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El Ministerio Emile Ollivier

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Como la lesión imperial se hacía cada vez mayor, Emile Ollivier suplicó a Napoleón iii que releyese cierto capítulo de Maquiavelo, en el que se habla de la necesidad de afrontar con nuevos ministros cada nueva situación. Napoleón iii lo leyó, y encargó constituir un ministerio a este maquiavélico Ollivier, que se comprometía, aun garantizando la libertad, a luchar «cuerpo a cuerpo con la Revolución». «¡Del orden, respondo yo!», había dicho el emperador al Cuerpo Legislativo. El año 1870 se abrió bajo la doble constelación de estas potencias. Emile Ollivier, presidente del Consejo de Ministros; en Hacienda, un reaccionario del 48, Buffet; el general Le Boeuf, en Guerra; un cualquiera, en el Interior, donde según el general Fleury, perro viejo del 2 de diciembre, hacía falta «una mano de hierro».

Después de la elección de Belleville, el partido de acción no se detuvo. Las reuniones públicas no eran más que fiebre, hasta el punto de inquietar a Delescluze, que constataba la existencia de una avalancha de exaltados desconocidos. Su Réveil y Le Rappel se quedaban bastante más atrás que La Marseillaise, fundada en diciembre por Rochefort, ametralladora que disparaba sin descanso, y cuya redacción, por la que desfilaba desde la mañana hasta la noche la multitud, parecía un campamento. Los redactores están dispuestos a todo. Un primo del emperador, el príncipe Pierre Bonaparte, fiera encerrada en Auteuil, atacó violentamente, en L’Avenir de la Corse, al periódico corso La Revanche, cuyo corresponsal parisino, Paschal Grousset, respondió en La Marseillaise. El príncipe provoca a Rochefort, pero Paschal Grousset se ha anticipado y ha enviado a Auteuil a dos de sus colaboradores, Ulric de Fonvielle y Victor Noir, buen mozo de veinte años, valiente en extremo. Pierre Bonaparte responde brutalmente que se batirá con Rochefort, no con dos instrumentos. Habla de carroñas. Un disparo. Victor Noir va a caer al patio con el corazón atravesado por un balazo. París en pleno recibe el tiro. Aquel joven muerto, aquel Bonaparte asesino, conmueven a todos los hogares, despiertan la piedad de la mujer y la pasión del marido. Cuando al día siguiente La Marseillaise grita: «Pueblo francés, ¿no crees que decididamente esto es ya demasiado?», el motín fue cosa fuera de duda, y hubiera estallado de no haber retenido la policía el cadáver en Auteuil.

El 12 de enero del 70, doscientos mil parisinos suben por los Campos Elíseos para hacer grandes funerales a su hijo. El ejército, reforzado con las guarniciones vecinas, ocupa todos los puntos estratégicos, y el mariscal Canrobert, olfateando el tufo de diciembre, promete el tiroteo. En Auteuil, Delescluze y Rochefort, que ven inminente la matanza, obtienen la promesa de que se llevará el ataúd al cementerio, en contra de Flourens y de los revolucionarios que quieren llevarlo a París. No hubiesen franqueado la barrera, que apenas dejó pasar a Rochefort y al frente de una columna, rápidamente rechazada a la altura de los Campos Elíseos. Los mamelucos se quejaron de que no se hubiera aprovechado la ocasión para hacer la sangría que estimaban indispensable.

El primer acto del liberal Emile Ollivier fue pedir que se persiguiese a Rochefort. Obtiene el voto afirmativo el día 17, a pesar, es preciso decirlo, de la oposición de la extrema izquierda. La multitud que rodeaaba el Palais-Bourbon, reprimida a golpes, gritó: «¡Viva la República!», ante la terraza de las Tullerías por donde se paseaba el emperador.

El segundo acto liberal del ponente de la ley sobre las coaliciones fue dirigir al ejército contra los obreros de Creusot, que pedían administrar por sí mismos su caja de retiro, alimentada con su propio dinero.

El presidente del Cuerpo Legislativo, Schneider, jefe de este coto feudal, había expulsado a los miembros del comité obrero, que llevaban a Assi a la cabeza. Schneider abandonó el sillón presidencial, acudió a su baronía con tres mil soldados y dos generales, volvió a toda su gente a las canteras y envió un gran número de sus obreros al Tribunal de Autun.

El bureau de la Internacional, formado de nuevo con otro nombre, protestó contra la «pretensión de los capitalistas que, no contentos con detentar todas las fuerzas económicas, quieren además disponer, y disponen, de hecho, de todas las fuerzas sociales, ejército, policía, tribunales, para el mantenimiento de sus inicuos privilegios». El rumor de la huelga fue ahogado por la marea ascendente de París.

Rochefort, condenado a seis meses de cárcel, es entregado por los diputados. La noche del 7 de febrero lo detienen ante la redacción de La Marseillaise. Flourens grita: «¡A las armas!», echa la zarpa al comisario y, seguido por un centenar de manifestantes, se dirige a Belleville y levanta una barricada en el Temple. La tropa llega, Rochefort se ve abandonado y encuentra a duras penas un refugio. Al día siguiente, París se entera de la detención de Rochefort, así como de todos los redactores de La Marseillaise y de numerosos militantes. Se agitan las masas en los barrios. En la calle Saint-Maur se levantó una barricada que es defendida. Va a presentarse ocasión para la sangría, cuando aparece un manifiesto firmado por obreros, muchos de los cuales pertenecen al bureau de la Internacional: Malon, Pindy, Combault, Johannard, Landrin, etc.: «Por primera vez desde hace diecinueve años se han levantado barricadas; la ruina, la bajeza, la vergüenza, van a acabar de una vez... La Revolución adelanta a grandes pasos; no obstruyamos su camino con una impaciencia que podría resultar desastrosa. En nombre de la República social que todos queremos, invitemos a nuestros amigos a no comprometer semejante situación».

Estos trabajadores fueron escuchados por el pueblo pero las detenciones continuaron. Un obrero mecánico, Mégy, detenido antes de la hora legal, mata al policía que fuerza su puerta. Delescluze sostiene que Mégy estaba en su derecho de defenderse. Se le condena a trece meses de prisión. El abogado de Mégy, Protot, es apaleado, amordazado. El día 14 hay cuatrocientas cincuenta personas encerradas, acusadas de haber participado en el «complot de febrero», como lo llamaba esta magistratura, a quien su actual jefe, Emile Ollivier, trataba en el 59 de «podredumbre».

Como tal se manifestó el 21 de febrero, en Tours, en el proceso del asesino de Víctor Noir. La Constitución imperial concedía a los Bonaparte el privilegio de un Tribunal Supremo, compuesto de funcionarios del Imperio. La fiera de Auteil rugió. Seguro de sus jueces, dijo que Victor Noir le había abofeteado. El profesor Tardieu, médico oficial, lo confirmó, y el procurador general, un vulgar criado, arrancó la absolución. Tardieu, abucheado por los estudiantes de París, hizo suspender sus cursos. La juventud de las escuelas se tomó el desquite en un banquete ofrecido a Gambettta. «Nuestra generación –dijo este– tiene por misión terminar, completar la Revolución Francesa; no debe llegar el centenario de 1789 sin que Francia haya hecho algo por la justicia social». Fustigó el culto a Napoleón i, que había llevado a la restauración del Imperio, y dijo: «Es un monstruo en lo moral, como los monstruos lo son en lo físico».

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