Читать книгу La comuna de Paris - Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - Страница 33
Resistencia obrera
ОглавлениеPara honra del pueblo francés, había otra Francia harto distinta. Los trabajadores parisinos quisieron cortar el paso a esta guerra criminal, a esta hez patriotera que agita sus fangosas oleadas. El 15, en el momento en que Emile Ollivier hincha su ligero corazón, algunos grupos que se han formado en la Corderie bajan a los bulevares. En la plaza Cháteau-d’Eau55 se les une mucha gente; la columna, grita: «¡Viva la paz!», canta el estribillo del 48:
Para nosotros, los pueblos son hermanos
Y los tiranos enemigos
Desde Cháteau-d’Eau hasta la puerta de Saint-Denis, barrios populares, los aplausos se multiplican. La gente silba en los bulevares Bonne-Nouvelle y Montmartre, donde se producen riñas con bandas heterogéneas. La columna llega hasta la calle Paix, a la plaza Vendôme, donde es abucheado Emile Ollivier, a la calle Rivoli y al Hôtel-de-Ville. Al día siguiente, se encuentran grupos mucho más numerosos todavía en la Bastilla, y vuelve a empezar la pugna. Ranvier, pintor de porcelanas, muy popular en Belleville, marcha a la cabeza con una bandera. En el bulevar Bonne-Nouvelle cargan sobre ellos los gendarmes y los dispersan.
Impotentes para sublevar a la burguesía, los trabajadores franceses se vuelven hacia los de Alemania: «Hermanos, protestamos contra la guerra; queremos paz, trabajo y libertad. Hermanos, no escuchéis las voces a sueldo que tratan de engañaros respecto al verdadero espíritu de Francia». Su noble llamamiento recibió su recompensa. Los trabajadores de Berlín, respondieron: «También nosotros queremos paz, trabajo y libertad. Sabemos que a un lado y otro del Rin viven hermanos con los cuales estamos dispuestos a morir por la República universal». Grandes y proféticas palabras, escritas en el libro de oro del porvenir de los trabajadores.
Desde hacía tres años, no había estado realmente en la brecha nadie más que un proletariado de espíritu moderno, y con él los jóvenes que de la burguesía se pasaron al pueblo. Solo ellos mostraron algún valor político; ellos son, asimismo, los únicos que, en la parálisis general de julio de 1870, encuentran algún nervio para intentar la salvación. El odio del Imperio no los olvidará nunca, ni aun en lo más encarnizado de la guerra. En esos momentos, los tribunales de Blois juzgan a setenta y dos acusados, a unos del complot urdido contra el plebiscito, a otros de toda clase de crímenes políticos. La mayor parte de ellos no se conocían. Solo treinta y siete serán absueltos; entre ellos, Cournet, Razoua, Ferré. Mégy irá a presidio.
La bestia de la guerra está suelta, los pulmones resuenan en París, que se ilusiona con victorias, y los periodistas bien informados entran en Berlín dentro de un mes; lo malo es que en la frontera faltan víveres, cañones, fusiles, municiones, mapas, zapatos. Un general telegrafía al ministro: «No sé dónde están mis regimientos». No hay nada para equipar y armar a los guardias móviles, ejército de segunda fila. Toda ilusión de alianza es imposible. Austria está inmovilizada por Rusia; Italia, por la negativa de Napoleón iii a ceder Roma a los italianos.
Napoleón sale de Saint-Cloud el 28 de julio, en el ferrocarril de circunvalación, sin atreverse a cruzar por París, a pesar del «ímpetu irresistible»; él, que durante tanto tiempo hizo piafar en la capital a sus cien guardias. Jamás volverá a entrar en sus muros. Su único consuelo será, algunos meses más tarde, ver a sus oficiales, a su servil burguesía, superar cien veces sus matanzas.