Читать книгу La comuna de Paris - Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - Страница 40

Primeros desacuerdos

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La Internacional y la Federación de Cámaras Sindicales habían suspendido sus trabajos ya que la guerra y el servicio de la Guardia Nacional absorbían todas las actividades. Algunos de los miembros de los Sindicatos y de los internacionalistas se hallaban en los comités de vigilancia y en el Comité Central de los veinte distritos, lo que hizo que se atribuyera equivocadamente este comité a la Internacional. El día 15, el comité fijó un manifiesto pidiendo: la elección de las municipales, que se pusiese la policía en manos del comité, la elección y la responsabilidad de todos los magistrados, la libertad absoluta de prensa, de reunión, de asociación; la expropiación de todos los productos de primera necesidad, el racionamiento, que se armase a todos los ciudadanos, y el envío de comisarios para conseguir el levantamiento de las provincias. En todo ello, no había nada que no fuera perfectamente legítimo. Pero París empezaba apenas a gastar su provisión de confianza, y los periódicos burgueses gritaban: «¡Al prusiano!», el gran recurso del que no quería razonar. Sin embargo, los nombres de algunos firmantes eran conocidos en la prensa: Germain Casse, Ch. L. Chassin, Lanjalley, Lefrançais, Longuct, Leverdays, Millière, Malon, Pindy, Ranvier, Vaillant, Jules Vallès.

El 20 de septiembre, Jules Favre vuelve a Ferriéres, donde ha pedido a Bismarck que indique cuáles son sus condiciones de paz. Había ido a Ferriéres como simple amateur, sin que lo supieran sus colegas, según dice en el informe de su entrevista, entrecortada por las lágrimas. Si hemos de dar crédito al secretario de Bismarck, «no derramó ni una sola, aun cuando se esforzase por llorar». Inmediatamente, el comité de los veinte distritos se reunió en masa y mandó a pedir al Hôtel-de-Ville que se procediese a la lucha a todo trance y a la elección municipal, ordenada por decreto cuatro días antes. «Tenemos necesidad –había escrito el ministro del Interior, Gambetta– de ser apoyados y secundados por asambleas directamente nacidas del sufragio universal». Jules Ferry recibió a la delegación, dio su palabra de honor de que el gobierno no negociaría en modo alguno, y anunció las elecciones municipales para finales de mes. Tres días más tarde, un decreto las aplazaba indefinidamente.

Así, este poder, apenas instalado, reniega de sus compromisos, rechaza el consejo que él mismo ha solicitado. ¿Tiene, tal vez, el secreto de la victoria? Trocho apunta: «La resistencia es una locura heroica». Picard: «Nos defenderemos para que no padezca el honor; pero es quimérica toda esperanza». El elegante Crémieux: «Los prusianos entrarán en París como un cuchillo en la manteca»57. El jefe del Estado Mayor de Trochu: «No podemos defendernos; estamos decididos a no defendernos», y en lugar de advertir lealmente de ello a París, en lugar de decirle: «Capitula inmediatamente o dirige tú mismo tu lucha», estos hombres, que declaraban imposible la defensa, reclaman la dirección exclusiva de esta.

¿Qué se proponen, entonces?: Pactar. No tienen otro objetivo, desde las primeras derrotas. Los reveses que exaltaban a sus padres habían puesto a los hombres de la izquierda al nivel de los diputados imperiales. Transformados en gobierno, tocan la misma tocata, mandan a Thiers que recorra toda Europa postulando la paz, y a Jules Favre que se entreviste con Bismarck. Cuando todo París les grita: «¡Defendednos! ¡Expulsemos al enemigo!», aplauden, aceptan, y dicen por lo bajo: «Tú, anda a tratar». No hay en la historia una traición más vil. Los hombres del Cuatro de Septiembre ¿han falseado o no la misión que se les había encomendado? «Sí», dirá el veredicto de los siglos.

El mandato que habían recibido era ciertamente tácito, pero formal de tal modo que todo París se estremeció ante el relato de lo de Ferrières. La simple idea de capitular conmovía a los tenderos más tranquilos. París, de un extremo a otro, había abrazado el partido de la lucha a toda costa. Los defensores tuvieron que avenirse a demorar las cosas, ceder a lo que llamaron la «locura del sitio», considerándose los únicos de París que no habían perdido la cabeza. Se lucharía, puesto que los parisinos no querían cejar; pero se lucharía solamente para que perdiesen su petulancia. El 14, cuando Trochu volvió de ver «lo que jamás no tuvo ante sus ojos a ningún general de ejército: trescientos batallones organizados, armados, rodeados por toda la población que aplaudía la defensa de París». Dicen que se emocionó y anunció que podría sostener los fuertes58. Hasta ahí llegó el colmo de su entusiasmo. Sostenerse, no abrir las puertas. En cuanto a instruir a fondo a aquellos trescientos mil guardias nacionales, unirlos a los doscientos cuarenta mil soldados móviles y marinos amontonados en París, y hacer con todas estas fuerzas un poderoso torrente con el que se expulsaría, hasta el Rin al enemigo, nada. En semejante cosa nunca pensó. Tampoco se les pasó por la mente a sus colegas, que solo discutieron con él acerca del juego que había que hacer con los generales prusianos.

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