Читать книгу Hasta encontrar una salida - Hugo Salas - Страница 13

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Ser mamá lo cambia todo. Las vacaciones de invierno se convierten en una sucesión de pegotes de caramelo, gritos, horas de cola para ver obras de teatro baratas pero caras y pedidos, muchos quiero-quiero-quiero-quiero. Karina creyó que iba a disfrutar de este tipo de cosas. Había fantaseado con ser una mamá alegre –“¿viste qué lindo?”, “¡mirá, mirá el malabarista, Germán!”, “uuuuuuuy, se cayó”–, pero en algún momento sintió que a sus hijos no les interesaba demasiado que ella estuviera allí, las mamis comenzaron a parecerle un hato de oligofrénicas y percibió, detrás de la ternura impostada de los clowns, los mimos y las princesas de pañolenci, una crueldad perversa y atávica. Un círculo de extorsionadores. “Usted sabe que hacemos bosta, nosotros sabemos que hacemos bosta, pero adivine qué quieren sus hijos. ¿Los va a hacer llorar?”.

Quiero.

Por si fuera poco, hasta entrado agosto no había nada que hacer en el jardín. Lo único interesante de mudarse había sido descubrir su debilidad por las plantas, que se dejaban cuidar dócilmente, pero en invierno dormían como osos. El primer año, leyendo una revista de arbustos y flores, barajó la idea de armar un invernadero y aprovechar la estación fría para cultivar de semilla los plantines de primavera –copetes, caléndulas, esas cosas–, pero el lote que ocupaban no era lo suficientemente grande. La casa estaba pegada a la parrilla, adosada a su vez a la pileta, una franja de verde entre medio, un microparque al fondo y pará de contar. No había lugar para un invernadero. Ni siquiera llegó a averiguar si el reglamento lo permitía. Sospechaba que no, un invernadero “da viejo”.

Lo único bueno era que Gastón seguía yéndose temprano y los chicos dormían. Le gustaba recostarse en los camastros del deck, cubierta por una frazada, a mirar el rocío suspendido sobre las briznas de césped, alguna telaraña, la superficie del agua de la pileta. Hacer nada. Era su “manía”, como decía él; “loca, ¿quién se va a tirar ahí afuera, cuando acá adentro tenés calefacción central?”. Pero a ella esa hora de frío le resultaba vigorizante. Había leído, además, que retrasaba el envejecimiento, pero no se lo tomaba en serio. No demasiado.

Casi siempre la acompañaba Licia. Vivía al lado y con el tiempo se habían hecho amigas. Cuando se vive en un barrio cerrado, no hay forma de no tener trato con los lotes contiguos. En muchos casos, basta con intercambiar saludos y hacerse preguntas generales acerca del bienestar de la familia, pero cuando al lado vive alguien tan dispuesto a socializar como Licia, no es tan sencillo.

Se entendían, aunque cualquiera habría dicho que no tenían demasiado en común. Su vecina era una de esas personas que se muestran particularmente conformes y ufanas de varias cosas en su vida, por ejemplo, haberse quitado la “A” inicial del nombre: “Alicias hay a patadas. Licia, solo yo”, explicaba cada vez que conocía a alguien. No era chiste.

Al hablar, tenía la costumbre de acompañarse con la mano (no las manos, solo la mano derecha) en una serie de movimientos que a Karina le resultaban hipnóticos. Ni las heladas la desalentaban. Cada vez que comenzaba una frase, la mano se alejaba de su dueña y se volcaba hacia afuera, quedando la palma hacia arriba, apenas cerrada, como si sostuviera un ovillito de lana. Siempre así, salvo que el comienzo fuera explosivo (“¡no sabés!”), en cuyo caso los cinco dedos se extendían hacia arriba, como si salpicase agua, pero después los dejaba caer y adoptaba la posición ovillo chiquito. De allí en más, existían distintas alternativas. Si comenzaba a hacer una enumeración del estilo “no digo que por tener una hija deje de arreglarse, se olvide de su propio aspecto o no pueda estar linda”, los dedos iban extendiéndose uno a uno, a partir del índice, con el propósito de hacer explícitos los puntos 1 (“deje de arreglarse”), 2 (“se olvide de su propio aspecto”), 3 (“no pueda estar linda”) y así sucesivamente. A “pero”, “aunque”, “claro que” y similares, les correspondía un movimiento por el cual la palma de la mano, totalmente abierta y extendida, daba un giro hacia abajo y se sacudía dos o tres veces en el aire, como un saludo nervioso a un enano en la tierra, mientras que a “yo”, “me” y “mí” les correspondía verse puntuados por una enfática vuelta de la extremidad hacia la escápula derecha, y dado que en el discurso de Licia los pronombres de primera persona se reiteraban con una frecuencia notable, lo que podía verse a la distancia era que su mano se alejaba de su torso y volvía a él, con distintas inflexiones y ritmos, en un incansable movimiento pendular que solo se detenía cuando el índice y el mayor, extendidos y hacia arriba, se posaban sobre su barbilla.

Aquella mañana, la euforia garantizaba a la extremidad una jornada atareada. Licia tomaba clases todo el tiempo, en distintos horarios, de las cosas más variadas: jardinería, cocina, fotografía, dibujo, pintura, cerámica, historia del arte, tornería, literatura comparada, grabado, yoga, vidrio soplado, tarjetería española. Era el sueño húmedo de cualquier centro cultural. Gastón decía que la suya era una estupidez cultivada. Ella ya no se permitía comentarios crueles acerca de su amiga.

—… no estudiar más la mente humana desde la enfermedad y el malestar, desde las emociones negativas, sino con una mirada positivista. Son investigadores científicos de la felicidad, ¿entendés? Toda gente muy seria, de universidades estadounidenses, nada que ver con la autoayuda, no. Serios pero positivistas. En vez de trabajar sobre lo morboso, la locura, así, bien manicomio –que me encanta, igual, pero no es eso– están descubriendo de qué manera el cuerpo y el cerebro trabajan juntos para ayudarnos a alcanzar la superación personal y el bie­nestar y la satisfacción y la realización. Me doy cuenta de que yo de alguna manera medio subconsciente ya venía trabajando en esto, porque ¿te acordás esa vez que hice tai chi y todo…

Podía seguir horas, pero aquel día Karina no estaba de humor.

—Anoche… —la interrumpió, y su amiga se quedó mirándola. Su mano quedó tendida en el aire, a mitad de camino entre aquel “todo” (ambas manos hacia arriba) y un “me”, y no sabiendo cómo emplear el movimiento para formular otra frase o empalmar una posición con la otra, Licia dejó caer la mano derecha en picada y la juntó nerviosamente con su par. El desmoronamiento.

Quería contarle lo sucedido. Licia era de las pocas personas que sería capaz de entender su miedo sin juzgarla, incluso que no se le hubiera pasado del todo, pero cómo explicarle. ¿Qué pensaría de una mujer de su edad que fumaba? ¿Sería de esas personas que le dicen “cigarrillo de droga”? A tiempo, sacudió la cabeza y optó por hacer referencia a una anécdota aislada de la comida familiar, otro berrinche de los chicos. Su amiga, que era trivial pero no idiota, entendió que callaba, y de momento respetó su silencio.

Por la tarde, circo en carpa. Casi una hora y media de viaje por autopista en el peor horario. Mamá hubiese preferido cine o algo un poco más cómodo, mamá estaba cansada, mamá trató de pensar mil excusas, por mamá cualquier otra cosa hubiera sido mejor, la verdad, pero Germán había visto el comercial en la tele y se negó a comer, tiró el plato al suelo y se puso a zapatear sobre la comida hasta que mamá, ya sin fuerzas, le dijo que sí, que iban a ir al circo. A Cordelia pareció darle lo mismo. “Fría. Sos tan parecida a tu papá”, le dijo, casi en tono de reproche, a lo que ella le contestó con un mohín de desagrado. Cantaron a los gritos durante todo el viaje. Cada uno una canción distinta, pero la misma, tratando de tapar al otro. Cuando llegaron al predio, les compró todo lo que le pidieron. Es lo que se hace con los hijos para ocultar que a veces se los desprecia.

Hasta encontrar una salida

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