Читать книгу Hasta encontrar una salida - Hugo Salas - Страница 12

Оглавление

En mitad de camino al shopping, por tomar un atajo a la ligera, Ana Karina fue a parar al conurbano. (Ana Karina no, Karina. Nunca usaba sus dos nombres. Su madre se lo reprochaba, “te elegimos un nombre precioso, de actriz francesa”. Acaso lo hiciera para eso).

No entendió bien lo ocurrido. Si alguien le hubiese preguntado “¿qué pasó?”, habría dicho que al pasar a la banquina y después salir a campo traviesa, justo en esa parte donde falta el guardarraid, había querido evitar el peaje y la rotonda. “Muchos lo hacen en la curva de los Tordos, ¿no?”. Pero en su interior, como cuando de chica la sorprendían con un dedo en la nariz, sabía que aquel no había sido un acto deliberado.

Venía embotada. Torpe por naturaleza, al volver de la palanca de cambios, su mano derecha se colgó del volante y sin que se percatara de ello, la hizo completar el trayecto carril-banquina-terraplén envuelta en una nube de polvo. De pura casualidad no terminó en accidente. Continuó impávida. Recién terminó de procesar lo ocurrido cuando en vez de la avenida y el bulevar de palmeras nuevas sostenidas por trípodes de palos se encontró sobre un camino de ripio que sacudía la camioneta como un carro.

Separada ya de la autopista por una franja de colas de zorro, decidió seguir. Iba sin radio, sin música, las ventanillas cerradas. Allá, más adelante, la esperaba el letrero metálico del shopping. “Voy por adentro, es lo mismo”, se tranquilizó. De no muy lejos, además, llegaba un sonido constante, sostenido, ruido a algo.

No estaba en medio de la nada.

Se distrajo mirando el ascenso de la noche por las hojas de las tacuaras. En esos dos años que llevaba viviendo allí, había notado que en la pampa el atardecer no se ve como si la luz fuera apagándose, sino como si el suelo devolviese sus sombras a las cosas. Le gustaban las siluetas del follaje. “A contraluz, las moscas se ven mejor”, divagó.

Vino entonces una curva y el letrero quedó atrás. Poco después, perdió toda referencia de la autopista. Estiró el cuello y se levantó en su asiento. Nada. La huella era demasiado estrecha. ¿Y si pinchaba intentando dar la vuelta? ¿Y si quedaba encajada? ¿Y si se caía a una zanja? ¿Cómo orientar al auxilio mecánico? Puro pajonal. Bichos, seguro. Lo mejor era seguir hasta encontrar una salida.

De algún lugar tenía que venir ese ruido insistente, ese golpeteo marcado. Un bar, un puesto, un taller, una estación de servicio… ¿Cuánto vacío podía haber alrededor de una ciudad?

Primero llegó el olor, colándose por las toberas del aire acondicionado: repugnante, una mezcla de basura con excremento de animales, agua estancada y un vaho de amoníaco recortándose contra huevos podridos. Después vio un hilo de luz, el filamento de una lamparita que colgaba sobre la puerta de una casilla de chapa. Era cumbia aquel rumor hueco y reiterativo, con su irritante quejido de pato. Cumbias. La simetría del ritmo y la previsibilidad de la armonía las hacían coincidir y confundirse como si fueran una sola.

Las luces y casillas se multiplicaron.

El camino se hizo más estrecho. Con cuidado, levantó el pie del acelerador. Aquí y allá, asomaron rostros desconfiados. Respiró hondo. “Podría pasar cualquier cosa acá”, pensó, “y nadie se enteraría”.

Sobre las montañas de mugre la seguía un grupo de chicos descalzos acompañados por perros sarnosos y flacos. Le pareció que algunos hacían una pausa para levantar una piedra del suelo, y mientras su mano derecha, buscando el teléfono, se retorcía entre los bordes de la billetera, los pañuelos de papel, el rouge, su foulard, unos caramelos viejos, un perfume de cartera y un alfiler de gancho con el que se pinchó, sus ojos iban del camino al espejo y del espejo al camino. No quería cometer ningún error. No quería que nadie se diera cuenta de que tenía miedo.

El caserío era inmenso pero todo se veía cerca. Había ropa colgada de las ventanas. Animales. Fogones improvisados. Escombros. A un costado, una gorda de calzas y tetas caídas le dedicó una risita sobradora. Por mirarla, no evitó un pozo y la cartera fue a parar al suelo. A pesar del sonido machacón de los bafles (“¿por qué esta gente siempre tiene parlantes tan potentes?”), oyó clarito “bajá la máquina, cheta”. Alguien contestó: “Dejala que seguro va a verse con un macho, la trola”.

El camino trazó otra curva, y aunque fuera cada vez más grande el grupo que la seguía, y más los gritos a su alrededor, en el horizonte volvió a ver su guía. Habían encendido las luces del letrero metálico del shopping. Faltaba nada: dos, tres kilómetros. En pocos minutos, todo aquello sería apenas una anécdota en la mesa. (“No, Gastón no se tiene que enterar”). En pocos minutos, todo volvería a ser como siempre.

Se cruzó de golpe, ni yendo lento la hubiese podido evitar. Tampoco frenó, la verdad. Era tan chiquita que en la cabina apenas se sintió un resalto, como si la rueda hubiese mordido una roca o un pedazo de escombro. “¡La agarró, la agarró!”, aullaron los chicos. Uno se tapó la boca y salió llorando. Lo correcto hubiera sido detenerse. Ella no tenía ningún problema en hacerse cargo y pagar lo que fuera, pero no pensaba frenar ni bajarse ahí por una gallina. ¿A quién se le ocurre tener un animal suelto?

Para su alivio, las casillas comenzaron a espaciarse y los chicos, sonrientes, detenían la carrera, y antes de volverse a sus casas levantaban la mano en un saludo. Uno llevaba, agarrada del cogote, la gallina deformada. Sin necesidad de verse en un espejo, supo que se había puesto colorada. Tenía razón la gorda: cheta trola, tarada. ¿En eso se había convertido? ¿En una de esas mujercitas frívolas y temerosas?

No iba a dejar las cosas así, no. “Voy a volver”, se dijo. “Voy a volver con el baúl lleno de ropa vieja de Gastón y mía, de Germán, de Cordelia. No, usada no. Voy a ir de compras. Toda ropa nueva. Ropa buena y abrigada, para que no sufran la falta de calefacción”. Y también iba a organizar colectas. Iba a conseguir todas cosas que hiciera falta: materiales, herramientas, una escuela, una asistente social, un médico. Iba a traer a los chicos del country para que conociesen la realidad. Iba a sacudir el municipio hasta que alguien le diera una respuesta. “Nadie merece vivir así. Nadie quiere vivir así”. Y lo peor de todo: “para que nosotros vivamos como vivimos, para que yo viva como vivo, ellos tienen que vivir así”.

Luego vinieron los reproches: “no puedo ser tan idiota, tiene razón Gastón”, seguido de “esto te pasa por salir de tu casa fumada, ¿qué tenés, quince años?”. También el enojo, la indignación. Apenas volviera a Santa Eloísa iba a poner una queja. Administración de mierda. Día de mierda. Suerte de mierda. Porro de mierda. País de mierda. Gastón y la puta que te parió.

Mientras iba así insultando, casi al límite de las luces alcanzó a ver un auto en muy malas condiciones. Dos hombres bajaban algo del baúl. Había también un chico en una moto. La huella no tenía el ancho suficiente para dos vehículos, apenas entraba ese esperpento que le había regalado su marido. Ellos le hicieron señas de que siguiera. “No, no paso, necesito que lo corras… que lo corras un poco”, intentó transmitir con gestos. Por toda respuesta, uno sacudió la mano, y cuando ella tocó bocina, le levantó el dedo medio en clara señal de hostilidad. Vio entonces un cuarto hombre que vaciaba sobre el auto el contenido de un bidón de plástico verde. El de la moto se llevó la mano a la cintura.

Sin pensarlo, se tiró fuera del camino para pasar y una vez que estuvo de nuevo sobre la huella aceleró. No habría hecho veinte metros cuando oyó el estallido. En el espejo se alzó una columna de humo y fuego, y sobre ese fondo vio recortarse la silueta de la moto, el pibe la seguía con un acompañante. Se le pegaron. El que iba atrás se levantó haciendo pie en los estribos y se manoseó la entrepierna. “Ya me los saco de encima, ya me los saco de encima. Por favor, ya me los saco de encima” se repetía. Estaba segura de que de un momento a otro iba a aparecer un camino que le permitiría doblar a la izquierda, hacia el letrero luminoso. Tenía que aparecer.

Cuando la moto al fin logró adelantarse, creyó ver un arma en la mano del conductor. Agachó la cabeza y aceleró, tratando de seguir la huella. Oía la bocina insistente de la moto y esperaba el golpe del disparo contra la carrocería. O no oír nada. El teléfono sonaba en el suelo y en lo único que pudo pensar fue que iba a volcar. No había firmado el cuaderno de comunicaciones de Germán. El saco negro de Gastón estaba en la tintorería. La llave de la bomba de la pileta estaba en su pantalón de step. Sintió bronca, mucha bronca de dejar las cosas para más tarde, de no hacer nada bien, “nunca van a encontrar la llave ahí”, de estar llorando, de no poder hacer otra cosa que llorar e ir con la cabeza gacha.

“Basta”, pensó, y armándose de valor, se incorporó.

Para su sorpresa, los había perdido, pero era noche cerrada y por ningún lado veía el letrero ni las luces de la autopista. Clavó los frenos. Todo era vacío, oscuridad, caminos de tierra y alambrados. Exhausta, levantó el teléfono del suelo, pero cuando abrió la tapa para marcar el número de su casa, se apagó. Nunca se acordaba de cargarlo. Otra cosa que hacía mal. Apretando los dientes, lo golpeó contra el volante hasta que la batería saltó contra su pecho. En fin, podía quedarse ahí hasta que amaneciera o dar la vuelta y desandar el camino.

—Usted pasó antes —le iban a decir.

—Sí.

—¿No vio que atropelló una gallina, eh?

—No me di cuenta —siempre podía mentir.

—Vergüenza debería darle.

—Por favor, usted no sabe lo que acaba de pasarme.

—No hay excusa. ¿Qué clase de persona hace algo así y no frena? Se ve que no le enseñaron a respetar.

Ella nunca había querido dejar Buenos Aires, para qué. Nunca había vivido en provincia, no entendía. Ahora estaban encerrados en ese vacío inmenso, cruzado por autopistas y trenes que no conocía, lleno de colectivos con números imposibles, ranchos y animales sueltos. Todo era ridículo. No le quedaban fuerzas ni para llorar, y cuando vio aparecer unos faros, pensó que los tipos la habían seguido y venían a buscarla. Una parte de ella tembló, tembló mucho, pero otra agradeció que al fin se terminara todo. No quedaba tiempo para escribir un mensaje. Era lo primero que hubiese hecho una buena madre.

Ella intentaba. Durante el embarazo de Germán había dejado el cigarrillo, y aunque lo más natural del mundo hubiera sido volver a fumar, entendió aquel sacrificio como un ritual de pasaje. Quiso asegurarse de que su hijo contara con una mamá por muchos años pero ahí estaba, no le había salido bien, y en algún momento, mientras pensaba esto, el temblor se convirtió en una mezcla de risa e hipo.

La madre viene sin garantía.

La risa estalló casi en carcajada cuando las luces pasaron de largo. No eran ellos. Era una Hilux negra de vidrios polarizados, y antes de que se fuera del todo, comenzó a golpear la bocina a manotazos y le hizo seña de luces. El otro lo advirtió, aminoró la marcha y la esperó hasta que se puso a su par. Bajó la ventanilla. Ella tardó, actuó casi por imitación.

—Buenas noches… ¿perdida?

Era la voz de un hombre. Asintió. Si podía verla, debía parecerle una loca.

—Supuse eso —dijo él—, casi nadie anda por acá.

Negó con la cabeza.

—Vivo en Santa Eloísa, el club… Iba a Las brisas y me desvié, no sé, yo bajé de la autopista y… ¿me podés decir cómo salgo, por favor?

—¿Al shopping o al country?

—Solo quiero volver… —balbuceó, y sintió que se le estrechaba la garganta. Un papelón.

—No pasa nada. Va a estar todo bien. Es acá nomás, me sigue.

Mientras se dejaba guiar en medio de la noche, fue recobrando la compostura. ¿Qué diría en su casa cuando la vieran llegar? No sabía. Solo sabía que quería quitarse ese olor, refregarse la piel con una esponja áspera y meterse en la cama. De a poco, la oscuridad comenzó a resultarle familiar y en algún momento se dio cuenta de que ya no estaba perdida. Habían llegado a la autopista.

La Hilux se tiró a la banquina para dejarla pasar y ella se despidió con seña de luces.

Cuando llegó a su casa, ni Gastón ni los chicos parecían preocupados. No debía de ser tan tarde. Saludó por arriba y se encerró en el baño. No había manera de sentirse más sola.

Hasta encontrar una salida

Подняться наверх