Читать книгу La comuna de Paris - Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - Страница 44

París, engañado

Оглавление

Los pedantes del ejército regular no veían en todo esto más que barbarie. Aquel París para el que ni Hoche, ni Marceau, ni Kléber hubiesen sido demasiado jóvenes, ni demasiado creyentes, ni demasiado puros, tenía como generales a los peores guiñapos del Imperio y del orleanismo: al Vinoy de diciembre, a Ducrot, a Suzanne, a Leflô. Un fósil presuntuoso como Chabaud-Latour mandaba como genial jefe. En su amable intimidad, les divertía mucho esta defensa, pero encontraban la broma demasiado larga. El 31 de octubre les exasperó contra la Guardia Nacional, y hasta última hora se negaron a utilizarla.

En lugar de coordinar las fuerzas de París, de dar a todos los mismos cuadros, la misma enseña, el hermoso nombre de Guardia Nacional, Trochu dejó en pie las tres divisiones: ejército, infantería, civiles. Esto era consecuencia natural de su opinión acerca de la defensa. El ejército, amotinado por los estados mayores, aborrecía a aquel París que le imponía, según decían, fatigas inútiles. Los soldados de provincias, empujados por sus oficiales, flor y nata de hidalgüelos, se agriaron también. Todo el mundo, al ver despreciados a los guardias nacionales, también los despreciaban, los llamaban los «a todo trance», los «treinta sueldos». Desde el comienzo del sitio, los parisinos recibían un franco cincuenta céntimos –treinta sueldos o sous– de indemnización. Todos los días se temían colisiones.

El 31 de octubre no trajo ningún cambio en cuanto al fondo de las cosas. El gobierno rompió las negociaciones que no hubiera podido llevar adelante sin sucumbir, a pesar de su victoria.Decretó la creación de la fundición de cañones pero no por eso creyó más en la defensa, y siguió navegando con la proa definida hacia la paz. Su gran preocupación, como él mismo ha escrito, era el motín. No era solamente de la locura del sitio de lo que quería salvar a París, sino, ante todo, de los revolucionarios. Los grandes burgueses arrojaron esta magnífica sospecha. Antes del 4 de septiembre habían declarado, dice Jules Simon, «que si se armaba a la clase obrera y esta tenía alguna probabilidad de imponerse, no se batirían de ningún modo», y la noche del 4 de septiembre, Jules Favre y Jules Simon fueron al Cuerpo Legislativo a tranquilizarlos, a decirles que los defensores no estropearían la casa. La fuerza irresistible de los acontecimientos había armado a los obreros; era preciso inmovilizar al menos sus fusiles. Desde hacía dos meses, la gran burguesía buscaba el momento oportuno. El plebiscito le dijo que ese momento había llegado ya. Trochu tenía a París en sus manos, y la burguesía, por medio del clero, tenía en sus manos a Trochu, tanto más cuanto que este creía no depender más que de su conciencia. Curiosa conciencia de infinitos fosos, con más artilugios que los de un teatro. Trochu creía en los milagros, mas no en los prodigios; en las Santas Genovevas, pero no en las Juanas de Arco; en las legiones del más allá, pero de ningún modo en los ejércitos que brotan de la tierra. Por eso, desde el 4 de septiembre consideraba como un deber engañar a París. Pensaba: «Voy a rendirte, pero es por tu bien». Después del 31 de octubre creyó su misión doblada, vio en sí mismo al arcángel, al San Miguel de la sociedad amenazada. Este es el segundo período de la defensa, que se sostiene tal vez en un gabinete de la calle Postes, porque los jefes del clero vieron, con más claridad que nadie, el peligro de un advenimiento de los trabajadores. Sus manejos fueron muy hábiles. Una especie de obispo a lo Turpín, calzado, barbudo, jovial, gran vaciador de botellas y trenzador de cotillones, de mano ancha y lengua expedita, Bauer, no se separaba de Trochu y atizaba sus recelos en contra de la Guardia Nacional. Supieron poner en todas partes el grano de arena en el punto vital, penetrando en los estados mayores, en las ambulancias, en las alcaldías. Como el pescador que forcejea con un pez demasiado grande, ahogaron a París en su fluido, le extrajeron su savia a tirones. El 28 de noviembre dio Trochu el primero de estos tirones: una salida de gran espectáculo. El general Ducrot, que mandaba las fuerzas, se anunció cual un nuevo Leónidas: «Lo juro ante vosotros, ante la nación entera: no volveré a París si no es muerto o victorioso. Podréis verme caer, pero no me veréis retroceder». Esta proclama exaltó a todo París. Se creyó en vísperas de Jemmapes, cuando los voluntarios parisinos escalaban las crestas guarnecidas de artillería, porque esta vez la Guardia Nacional iba a hacer fuego.

Hubiéramos debido abrirnos paso por el Marne para unirnos a los ejércitos de provincias y pasar el río Nogent. El ingeniero Ducrot había tomado mal las medidas; los puentes no estaban en condiciones. Hubo que esperar hasta el día siguiente. El enemigo, en lugar de ser sorprendido, pudo ponerse a la defensiva. El 30, con un magnífico impulso, ganamos Champigny. Al día siguiente, Ducrot permaneció inactivo, mientras el enemigo, desguarneciendo Versalles, acumulaba sus fuerzas sobre Champigny. El 2 de diciembre, reconquistó una parte del pueblo.

La lucha fue ruda durante toda la jornada. Los miembros del gobierno, a quienes su grandeza retenía en el Hôtel-de-Ville, se hicieron representar en el campo de batalla por una carta de su muy querido presidente. Por la noche acampamos en nuestras posiciones, pero helados. El «querido presidente» tenía dada orden de que se dejasen las mantas en París, y habíamos partido sin tiendas ni ambulancias. Al día siguiente, Ducrot declaró que debíamos retirarnos, y ante París, ante la nación entera, este bravucón deshonrado se volvió a la capital a reculones. Volvíamos, entre muertos y heridos, con ocho mil bajas de cien mil hombres, de los cuales habían entrado en combate cincuenta mil.

Trochu descansó veinte días sobre estos laureles. De este ocio se aprovechó Clément Thomas para disolver y difamar al batallón de tiradores de Belleville, poco disciplinado, sin duda, pero que había tenido muertos y heridos. Basándose en el simple informe del general que mandaba en Vincennes, difamaba igualmente al 200° batallón. Echaban el guante a Flourens. El 21 de diciembre, estos encarnizados depuradores se dignaron, por fin, a preocuparse un poco por los prusianos. Los móviles del Sena fueron lanzados, sin cañones contra las murallas de Stains, y al ataque contra Le Bourget. El enemigo los recibió con una artillería aplastante. La ventaja conseguida por la derecha en Ville-Evrard no fue aprovechada. Los soldados regresaron desmoralizados. Algunos gritaron: «¡Viva la paz!». Cada nueva empresa acusaba al plan Trochu, fatigaba a las tropas, pero no podía nada contra el valor de los guardias nacionales. Estos, durante dos días, en la explanada de Avron, casi al descubierto, sostuvieron el fuego de sesenta piezas. Cuando los muertos eran ya muchos, Trochu descubrió que la posición no tenía ninguna importancia y mandó evacuarla.

La comuna de Paris

Подняться наверх