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Republicanos y socialistas

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Dos meses después, habla el cañón a las puertas de Roma. Garibaldi se ha lanzado sobre los Estados Pontificios y se estrella en Mentana contra las tropas francesas enviadas por la emperatriz y por Rouher. El general De Failly, a cuyo mando estaban las tropas, supo atizar el odio de los patriotas italianos, telegrafiando a las Tullerías: «Nuestros fusiles nuevo modelo han hecho maravillas». Pero si Napoleón iii pudo hacer una vez más de Francia el soldado del Papa, la democracia francesa sigue siendo la reivindicadora de la idea como en el 49. Cinco días antes del encuentro de Mentana resuenan gritos de «¡Viva Italia! ¡Viva Garibaldi!» ante Napoleón iii y el emperador de Austria, que salen de un banquete en el Hôtel-de-Ville. El 2 de noviembre, la multitud, agolpada en el cementerio de Montmartre, rodea la tumba de Manin, el gran defensor de Venecia. Por primera vez, los obreros llenan los bulevares. Pocas horas después de la ocupación de Roma, una delegación conducida por el internacionalista Tolain exige a los diputados de la izquierda que dimitan en masa. Jules Favre la recibe, protesta contra la forma y contesta a los obreros que le dicen: «Si el proletariado se levanta por la República, ¿puede contar con el apoyo de la burguesía liberal, como fue convenido hace dos meses en Ginebra?».

«Señores obreros, ustedes solos hicieron el Imperio, a ustedes toca ahora deshacerlo». Jules Favre aparentaba olvidar que el Imperio había sido engendrado por la Asamblea del 48, de la que él fuera mandatario. En los hombres del 48 persistía aún la aversión contra los obreros revolucionarios. Sus herederos eran también de corazón cerrado: «El socialismo no existe, o por lo menos, nosotros no queremos contar con él», había dicho Ernest Picard.

Le Courrier Français, único periódico socialista de la época, muestra muy bien la línea trazada. Un joven escritor, Vermorel, conocido ya por La Jeune France y por sus excelentes estudios sobre Mirabeau, le daba vida con su pluma y su dinero. Este periódico reveló la historia de los hombres del 48, su política mezquina, antisocialista, que había hecho inevitable el 2 de diciembre. Los obreros, los republicanos de vanguardia, lo leían, pero a los viejos y a muchos de los nuevos republicanos les indignaban que se tocase a sus glorias. Fueron en vano las condenas, los anónimos más amenazadores; todos los duelistas del Imperio cayeron sobre Vermorel. Las gentes del 48 clamaron que estaba sobornado, que era un agente de Rouher. El periódico le fue arrebatado. Otros muchos habían de seguirle.

Napoleón iii, cacoquimio de cincuenta y siete años, pretende rejuvenecerse con una posición liberal. El espectral Emile Ollivier, ascendido al rango de consejero, alienta la experiencia con la esperanza de gobernar al impotente. Con ayuda de grandes recursos financieros, será posible lanzar un periódico y celebrar reuniones políticas, bajo el riesgo de incurrir en graves penas. Rouher gime, Persigny escribe: «El Imperio parece hundirse por todas partes». Pero el Imperio se obstina, fiado en sus magistrados y en su policía. Para el ramillete de mayo del 68, contaba con La Lanterne, folleto semanal. Les Propos de Labienus, las impertinencias académicas del Courrier du Dimanche, las crudezas acerbas del Courrier Français no sacudieron la risa contagiosa. La Lanterne de Rochefort lo hizo, aplicando a la política los procedimientos y los despropósitos del vodevilismo. Y todos los partidos pudieron regodearse con los dioses y diosas de las Tullerías, transformados en héroes de la Belle Hélène. La burla no plació al príncipe ni a su esposa. Dos meses después, Rochefort, condenado a prisión, se refugiaba en Bruselas, pero los revoltosos brotaban por todas partes. En París, Le Rappel, inspirado desde Jersey por Víctor Hugo, a quien un alejandrino retenía en la orilla del mar; Le Réveil de Delescluze, áspero jacobino hostil a los charlatanes; en Toulouse, Agen, Auch, Marsella, Lille, Nantes, Lyon, Arras, en el Sur, en el Norte, en el Centro, en el Este, en el Oeste, cien periódicos encendían hogueras de libertad. Surgía una muchedumbre de jóvenes, desafiando las prisiones, las multas, los encuentros con la Policía y agarrando al Imperio y a sus ministros, a sus funcionarios por el cuello, detallando los crímenes de diciembre, diciendo: «¡Hay que contar con nosotros, la generación que levantó el Imperio ha muerto!». Folletos, publicaciones populares, pequeñas bibliotecas, historias ilustradas de la Revolución, bastaban apenas para satisfacer el ansia de saber que se despertaba. La joven generación obrera, que no había disfrutado el fuerte alimento de la que hizo el 48, lo engullía todo a grandes bocados.

Las reuniones públicas, extraordinariamente concurridas, estimulaban estas llamaradas de ideas. Hacía veinte años que París no veía una palabra libre florecer en los labios. A pesar de que el comisario estaba dispuesto a disolver las reuniones a la menor palabra malsonante, muchos exaltados venían a volcar su fuego sobre un público insospechado, sobre todo en los barrios populares, donde dominaban los provincianos, atraídos desde hacía quince años por las grandes obras de París. Estos, más nuevos que los parisinos de pura sangre, mezclan su robustez a su nerviosa prontitud, reclaman discusiones profundas.

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