Читать книгу La comuna de Paris - Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - Страница 59

Fiebre patriótica

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El 26 de febrero se redoblaron las manifestaciones. Un agente de policía, sorprendido por los soldados cuando les tomaba el número de sus regimientos, fue aprehendido y arrojado al canal, que le arrastró al Sena, hasta donde le siguieron algunos furiosos. Veinticinco batallones desfilaron en esta jornada, preñada de angustia. Los periódicos anunciaban para el día siguiente la entrada del ejército alemán por los Campos Elíseos. El gobierno replegaba sus tropas sobre la orilla izquierda y abandonaba el Palais de l’Industrie. No olvidaba más que los cuatrocientos cañones de la Guardia Nacional acampados en la plaza Wagram y en Passy. Ya la incuria de los capituladores –Vinoy lo ha escrito– había entregado doce mil fusiles de más a los prusianos. ¿Quién sabe si no iba también a extender sus garras aguileñas hasta estas hermosas piezas de artillería salpicadas con la sangre y la carne de los parisinos, marcadas con la cifra de los batallones? Todo el mundo pensó en ello espontáneamente. Los primeros en partir fueron los batallones del orden de Passy y de Auteuil. De acuerdo con la municipalidad, arr astraron al parque Monceau las piezas del Ranelagh. Los demás batallones de París vinieron a buscar sus cañones al parque Wagram y los condujeron a la ciudad, a Montmartre, a La Villette, a Belleville, a la plaza Vosges, a la calle Basfroi, Barrière d’Italie, etc.

Por la noche, París recobró su fisonomía. La llamada, el somatén, los clarines, lanzaron millares de hombres armados a la Bastilla, a Château-d’Eau, a la calle Rivoli. Las tropas enviadas por Vinoy para sofocar las manifestaciones de la Bastilla fraternizaban con el pueblo. La prisión de Sainte-Pélagie fue forzada y Brunel puesto en libertad. A las dos de la madrugada, cuarenta mil hombres subían por los Campos Elíseos y la avenida de la Grande-Armée al encuentro de los prusianos. Los esperaron hasta el amanecer. Los batallones de Montmartre se engancharon a los cañones a su paso, y los llevaron hasta la alcaldía del distrito xviii y en el bulevar Ornano.

A este impulso caballeresco, respondió Vinoy con una insultante orden del día. Este gobierno que injuriaba a París le pedía que, encima, inmolase a Francia. Thiers había firmado la víspera, también con lágrimas en los ojos, los preliminares de paz, dando a Bismarck, a cambio de Belfort, libre acceso a París.

El 27 de febrero, por medio de un bando, seco como un acta, Picard anunció que el 1 de marzo treinta mil alemanes ocuparían los Campos Elíseos.

El 28, a las dos, la comisión encargada de redactar los estatutos del Comité Central se reunió en la alcaldía del distrito iii. Convocó en la calle Rosiers a los jefes de batallones y a los delegados de los diferentes comités militares que se habían creado espontáneamente en París, como el de Montmartre. La sesión, presidida por Bergeret, de Montmartre fue terrible. La mayoría no hablaba más que de batallas, exhibía mandatos imperativos, recordaba la reunión de Wauxhall. Casi por unanimidad, se resolvió tomar las armas contra los prusianos. El alcalde, Bonvalet, muy inquieto por sus huéspedes, hizo rodear la alcaldía y, un poco de buen grado, y otro a la fuerza, consiguió desembarazarse de ellos73.

Durante toda la jornada se armaron los barrios, se apoderaron de las municiones. Algunas piezas de sitio fueron montadas en sus afustes. Los móviles, olvidando que eran prisioneros de guerra, volvieron a tomar las armas en los sectores. Por la noche invadieron el cuartel de la Pepinière, ocupado por los marinos, y llevaron a estos en manifestación a la Bastilla.

La catástrofe hubiera sido indudable sin el valor de algunos hombres que se atrevieron a ir contra la corriente. Toda la Corderie (Comité Central de los veinte distritos, Internacional, Federación de las Cámaras Sindicales) observaba con suspicaz reserva aquel embrión de comité compuesto por desconocidos, a los que no se había visto en ningún movimiento revolucionario. Al salir de la alcaldía del tercer distrito, algunos de los delegados de batallones, que pertenecían asimismo a los grupos de la Corderie, fueron a esta a contar la sesión y la resolución desesperada que en ella se había adoptado. Se esforzaron en disuadirles, y se enviaron oradores a Wauxhall, donde se celebraba una gran reunión. Los oradores consiguieron hacerse oír. Muchos ciudadanos hicieron también grandes esfuerzos por hacer entrar a la concurrencia en razón. El día 28 por la mañana, los tres grupos de la Corderie publicaron un manifiesto conjurando a los trabajadores a que se abstuvieran. «Todo ataque –decían– servirá para exponer al pueblo a los golpes de los enemigos de la Revolución, que ahogarían las reivindicaciones en un torrente de sangre. Recordemos las lúgubres jornadas de junio».

Esto no era más que una voz y de poco timbre. Desde las elecciones generales, el comité de los veinte distritos se reducía a una docena de miembros; la Internacional y las cámaras sindicales no contaban. Los elegidos del Wauxhall, por el contrario, representaban la masa armada. Bastaba con que un obús partiese de Montmartre contra los prusianos, y se entablaría el horrible combate. Así lo supieron comprender, y el 28 de febrero fijaron una imperativa proclama, enmarcada en negro: «Ciudadanos, toda agresión equivaldría al derrumbamiento de la República. Se establecerá, alrededor de los barrios que debe ocupar el enemigo, una serie de barricadas, adecuadas para aislar completamente esta parte de la ciudad. La guardia nacional, de acuerdo con el ejército, vigilará para que el enemigo no pueda comunicarse con las zonas atrincheradas de París». Seguían veintinueve nombres74. Estos veintinueve capaces de calmar a la Guardia Nacional fueron aprehendidos, incluso por la burguesía, que no pareció extrañarse de tal poder.


Avenida de la Grande Armée. Fotografía anónima

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