Читать книгу Hasta encontrar una salida - Hugo Salas - Страница 17

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Le gustaba hacer las compras. Había algo en esa caminata somnolienta por pasillos llenos de luz ambientados con música funcional barata que le resultaba relajante. Cierto sentido de nada, como cuando se quedaba delante de la computadora jugando al solitario. Hasta donde lograba entender, la meditación no debía ser algo muy distinto. Mente en blanco. Anulación de la voluntad. Repetición. Avanzaba colgada del carro a paso imperceptible, como si buscase estirar el tiempo. No estaba sola. Decenas de mujeres iban lento y con la mirada extraviada entre las góndolas, tirando de vez en cuando alguna cosa dentro del carro, llevadas por el manso arrullo de todas las delicatessen del mundo. ¿Dónde estaban la aceleración, la voracidad, el desenfreno del fetiche, la angustia imposible de satisfacer y la alienación cosificadora y cosificante de las que tanto hablaban los textos sobre la sociedad de consumo que invariablemente enseñaba cada cuatrimestre en la facultad? No allí, en ese segundo hogar previsible, plácido, a resguardo, envuelto por un discreto rocío de fragancia floral sintética.

Nunca llevaba lista. Siempre decía “tendría que anotar lo que falta”, pero no lo hacía. Compraba de todo un poco. Un de-todo-un-poco que no necesariamente tenía que ver con lo que se comía en la casa. Sí o sí se llevaba un paquete de verduras congeladas, por ejemplo. Era una compra que cierto lenguaje en boga llamaría “aspiracional” (Licia seguro usaba esa palabra, y también “asertivo”): la formulación del propósito de convencer a los chicos de comer unos fideos con brócoli, un soufflé de espinacas o unas arvejas frescas. Seis meses más tarde, con mirada de reproche, Norita sacaba la bolsa del fondo del freezer y la tiraba a la basura. Después de todo, era ella, Norita, quien de verdad se encargaba de la comida. Se las ingeniaba con lo que hubiera o podía comprar en la proveeduría. Las compras de Karina eran como compras de mentiritas.

Ahora estaba frente a las cajas de cereales. Cuando era chica, nadie comía cereales. Se desayunaba con pan, tostadas y a lo sumo galletitas, alguna factura del día anterior o torta después de un cumpleaños. Su primera caja la compró cuando se fue a vivir sola. Sintió que la hacía distinta. Que la convertía en otra persona, una persona de un mundo diferente al de su madre y sus tías, repleto de medialunas saladas y bizcochitos de grasa, un mundo moderno, un mundo al que se entraba con cereales y pan lactal. Pero nunca le gustaron. Le resultaba detestable la disyuntiva entre sus puntos seco-lija y toalla-baba. Prefería cualquier otra cosa. Pero ahí estaba, comprando cereales. Porque es algo que en una casa de familia tiene que haber. Muchos. Los chicos piden los de chocolate, los adultos tienen que comer los de fibra sin azúcar y no se puede dejar de comprar copos de maíz, no se puede. ¿Y si llevaba de avena? ¿Hacía cuanto no comían avena?

Cuando depositó en el carro una caja de anillos de sabor a fruta, de esos que no le gustan a nadie, sintió un escalofrío. Había algo raro a su alrededor. Podía olerlo. Al voltear la cabeza, lo vio: flaco, joven, bobo, hermoso. Era él, claro. Empezó a seguirlo despacio. La cuestión se complicaba, porque él no deambulaba por los pasillos. Parecía buscar una serie de productos determinados y avanzaba con demasiada rapidez, como si conociera el local de memoria. Llevaba una lista. Daba pasos largos y seguros. Decididos. Cada vez se hacía más difícil seguirlo. Luego de que casi vuelca una torre de latas de zanahorias bebé y arvejas, Petits Pois & Carottes extra-fins, Karina decidió abandonar su carro en un pasillo.

Lo encontró a pocos metros, en la zona de frutas y verduras. Tan concentrado iba que no le costó ubicarse en la posición exacta para que la chocara.

—Perdón…

Se dio vuelta y lo miró detenidamente. Con cierto atrevimiento.

—No pasa nada.

Él sonrió tímido y estaba a punto de escabullirse.

—¿Vos tenés idea cómo se sabe si un melón está bueno?

—La verdad, no.

Le sostuvo la mirada. Como hacía en un final, cuando la respuesta era insuficiente.

—Por el olor, creo.

Vaciló.

—A ver, ayudame. Tomá este.

El joven tomó el melón entre sus manos y lo llevó a la nariz con expresión desconcertada. No entendía muy bien qué estaba haciendo.

—¿Vos comés melón?

—Sí.

—No, porque una vez me dijeron que había que apretarlos. A ver, tomá este. Apretalo fuerte. Así. ¿Lo sentís blandito ahí? Mostrame. ¡Tenés manos grandes! Tu novia debe estar contenta…

Y se rio de una manera descarada. ¿Qué estaba haciendo? Aquello era indigno, bajo cualquier parámetro. Había visto a otras mujeres coquetear con chicos más jóvenes. Estaba acostumbrada incluso a que algún alumno la abordase con torpeza e intenciones evidentes. Pero aquello… y él, con su cara de pánico.

—No… no tengo novia…

—Qué interesante eso que me contás.

En los espejos que colgaban sobre la góndola, se vio jugando con su pelo y con la cintura quebrada, el cuerpo inclinado hacia él. Una señora que hacía sus compras la miró con indisimulable desprecio. Él lo notó. No podía dejarlo pasar: desvió la vista hacia la señora e hizo un mohín de desdén. Se rieron, cómplices. Karina llevó su mano al cinturón de él y lo rozó levemente.

—Te queda muy lindo, esto…

No necesitaba mirar ni tocar para saber que él debía estar teniendo una erección. Se puso rauda muy cerca y le dijo casi al oído:

—Tené cuidado con las mamis de los countries, pendejo. Son terribles.

Y levantó apenas la mano, solo para rozar su abdomen.

Lo más adorable fue su reacción. Cualquier otro chico habría intentado impresionarla, como un alumno. Pero este permanecía aturdido. Sintió una tentación enorme de besarlo allí mismo, pero se limitó a seguir subiendo la mano por su torso. La detuvo a la altura de su pecho, con cuidado de que la uña de su dedo meñique rozara un pezón. Estaba pálido, como un nene chiquito a punto de llorar. Se sintió en éxtasis; era el triunfo del control y el deseo domesticado sobre la fuerza y el ímpetu de la juventud. Como a un sonámbulo, lo llevó de la mano hasta la caja, pagaron por su compra y en el camino al estacionamiento lo encerró en el baño. Mientras se arrodillaba en aquel suelo sucio y frío, Karina entendió que contra toda apariencia en aquella situación la fuerte era ella y el humillado era él. Y para cualquiera que hubiese podido ver la escena desde afuera no cabría duda: era una mamada, pero ella se lo estaba cogiendo.

Hasta encontrar una salida

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