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La candidatura de Hohenzollern

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La paz de diciembre ha vuelto. Paz en la calle, agitadores detenidos o en el destierro, periódicos suprimidos o aterrorizados, como La Marseillaise. Paz en el Cuerpo Legislativo, donde la extrema izquierda está aterrada, la oposición dinástica de los Picard. De repente, a principios de julio, se extendieron rumores de guerra. Un príncipe prusiano, un Hohenzollern, se presenta como candidato al trono de España, vacante desde la expulsión de Isabel, y esto constituye, al parecer, un insulto a Francia. Un aturdido, Cochery, interpela al ministro de Asuntos Extranjeros, el duque de Gramont, un fatuo a quien Bismarck llamaba «el hombre más necio de Europa». El duque acude el 5 de julio y declara que Francia no puede dejar que una potencia extranjera «ponga a uno de sus príncipes en el trono de Carlos v». La izquierda exige explicaciones, documentos diplomáticos.

«¡Huelgan los documentos!», aúlla un soldado de caballería salido de un bosque de Gers, llamado Cassagnac, deportador en 1852, rey de los bribones en tiempos de Guizot, jefe de los mamelucos con Napoleón iii, que se desvivía desde hacía veinte años por llenar sus bolsillos sin fondo. «¡Bravo!», exclaman con él los familiares de las Tullerías. Toda ocasión es buena contra esa Prusia que se ha burlado de Napoleón iii.

Su hijo no reinaría, había dicho la emperatriz, si no tomaba venganza de Sadowa. Esta era también la opinión del marido. Este criollo sentimental, cruzado de flemático holandés, peloteado siempre entre dos contrarios, que había ayudado a renacer a Italia y a Alemania, llegó a soñar con ahogar el principio de las nacionalidades, que con tanto calor había proclamado y del que había sido el único en no comprender nada. Prusia, que seguía esta evolución, se armaba desde hacía tres años sin descanso, se sentía preparada, deseaba la agresión. La extranjera, enardecida por su loca camarilla de bailarines de cotillón, de oficiales de salón tan bravos como ignorantes, de neo-decembristas que querían refrescar su 52, empujada por un clero que presentaba como aliados a los católicos de Alemania. Eugenia de Montijo hizo franquear a su débil marido el umbral del sueño a la realidad, le puso en las manos la bandera de «su» guerra,la suya, como decía la camarilla. El 7 de julio, el «hombre más necio» pidió al rey de Prusia que retirase la candidatura de Hohenzollern; el Senado creyó que convenía esperar, y el día 9, declara el emperador «puede conducir a Francia donde él quiera, que solo él debe ser quien pueda declarar la guerra». El mismo día, el rey responde que aprobará la renuncia del Hohenzollern; un día más tarde, Gramont exige una respuesta del príncipe, y, por su parte, añade: «Tomo mis precauciones para no ser sorprendido». El 12 de julio, el príncipe ha retirado su candidatura. «Es la paz –dice Napoleón iii–; lo siento porque la ocasión era buena».

La camarilla, consternada, cada vez más loca por la guerra, rodea, acucia al emperador y logra, sin gran trabajo, encender de nuevo la antorcha. La renuncia de Hohenzollern no basta; es preciso que el propio rey Guillermo firme una orden. Los mamelucos lo exigen, van a interrogar al gabinete sobre sus «irrisorias lentitudes». Bismarck no esperaba tener tan buena suerte. Seguro de vencer, quería aparecer como atacado. El día 13, Guillermo aprueba sin reservas la renuncia del príncipe. No importa; en las Tullerías quieren la guerra a toda costa. Por la noche, nuestro embajador Benedetti recibe orden de pedir al viejo rey que se humille hasta prohibir al prusiano que rectifique su renuncia. Guillermo responde que es inútil una nueva audiencia, que se reafirma en sus declaraciones, y, al encontrarse en la estación de Ems con nuestro embajador, le repite sus palabras. Un telegrama pacífico anuncia a Bismarck que ha sido muy cortés esta entrevista. El canciller consulta a Moltke y al ministro de la Guerra: «¿Estáis dispuestos?». Ellos prometen la victoria. Bismarck amaña el telegrama, le hace decir que el rey de Prusia ha despachado, sin más, al embajador de Francia, lo publica como suplemento en la Gaceta de Colonia, y lo envía a los agentes de Prusia en el extranjero.

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