Читать книгу Hasta encontrar una salida - Hugo Salas - Страница 16
ОглавлениеVolvió a leer el mail, temía haber malinterpretado las cosas. Pero no. ¿Quién estaba en Rosario? Trató de repasar mentalmente quién podría hacerle algo así. Diez años, ya. Habían pasado diez años. Todavía por la tarde, cuando se encontró con Licia, seguía atónita e indecisa.
—¿Podés creer? Los del consejo de administración vuelven a joder con que saque el árbol de Agustín.
—¿Por?
La mano de Licia hizo un arco amplio hacia afuera, que solía corresponder a una valoración peyorativa de los argumentos de otro.
—Dicen que está muy sobre la calle, que creció demasiado. Yo les dije que lo podría podar, se tiene que poder podar un arce, ¿no? Igual insisten con que en otoño hace demasiadas hojas y después tira los frutitos secos esos.
—¿Y si lo trasplantás?
—Ese árbol se queda ahí. Desde que lo vio en una película, Agus siempre quiso ese árbol en la puerta de casa. Que no jodan. ¿Y a vos, cómo te fue en la facultad? ¿Empezabas hoy, no? No entiendo cómo hacés, la verdad, no entiendo. Yo no podría hablar en un aula llena de alumnos. A mí me cuesta mucho expresarme, no sabría qué hacer, y menos durante tanto tiempo. ¿Cuánto dura tu clase?
—Dos hor…
—¡Dos horas! Imposible, yo no podría hablar dos horas. Yo podría hablar treinta minutos. Cuarenta, a lo sumo. Esa sería una medida razonable. Después, me sentiría vacía. Es admirable que tengas esa capacidad. Deberías potenciarla, en el curso estamos viendo que uno de los modos de favorecer la resiliencia es potenciar las capacidades. La resiliencia es la capacidad de sobreponerse a las cosas. Por ejemplo si te violan. Hay chicos que los violan y les arruinan la vida y otros que los violan y lo superan. Es más, les hace bien. Entonces lo que le interesa a la psicología positivista es aprender de esos chicos que salen adelante, estimular la resiliencia. Porque violarte siempre te van a violar. Es la vida. Lo importante es no tomárselo a la tremenda. Pero bueno, supongo que vos ya potenciaste, ¿hace cuánto das clase?
—Empecé con…
—Nunca me dijiste cómo te fue.
—Bien… no es complicado, menos el primer día. Son grandes.
—Menos podría. A los chicos les decís cualquier boludez con voz de buenita. Mirá las maestras jardineras. Pero con alumnos grandes, no. Igual te noto rara. ¿Te pasa algo?
—No, nada grave. Una complicación…
—Yo te escucho. Pero tené en cuenta que las cosas no son complicadas. Lo complicado es nuestro modo de encararlas. Todo es sencillo si lo miramos bien. Te escucho, dale.
—Acabo de recibir un mail de un congreso que se hace ahora en noviembre.
—Ajá.
—Quieren que vaya.
—¿Y se te complica por los chicos? Seguro encontramos alguien que se encargue, Kari, no podés dudarlo. Hay que recibir las invitaciones, darles la bienvenida. Todo pasa por algo. Incluso el caos. Sí, a mí también al principio me pareció contradictorio. Pero después entendés.
—No es eso. Norita no tiene problema en quedarse con los chicos.
—¿Y entonces?
Era raro hablar de esto con Licia, incómodo.
—Quieren que vaya para un homenaje.
—Eso es importante. ¿A quién?
—A mí.
Licia soltó la carcajada.
—Bueno, si no me querés decir no me digas, tampoco necesitás dar tanta vuelta, ya me contarás. ¿O me estás diciendo en serio? ¿De verdad te quieren hacer un homenaje? Me muero. ¿Es por tu carrera como profesora?
—No.
—Entonces me matás. ¿Qué hiciste?
Bajó la mirada. No se lo podía decir de frente.
—En otra época, hace mucho ya… escribía.
—…
—Escribía poesía.
—No sé muy bien cómo tomarme lo que me decís. Porque si te hacen un homenaje no era un hobby, era como en serio, y si era en serio no sé por qué nunca me dijiste nada. Es como si de pronto fueras una total desconocida. Es verdad lo que dicen, no se conoce nunca a la gente. Está bien, ya sé, yo no soy como tus compañeras de la facultad, yo soy tu amiga bruta y…
—No sos bruta, Licia, no tiene nada que ver con eso. De hecho, sos la primera persona a la que le cuento. Recién me entero.
—¿Y por qué nunca me dijiste?
Se quedó callada. Le daba mucha vergüenza.
—Decime una poesía. Decime una poesía tuya, dale…
—Ay, Licia.
—Decime una que te acuerdes o me voy a ofender.
—No sé si me acuerdo.
—¿Cómo no te vas a acordar una poesía que escribiste vos?
A los tropezones, Karina reconstruyó “La América de la mujer”. Cuando terminó, las dos se quedaron calladas. Se quedaron calladas un buen rato. Se quedaron tan calladas que se oyeron los goznes de un postigón metálico a lo lejos.
—Hm… —articuló Licia, con la mano inmóvil.
Karina le dirigió la mirada, temerosa.
—¿Y eso era una poesía?
Asintió.
—No, yo de bruta, pero no se parece mucho a lo que yo pienso por poesía, ¿no? Es como… chistoso.
En otra época, el comentario le hubiera resultado una provocación. Habría contestado “¿y qué es la poesía para vos, a ver?”. “Seguro para vos poesía son cursilerías de amor con rima”, y luego la hubiera humillado apelando al arsenal teórico. Pero había pasado mucho tiempo, y lo cierto es que eso tampoco se parecía a lo que ella consideraba poesía ahora. Para cambiar de tema, hizo un comentario acerca de las nuevas reglas para el uso del salón de fiestas del club house, como si a alguna de las dos le interesara.
—¿Pero por qué es una poesía, eso que me dijiste? Te juro que no entiendo… ¿Y no seguís?
—No, Licia, ya no importa eso…
—¿Hace mucho dejaste?
—Hace diez años hice la última presentación, por eso el homenaje.
—Ah…
Ciertas formas de asentimiento en realidad enuncian un pedido de detalle. Era el caso.
—Yo hacía performances, decía los poemas en lugares con público… era un trabajo sobre la improvisación y lo aleatorio. Es muy común en la poesía contemporánea. Tenía una, por ejemplo, en la que me ponía un vestido de papelitos con palabras, y la gente las iba sacando y yo los leía y así se armaba un poema efímero. Y me quedaba desnuda.
—Como una torta de casamiento.
—No sé si la comparación…
—¿Y Gastón sabe de esto?
—Me conoció en esa época, sí. Casi por casualidad, nos presentó una amiga. Él estudiaba psicología pero había dejado para dedicarse a la empresa. A nosotros nos parecía un imbécil, un tarado que estaba fuerte. Un careta que se había vendido. Sí, se hablaba así, qué sé yo. Él me pidió el teléfono y me llamó, pero yo siempre le ponía excusas o dejaba que atienda el contestador. Una o dos veces fue a verme, estaba obsesionado. Pobre, no entendía nada. La noche esa, me acuerdo, quise hacer algo nuevo. Me puse un vestido cortado, sin la parte de abajo, la falda. Se me veía la bombacha. Y me peiné el pelo con gel y laca, todo en puntas, eléctrico. Me había comprado un aparatito como los de los payasos, de tirar agua por la flor, pero lo había cambiado, para…
—…
—… para que durante la performance se me fuera ensuciando la bombacha, como si…
—¡Ana Karina Bruschi!
—Sí, sí, bueno… era feminismo.
—Un asco era, qué feminismo.
—Había pasado toda la tarde armando eso y probando que funcionara. Venía de estar toda la noche despierta por… por una fiesta. Febrero, un calor horrible. Ya estaba todo armado y no me podía duchar, así que cuando un amigo que pasaba a buscarme llamó y dijo que llegaba en veinte minutos, me senté a maquillarme. Y ahí, de pronto… me vi. Con el pelo greñoso, sudada, las medias de red corridas y las ojeras y el dolor de panza de no haber dormido nada, de haber comido poco. Me sentí tan vieja, Licia. Recién había cumplido treinta, pero me sentí viejísima. “Dios mío, un día me voy a despertar, voy a tener cincuenta y voy a seguir haciendo estas pelotudeces y saliendo con estudiantes crónicos de la facultad”. Terminé vomitando en el baño. Cuando llegó mi amigo, no le abrí. No atendí el portero. Ni siquiera le contesté el teléfono. Después dije que me había quedado dormida porque había tomado demasiado. Nunca me lo perdonó, era una jornada que organizaba él y mi presentación era el plato fuerte. Mucha gente piensa que la perfo fue justamente eso, no ir, pero no fue algo pensado. Me saqué todo, me metí en la ducha y cuando salí lo llamé a Gastón. Se alegró. Estaba contento como si fuera algo muy importante. Me preguntó si había comido y le dije que no. Vino con el auto (no paraba de hablar de eso, acababa de comprarse el primer cero) y me llevó a una parrilla en Costanera. Fue la primera vez que un hombre en vez de invitarme a un albergue transitorio había reservado una habitación en un hotel limpio para los dos. Y así se terminó la poesía.