Читать книгу La comuna de Paris - Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - Страница 54
Debilidad de la delegación
ОглавлениеLa debilidad de la delegación daba alas a la mala voluntad de estos mismos generales. Gambetta preguntaba a algunos de ellos si se avendrían a servir a las órdenes de Garibaldi; admitía que se negasen, hacía liberar a un cura que desde su púlpito ponía precio a la cabeza del general, condescendía en dar explicaciones a los oficiales de Charette, y permitía a los zuavos pontificios que enarbolaran otra bandera que no fuera la de Francia. Confió el ejército del Este a Bourbaki, completamente extenuado y que acababa de llevar a la emperatriz una carta de Bazaine.
¿Le faltaba autoridad? Sus colegas de la delegación no se atrevían siquiera a levantar los ojos, los prefectos no conocían a nadie más que a él, los generales adoptaban en presencia suya maneras de colegiales. El país obedecía, lo daba todo con ciega pasividad. Los contingentes se reclutaban sin dificultad alguna. Las campañas no encontraban ningún refractario, a pesar de hallarse en el ejército todos los gendarmes. Las Ligas más ardorosas cedieron a la primera observación. No estalló movimiento alguno hasta el 31 de octubre. Los revolucionarios marselleses, indignados por la debilidad del Consejo Municipal, proclamaron la Comuna. Cluseret, que desde Ginebra había pedido al «prusiano» Gambetta el mando de un cuerpo de ejército, apareció en Marsella, se hizo nombrar general, desapareció de nuevo y volvió a Suiza, porque su dignidad le impedía servir como simple soldado. En Toulouse, la población expulsó al general, un sanguinario día de junio del 48. En Saint-Etienne, la Comuna duró una hora. En todas partes bastaba una palabra para poner la autoridad en manos de la delegación; hasta tal punto se temía crearle la menor dificultad.
Esta abnegación sirvió exclusivamente a los reaccionarios. Los jesuitas pudieron urdir sus intrigas, parapetándose detrás de Gambetta que los había enviado nuevamente a Marsella, de donde los había expulsado la indignación del pueblo: el clero se encontró en condiciones de seguir negando a las tropas sus edificios, sus seminarios, etcétera; los antiguos jueces de las comisiones mixtas pudieron seguir insultando a los republicanos. El prefecto de Haute-Garonne fue destituido al momento por haber suspendido en el ejercicio de sus funciones a uno de esos honorables magistrados. Los periódicos podían publicar proclamas de pretendientes. Hubo consejos municipales que, olvidándose de todo patriotismo, votaron la sumisión a los prusianos. Por todo castigo, Gambetta los abrumó con un sermón.
Los bonapartistas se reunían descaradamente. El prefecto de Burdeos, republicano ultramoderno, pidió autorización para detener a algunos de estos agitadores. Gambetta respondió: «Esas son prácticas del Imperio, no de la República».
En vista de esto, se alzó, la Vendée conservadora. Monárquicos, clericales, especuladores, esperaban su hora, agazapados en los castillos, en los seminarios intactos, en las magistraturas, en los consejos generales, que la delegación se negó durante mucho tiempo a disolver en masa. Eran lo bastante hábiles como para hacerse representar, por poco que fuera, en los campos de batalla, con el fin de conservar las apariencias del patriotismo. En unas semanas calaron perfectamente a Gambetta, descubriendo detrás del tribuno grandilocuente al hombre irresoluto.