Читать книгу La comuna de Paris - Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - Страница 39
La confianza de París
ОглавлениеParís entero se entregó a estos diputados de la izquierda, olvidó sus últimos desfallecimientos, los engrandeció con las proporciones del peligro. Asumir, acaparar el poder en semejante momento, pareció uno de esos golpes de audacia de que solo el genio es capaz. Este París, hambriento desde hacía ochenta años de libertades municipales, se dejó imponer como alcalde al antiguo empleado de Correos del 48, Etienne Arago, hermano de Emmanuel, que lloriqueaba frente a cualquier audacia revolucionaria. Él nombró en los veinte distritos a los alcaldes que quiso, los cuales, a su vez, eligieron los adjuntos que les dio la gana. Pero Arago anunciaba elecciones muy pronto, y hablaba de hacer revivir los grandes días del 92; en cambio, Jules Favre, orgulloso como un Danton, gritaba a Prusia y a Europa: «No cederemos ni una pulgada de nuestro territorio, ni una piedra de nuestras fortalezas». Y París aceptaba, entusiasmado, esta dictadura de heroica facundia. El 14 de septiembre, cuando Trochu pasaba revista a la Guardia Nacional, trescientos mil hombres escalonados en los bulevares, la plaza de la Concordia y los Campos Elíseos, prorrumpieron en una aclamación inmensa, llevando a cabo un acto de fe análogo al de sus padres en la mañana de Valmy.
Sí, París se entregó sin reservas a esta izquierda, a la que había tenido que violentar para la revolución. Su impulso de voluntad no duró más de una hora. Una vez por tierra el Imperio, creyó que todo había terminado y volvió a abdicar. Fue en vano que lúcidos patriotas trataran de mantenerle en pie. Inútilmente escribía Blanqui: «París es tan inexpugnable como invencibles éramos; París, engañado por la prensa fanfarrona, ignora lo grande del peligro; París abusa de la confianza». París se entregó a sus nuevos amos, cerró obstinadamente los ojos. Sin embargo, cada día traía un síntoma nuevo. La sombra del sitio se aproximaba, y la defensa, lejos de alejar las bocas inútiles, llenaba la ciudad con doscientos mil habitantes del extrarradio. Los trabajos exteriores no avanzaban. En lugar de hacer que todo París empuñase los picos y, con los clarines a la cabeza, banderas al viento, conducir fuera del casco de la ciudad, en columnas de a cien mil hombres, a los nietos de los desniveladores del Campo de Marte, Trochu confiaba los trabajos a los contratistas ordinarios que, según decían, no encontraban brazos. Apenas se había estudiado la altura de Châtillon, clave de nuestros fuertes del Sur, cuando, el 19 de septiembre, se presenta el enemigo, y barre del llano a una tropa enloquecida de zuavos y soldados que no quisieron batirse. Y al día siguiente, aquel París que los periódicos declaraban imposible de cercar, es envuelto por el ejército alemán y queda aislado de las provincias.
Esta falta de pericia alarmó rápidamente a los hombres de vanguardia. Estos habían prometido su apoyo, no una fe ciega. El 5 de septiembre, queriendo centralizar para la defensa y el mantenimiento de la República a las fuerzas del partido de acción, habían propuesto a las reuniones públicas que nombrasen en cada distrito un comité de vigilancia encargado de fiscalizar la actualización de los alcaldes y de recibir las reclamaciones. Cada comité debía nombrar cuatro delegados; el conjunto de estos constituiría un comité central de los veinte distritos. Esta forma de elección tumultuaria dio como resultado un comité de obreros, de empleados, de escritores conocidos en los movimientos revolucionarios y en las reuniones de los últimos años. El comité estaba instalado en la sala de la calle de la Corderie, cedida por la Internacional y por la Federación de Cámaras Sindicales.