, casi célebre por sus Hébertistes, que habían acudido al Congreso de Ginebra a censurar a estos delegados obreros, traidores, según ellos, a la revolución. Los delegados, que no veían en estos hijos de burgueses más que la reencarnación juvenil de sus padres, les reprocharon su absoluta ignorancia del mundo obrero y los maltrataron equivocadamente. Esta generación era mejor, y ahora sus órganos, los periódicos del Barrio Latino: La Libre Pensée, de Eudes Flourens, el hijo del fisiólogo, que había luchado por la independencia de Creta; La Rive Gauche, donde Longuet publicaba su Dinastie des Lapalisse y Rogeard sus Propos de Labienu, no se aislaban del proletariado en su cuerpo a cuerpo con el Imperio. La Policía hacía incursiones frecuentes en aquellos locales, perseguía las menores reuniones, urdía complots tomando como pretexto la simple lectura en el café de la Renaissance de una proclama en la que Félix Pyat, revolucionario honorario, incitaba desde Londres a los estudiantes a las barricadas: «Es necesario obrar; vuestros padres no iban a Lieja, acampaban en Saint-Merry».

Vejeces que suenan a hueco, sobre todo en vísperas de la Exposición Universal, en la que París se echa a la calle a disfrutar de la alegría y del espectáculo de los soberanos extranjeros. Bismarck pudo tomar las últimas medidas de los hombres y de las cosas del Imperio. Moltke, el vencedor de Austria, visitó tranquilamente nuestras fortificaciones. Sus oficiales brindaron por la toma de París. París, casa de Europa, como decía la princesa de Metternich, divirtió prodigiosamente a todos los príncipes. Solo silbaron una bala polaca disparada contra el zar por un refugiado, Berezowski, y el viento huracanado de México.

Abandonado desde el 66 por su imperial expedidor, dócil a Estados Unidos, el emperador Maximiliano fue apresado y fusilado el 19 de junio del 67. «La más bella idea del reino» se resumía en millares de cadáveres franceses, en el odio de México saqueado, en el desprecio de Estados Unidos, en la pérdida escueta de mil millones. Bazaine, que regresó de la campaña cubierto de oprobio, no tardó en florecer de nuevo entre los generales más en boga.

La Exposición Universal fue el último cohete del esplendor imperial. No dejó más que el olor a pólvora. La burguesía republicana, inquieta ante los puntos negros que se cernían en el horizonte, se dedicó a copiar a la Internacional, imaginó la alianza de los pueblos y encontró bastantes adhesiones para celebrar un gran congreso en Ginebra el 8 de septiembre del 67. Lo presidió Garibaldi. La Internacional celebraba en este momento, en Lausana, su segundo Congreso, y los obreros alemanes, al contrario de los estudiantes de Berlín, enviaron una calurosa proclama contra la guerra. El Congreso de Ginebra convocó al de Lausana; llega, habla de un nuevo orden que arrancaría al pueblo de la explotación del capital, y acapara hasta tal punto la discusión, que algunos republicanos, delegados de París en el congreso de alianza, entre ellos Chaudey, uno de los ejecutores testamentarios de Proudhon, brindaron a los obreros el apoyo de la burguesía liberal para la emancipación común. Estos aceptaron, y el congreso terminó con la fundación de una Liga de la Paz.

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