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Del aserrín a la lona

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Desde que la lucha existe, el ring ha sido el escenario espectacular del pancracio. Y en algunos casos, seguramente muy contados, ha servido de dormitorio para algunos aventureros en busca de emociones nuevas o para los deseosos de ahorrarse el costo del boleto de entrada a la arena. Aquella sonada noche, víspera del gran estreno del nuevo cuadrilátero, el equipo de herreros encargados de instalarlo se quedó a dormir en él. La viuda Florencia Méndez, madre de Marcial, había suplido con diligencia las funciones de vigilante para ganarse la vida desde el fallecimiento de su marido. Aun sin él, la arena seguía siendo su vida, su casa.

Pablo ajustaba las cuerdas del ring en cada función con la precisión de un relojero.

“Vamos a descansar un rato”. Memo, Lalo y el Guayabas instalaron los colchones sobre la lona antes de caer en un sueño profundo.

El relleno de aserrín iba a desaparecer de la arena, para ser remplazado por una capa rechoncha y amortiguadora de hule espuma debajo de la lona extendida con orgullo a los cuatros postes. El cuadrilátero recién montado estaba reluciente un día antes de su estreno.

Memo despertó, aturdido por una pesadilla. Maldito café que había tomado en exceso para permanecer despierto y terminar su trabajo. Dio un paseo por las gradas. La luz de la calle se filtraba por las ventanas y lo guiaba por los asientos de madera. A pesar de los ronquidos sonoros de sus compinches, concilió nuevamente el sueño. Un tablazo, o algo que parecía serlo, hizo brincar a los herreros desconcertados y asustados. El nuevo relleno no absorbió el ruido sino al contrario, lo expandió por toda la arena. Memo revisó la entrada, Lalo las ventanas y el Guayabas las butacas de una en una sin que apareciera por lo menos un pedazo de madera. El cansancio no venció el susto tremendo que se habían llevado. Intentaron dormir de nuevo. Imposible. Memo, Lalo y el Guayabas hablaron hasta el amanecer de sus amoríos de la infancia para olvidar el ruido de sus propios suspiros que se hacían eco en la arena vacía. Lalo imaginó a las tres de la mañana que un señor los observaba, sentado en una butaca de las primeras filas, pero sus compañeros lo callaron, suplicándole que no se bajara del ring para averiguarlo. Se refugiaron entonces en la oficina de la arena.

Al día siguiente, doña Florencia Méndez llegó sonriente con una charola de pan dulce recién salido del horno de la panadería y cuatro vasos de café humeante: “El mundo pertenece a los que se levantan temprano”.

Su rostro se crispó al contemplar el nuevo ring: “Ay Basilio, ahora sí te hubiera dado un infarto”.

Despertando para desafiar el pasado, el espíritu de Basilio que antes se dedicaba a barrer el aserrín después del combate, seguía errando para afirmar: “Yo soy el vigilante de la arena”. Tomó de la mano a su esposa y ambos salieron por la puerta cerrada.

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