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¡Réferi vendido!

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La lucha libre era la pasión de Pepe, pero su temperamento lo hizo réferi porque no le gustaba pegar. La recomendación había surgido unos meses atrás cuando su entrenador advirtió el umbral de resistencia al dolor extremadamente bajo y el sentido agudo de la justicia que conformaban la personalidad del que fuera en su tiempo El Mixteco. Acto seguido, Pepe optó por colgar su máscara y revestir la camisa rayada blanquinegra. Faltaba por consiguiente, además de conseguir el respeto del público, ganarse la consideración de los luchadores desarrollando un estilo peculiar para referear. Pepe había aprendido a mediar la cantidad de poder concentrado en sus manos: tres palmadas aplicadas en la lona enjuiciaban al bien contra el mal que debatían en el ring, bajo la mirada del respetable jurado quien rendía su veredicto a gritos. Sin embargo, eso no era todo. En la lucha libre si el réferi no vio el faul, entonces no existió.

Aquella noche de máscara contra cabellera, concertada desde meses atrás, el ambiente en la arena olía a guerra declarada contra el odiado rudo. El réferi sentía el sudor recorrer su nuca y escurrir desde sus palmas húmedas. Estaba consciente del peso del compromiso que yacía en sus hombros de representante de la ley luchística. Retumbaron como la sentencia final en la lona los tres golpes reglamentarios. Pepe no había visto la falta. Alzó la mano del vencedor mientras que el técnico, furioso, lo levantaba para entregarlo como carnada viva al público, que ya había invadido el cuadrilátero. Cuando la decisión no es del agrado de la afición, ésta es capaz de enfurecer y de enloquecer con tal de defender al luchador merecedor de la victoria. Pepe se debatió hasta lograr saltar a la tercera cuerda y brincar acertadamente hasta la pasarela. Sacudido por tantos golpes inmerecidos, se refugió en los vestidores. A través de la puerta, llegaban todavía los gritos desesperados del enemigo aficionado como flechas envenenadas. Adentro del vestidor sitiado, las propuestas se enunciaban en plena confusión. ¿Cómo salir de la arena sin que Pepe resulte herido en un probable ataque? El Guardián encontró la solución. “¿Y si le presto mi máscara?” Rudos y técnicos, ya reconciliados, asintieron sobre la estrategia de retirada a adoptar. Pepe cambió su camisa de rayas por una playera promocional del Guardián que por suerte hacía juego con su máscara. La manija de la puerta despertó un miedo sudoroso en la mano de Pepe justo antes de abrirse ante la multitud desconcertada que dejaba el paso a los luchadores. “¡Guardián, un autógrafo!” “Pídanlos al Vengador por favor, hoy tengo prisa”. Los luchadores se dirigieron en fila india hacía la salida de la arena, observando un paso cada vez más acelerado. Un aficionado ingresó finalmente al vestidor. Tomó la camisa abandonada por el réferi despechado en el perchero. “¡Se escapó el réferi vendido!”, gritó desesperadamente el hombre frente al público burlado. Como referí, aquella noche ocurrió la primera derrota de Pepe. Declararse a favor de uno de los bandos, aunque sea involuntariamente, conlleva consecuencias que la afición difícilmente perdona. El título carente de honorabilidad iba a acompañar a Pepe lucha tras lucha hasta que la gente se cansara o se interesara por un caso más sonado.

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