Читать книгу La comuna de Paris - Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - Страница 26
El Imperio y los obreros
ОглавлениеAquel bellaco no era tonto más que a medias; las sociedades obreras no auguraban nada bueno a este gobierno sin principios que jugaba con dos barajas, tolerando la huelga de los broncistas y condenando la de los sastres, suprimiendo el bureau de la Internacional y alentando las reuniones del pasaje Raoul, tan pronto autorizando a los delegados de las cámaras sindicales a reunirse, como persiguiéndolos. Estas cámaras sindicales, formadas desde hacía algún tiempo en muchas industrias, querían constituirse en federación. Sus delegados, Theisz, Avrial, Langevin, Varlin, Dereure, Pindy, que erraban de local en local, acabaron, en el verano del 69, por encontrar uno grandísimo en la calle de La Corderie, que más tarde había de hacerse célebre. La Federación subarrendó una parte del local a diferentes círculos y sociedades: las del bronce, los carpinteros, el círculo mutualista, integrado en gran parte por el primer bureau de la Internacional: D’Alton-Shee, Langlois, etcétera. Es decir, el círculo de estudios sociales que había reorganizado la Internacional después del primer proceso. La comunidad local hizo creer en la identidad de la Asociación Internacional y la Federación de Cámaras Sindicales. Era un error. Varios de los delegados de la Federación solo formaban parte de la Internacional personalmente; las sociedades que representaban no querían comprometer su existencia ligándose a la Internacional y algunos de sus miembros, por esta razón, no eran muy partidarios de estas sociedades.
El público no tomaba muy en serio estas agrupaciones sindicales; le sugestionaba más aquella misteriosa Internacional que contaba, según se decía (y el bureau de París lo dejaba decir), por millones sus afiliados y sus fondos. En septiembre del 69, celebró en Basilea su cuarto congreso. Entre los delegados franceses figuraban Tolain, Langlois, Varlin, Pindy, Longuet, Murat, Aubry de Rouen. Se discutió sobre colectivismo, individualismo, abolición del derecho de herencia, etc.;y se proclamó la misión militante del socialismo, ya que le había salido una rival: la Alianza Internacional de la Democracia Socialista, fundada el año anterior por el anarquista Bakunin. Un delegado alemán, Liebknecht, felicitó a los obreros de París: «Sabemos que habéis estado y seguiréis estando en la vanguardia del ejército revolucionario». Se proclamó el «París libre» como sede del próximo congreso.
Se podía haber dicho, en efecto, que París era libre, a juzgar por sus periódicos y por lo que se hablaba en las reuniones. El Cuerpo Legislativo se clausuró sin fijar fecha de apertura, después de una carta del emperador concediendo algunos menudos derechos a los diputados. Esto hacía que las voces de la calle se oyesen mucho más. Se consideraba al hombre de las Tullerías como moralmente acabado y físicamente quebrantado. Le Réveil, analizando su enfermedad, no le concedía más que tres años de vida; la emperatriz, la corte, los funcionarios, eran acribillados por flechazos mucho más agudos que los de La Lanterne de otro tiempo. Los mítines se orientaban hacia la política y en Belleville los hubo que fueron disueltos a sablazos. En las vallas de los nuevos edificios de las Tullerías, donde el contratista había mandado escribir: «Aquí no entra el público», una mano escribió: «Sí, algunas veces».
Los tribunales de justicia no funcionaban. Y como Rouher había sido mandado al Senado y los nuevos ministros eran desconocidos, se creyó en un nuevo régimen. Se aprovechaba cualquier ocasión para atacar. El emperador convocó al Cuerpo Legislativo para el 29 de noviembre. Un diputado de la izquierda, Kératry, se permite sugerir que debería convocarse el 26 de octubre, que había violado la Constitución, y que era preciso que los diputados fueran el 26 a la plaza de la Concordia a reconquistar, aunque sea a la fuerza, su sitio en el PalaisBourbon. La Réforme se apodera de la idea. Gambetta escribe desde Suiza: «¡Allí estaré!». Raspail y Bancel lo mismo. Jules Ferry declara que responderá al «insolente decreto».
El tiroteo de Aubin habla también de forma elocuente; el 8 de octubre, son muertos por las tropas catorce obreros huelguistas y heridos cincuenta más. París se caldea. El 26 puede convertirse en una jornada memorable; la izquierda se asusta y firma un manifiesto concienzudamente razonado para cubrir su retirada. Los hombres de vanguardia van a increparla para que explique esta doble actitud. Jules Simon, Ernest Picard, Pelletan, Jules Ferry, Bancel se dirigen a la convocatoria recusada por Jules Favre, Garnier-Pagés y otros que pretenden no depender más que de su conciencia. En la sala hay apenas doscientos militantes, jóvenes y viejos, escritores, oradores de reuniones públicas, obreros y socialistas conocidos. La presidencia recae en Millière, recientemente despedido por una gran compañía que no admite empleados socialistas. Los diputados dan un espectáculo lamentable, excepto Bancel, envuelto en sus palabrerías del 48, y Jules Simon, que conserva toda su sangre fría. Este último disculpa la ausencia de Gambetta, al que califica de «reserva para el porvenir», expone las razones estratégicas que hacen de la plaza de la Concordia un lugar peligroso y fustiga al Imperio, que finge ignorar que allí están todos para entablar su proceso. Les interrumpen, les recuerdan lo ocurrido en junio. Los diputados salieron llenos de un resentimiento que tuvieron que tragarse. No volvió a hablarse del 26 de octubre pero el gobierno hizo formidables preparativos, de los que se burló París como en el año anterior.