Читать книгу La comuna de Paris - Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - Страница 47

El 22 de enero

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Flotaban en el aire signos de cólera, pero no de una jornada seria. Muchos revolucionarios, entre ellos Blanqui, sintiendo que las cosas estaban llegando ya al fin, no admitían un movimiento que, de resultar victorioso, hubiera salvado a los hombres de la defensa y ocupado el lugar de estos para capitular. Otros, cuya razón no iluminaba al patriotismo, enardecidos aún por los ardores de Buzenval, creían en la salida en masa y decían: «hay que salvar el honor». En algunas reuniones la víspera, votaron que se opondrían con las armas a la capitulación, y se dieron cita delante del Hôtel-de-Ville.

Al mediodía, el tambor redobla en Batignolles. A la una y media, aparecen algunos grupos armados en la plaza del Hôtel-de-Ville. La multitud se apelotona. El adjunto del alcalde, G. Chaudey, recibe a una diputación; desde el 31 de octubre el gobierno moraba en el Louvre. El orador expone las quejas de París, pide que se implante la Comuna. Chaudey afirma que la idea de la Comuna es una idea falsa, que él la ha combatido y la combatirá enérgicamente. Era hombre de naturaleza muy violenta y terriblemente ergotista. Llega en esto una nueva diputación más fogosa. Chaudey se enfada, insulta, incluso. La emoción crece; el 101, que llegaba de la orilla izquierda, grita: «¡Mueran los traidores!». El 207, de Batignolles, que ha recorrido los bulevares, desemboca en la plaza por la calle del Temple y se alinea delante del Hôtel-de-Ville, cuyas salidas están todas cerradas.

Suenan disparos; las ventanas del Hôtel-de-Ville se envuelven en humo. Resguardados detrás de los faroles y de los montículos de arena, algunos guardias nacionales, mandados por Sapia y Raoul Rigault, hacen frente al fuego de los móviles. Otros disparan contra las casas de la avenida Victoria. El tiroteo sonaba desde hacía muchas horas, cuando aparecieron los gendarmes por la esquina de la avenida. Detrás iba Vinoy. Los insurrectos se baten en retirada. Fueron aprehendidos una docena de ellos y conducidos al Hôtel-de-Ville, donde Vinoy quería fusilarlos. Jules Ferry los hizo reservar para los consejos de guerra. Los manifestantes, la multitud inofensiva, tuvo treinta bajas entre muertos y heridos; las del Hôtel-de-Ville no pasaron de un muerto y dos heridos.

El gobierno cerró los clubs y lanzó numerosas órdenes de detención. Ochenta y tres personas, inocentes en su mayor parte, según ha dicho el general Soumain, fueron detenidas. Se aprovechó esta ocasión para enviar a Delescluze, a pesar de sus sesenta y cinco años y de la bronquitis aguda que le minaba, a reunirse en Vincennes con los detenidos del 31 de octubre, arrojados, en revuelta confusión, a la húmeda fortaleza. Le Réveil y Le Combat fueron suprimidos.

Una indignada proclama denunció a los insurrectos como «partidarios del extranjero», único recurso de los hombres del 4 de septiembre en sus vergonzosas crisis. Solo en esto fueron jacobinos. ¿Quién servía al extranjero, el gobierno, dispuesto en todo momento a capitular, o los prisioneros, siempre encarnizados en la resistencia? La historia dirá que en Metz un numeroso ejército, debidamente dotado de oficialidad, instruido, con soldados veteranos, se dejó entregar sin que un mariscal, un jefe de cuerpo, se levantase para salvarle de Dazaine, mientras que los parisinos, sin guías ni organización, ante doscientos cuarenta mil soldados y guardias móviles ganados para la paz, retrasaron tres meses, con su sangre, la capitulación y la venganza.

Esta indignación de traidores hizo perder aliento a la gente. Ninguno de los batallones antes fieles a Trochu respondió a la llamada de Clément Thomas. Este gobierno, defendido mientras se le creyó gobierno de defensa, aprestaba a todos a la capitulación. El mismo día de la refriega, hizo su última jesuitada. Jules Simon reunió a los alcaldes y a una docena de altos oficiales, y ofreció el mando supremo al militar que propusiera un plan.

Los hombres del 4 de septiembre abandonaron –otros lo hicieron en cuanto lo dejaron exangüe– el París que habían recibido exuberante de vida. Ninguno de los asistentes vio la ironía. Se limitaron a repudiar aquella herencia desesperada. Allí les esperaba Jules Simon. Alguien –el general Leconte– dijo: «Hay que capitular». Los alcaldes comprendieron, por fin, para qué se les había convocado, y algunos se enjugaron una lágrima.

La comuna de Paris

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