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ОглавлениеClarke decidió que no valía la pena ir a ver a la bibliotecaria y la llamó desde el piso de Todorov mientras Hawes y Tibbet hacían el registro. Acababa de marcar el número cuando Hawes salió del dormitorio enarbolando el pasaporte del muerto.
—Estaba debajo del colchón —dijo—. Lo encontré a la primera.
Clarke asintió con la cabeza y salió al pasillo para que no oyera lo que hablaba.
—¿Señorita Thomas? —preguntó—. Soy la sargento Clarke. Perdone que vuelva a molestarla...
Tres minutos más tarde regresaba al cuarto de estar con un par de nombres: efectivamente, Abigail Thomas había acompañado a Todorov al pub después del recital, pero ella solo había tomado una copa y decía que el poeta no se habría dado por satisfecho sin antes pasar por otros cuatro o cinco pubs.
—Sé que estaba en buenas manos con el señor Riordan —añadió.
—¿El ingeniero de sonido?
—Sí.
—¿No había otras personas? ¿Ningún otro poeta?
—Solo nosotros tres, y ya le digo que yo no me quedé mucho tiempo...
Colin Tibbet había terminado de registrar los cajones del escritorio y de la cocina y comenzó a inclinar el sofá para comprobar si había algo más que polvo. Clarke cogió un libro del suelo. Era otro ejemplar de Astapovo Blues. Había leído un par de minutos en Internet la biografía del conde Tolstói y sabía que su vida había concluido en la vía muerta de una estación, rechazado por una esposa que se negaba a adaptarse a su vida austera. Esta información le había ayudado a entender mejor el sentido del último poema del libro «Codex Coda» y el verso «una muerte fría y limpia». Comprobó que Todorov no había acabado los poemas del libro porque en todos había enmiendas a lápiz. Recogió las hojas tiradas en la papelera.
La ciudad es invisible
El aire clama estragos
Cargado como un
El resto de la hoja era una serie de signos de puntuación. En la mesa había una carpeta vacía; un libro de sudokus difíciles, todos acabados; bolígrafos y lápices y un estuche de grafista con instrucciones. Se acercó a la pared, miró el plano de autobuses de Edimburgo y vio un trazo desde King’s Stables Road hasta Buccleuch Place. Podía haber optado por una docena de itinerarios y quizá fuera una ruta de pubs o que deambuló sin saber adónde ir. No podía realmente interpretarse como el itinerario hacia la residencia, porque podía haber salido de casa, cruzar George Square, dirigirse a Candelmaker Row y bajar por la empinada costanilla hasta Grassmarket. Allí había muchos pubs y King’s Stables Road quedaba cerca a mano derecha... Sonó su móvil: era el inspector Rebus.
—Phyl ha encontrado el pasaporte —dijo ella.
—Y yo acabo de encontrar en el suelo del aparcamiento la cadenita que llevaba al cuello.
—¿Entonces le mataron allí y dejaron el cadáver en la calle?
—A juzgar por el rastro de sangre...
—O fue tambaleándose hasta derrumbarse allí.
—Es otra posibilidad —comentó Rebus—. Pero, entonces, ¿qué hacía en el aparcamiento? ¿Estás en el piso?
—Iba ya a marcharme.
—Antes incluye en la lista de registro las llaves de un coche y el permiso de conducir. Y pregunta a Scarlett Colwell si Todorov disponía de un vehículo. Estoy seguro de que dirá que no, pero es igual.
—¿No hay ningún coche abandonado en el aparcamiento?
—Buena idea, Shiv. Haré que lo comprueben. Te llamo más tarde. —Concluida la comunicación, ella esbozó una sonrisa; hacía meses que no veía a Rebus tan animado. Y volvió a preguntarse qué demonios haría después de jubilarse. Respuesta: lo más probable, fastidiarla llamándola a diario para saber si tenía muchos casos.
Clarke localizó desde el móvil a la doctora Colwell, que no había desconectado el suyo.
—Lo siento si he interrumpido su clase —dijo excusándose.
—He mandado a los alumnos a casa.
—Es comprensible. Tal vez debería de tomarse el día libre. Ha debido de afectarle la noticia.
—¿Y para qué? Mi novio está en Londres y me vería yo sola en casa.
—Siempre puede llamar a una amiga —replicó Clarke levantando la vista al advertir que Hawes volvía a entrar, pero esta vez no hizo más que encogerse de hombros: ninguna agenda, llaves ni tarjeta bancaria. Tibbet tampoco había encontrado nada y se había sentado en un sillón leyendo con el ceño fruncido un poema de Astapovo Blues—. Bien —añadió Clarke—, llamo para preguntarle si Alexander tenía coche.
—No.
—¿Sabía conducir?
—No tengo ni idea. Desde luego, yo seguro que no habría subido a un vehículo con él al volante.
Clarke señaló con la cabeza el plano marcado; era lógico que Todorov tomara autobuses.
—Gracias, de todos modos —dijo.
—¿Ha hablado con Abi Thomas? —preguntó Colwell de pronto.
—Ella le acompañó al pub.
—Cómo no.
—Pero solo se tomó una copa.
—¿Ah, sí?
—Se diría que no se lo cree, doctora Colwell.
—Abi Thomas se ruborizaba con solo leer algún poema de Alexander... imagínese cómo se sentiría arrimada a él en la mesa de un rincón de un pub con poca luz.
—Bien, gracias por la información... —Pero Clarke hablaba a un aparato mudo. Lo miró y advirtió dos pares de ojos clavados en ella: Hawes y Tibbet.
—Creo que no vamos a encontrar nada aquí, Siobhan —dijo Hawes mientras su compañero cloqueaba su asentimiento. Era dos centímetros más bajo que ella y varios centímetros menos listo, pero sabía avenirse a que ella se explicara por los dos.
—¿Volvemos a la comisaría? —preguntó Clarke, recibiendo entusiastas asentimientos de cabeza—. De acuerdo —añadió— pero antes haremos otro registro para buscar las llaves de un coche o cualquier otra cosa que apunte a que el difunto utilizara un aparcamiento de pago.
Dicho lo cual cogió el libro de Tibbet, ocupó su sitio y volvió a mirar si había pasado algo por alto en «Codex Coda».
El equipo de la policía científica intentó inútilmente desplazar a un lado el BMW. Se plantearon levantarlo con gatos o alzarlo con una grúa. El aparcamiento rebosaba de actividad y una fila de agentes con mono blanco se desplazaba en formación, de rodillas, examinando el suelo por si localizaban alguna otra pista. Todd Goodyear, que era uno de ellos, saludó a Rebus con una inclinación de cabeza. Hacían una grabación de vídeo y tomaban fotos, y fuera había otro equipo examinando el itinerario desde el aparcamiento hasta la cuesta. Todos procuraban disimular su azoramiento por no haber descubierto el rastro la noche del crimen y dirigían miradas airadas a Ray Duff cuando este les daba la espalda.
Con esa escena se encontró la propietaria del BMW a su regreso, cartera y bolsas de compra en mano. A Todd Goodyear le ordenaron levantarse y tomarle una breve declaración.
—Muy breve —comentó Tam Banks, que estaba deseando que su equipo comenzase a examinar si había algo debajo del coche.
Rebus estaba junto al vigilante de seguridad del aparcamiento que acababa de hacer una ronda en las otras plantas. Se llamaba Joe Wills y no parecía ser el dueño del uniforme que vestía. Le dijo que no resultaría fácil distinguir un coche abandonado entre tantos otros.
—¿Tienen abierto las veinticuatro horas? —preguntó Rebus.
Wills negó con la cabeza.
—Cerramos a las once.
—¿Y no comprueban si queda algún coche?
Wills se encogió de hombros de un modo displicente. Rebus se imaginó que no estaba muy satisfecho con el trabajo. El vigilante añadió que ni siquiera podía asegurarle que alguno de los espacios hubiera quedado ocupado toda la noche.
—Hacemos una comprobación de matrículas cada quince días —dijo.
—Así que un coche robado, por poner un ejemplo, ¿puede estar ahí dos semanas sin que sospechen nada?
—Esa es la política de la casa. —A Rebus le pareció que aquel hombre era un bebedor empedernido: barba grisácea, pelo sucio y ojos enrojecidos. Seguramente tendría una botella de algo escondida en la cabina de control para echar un chorro en los tés y cafés de la jornada.
—¿Qué turnos hacen?
—De siete a tres y de tres a once. Yo prefiero el de la mañana. Cinco días seguidos y dos libres. Los fines de semana los suele hacer otro.
Rebus miró el reloj; quedaban veinte minutos para el cambio de turno.
—Su compañero no tardará en entrar. ¿Es él quien estaba de turno de noche?
—Gary —contestó Wills asintiendo con la cabeza.
—¿No ha hablado con él desde ayer?
Wills se encogió de hombros.
—Yo lo único que sé de Gary es que vive en Shandon, es del Hearts y su mujer es una preciosidad, una «fuera de serie».
—Bueno, algo es algo —musitó Rebus—. Enséñeme el control de las cámaras de videovigilancia.
—¿Para qué? —inquirió el hombre con ojos vidriosos.
—Para ver si se ha grabado algo. —Por la cara que puso Wills, supo lo que iba a replicar.
—¿Grabado...?
Se dirigieron a la rampa de salida. La guarida de Wills era una garita con ventanas grasientas en la que sonaba una radio. Cinco pantallas en blanco y negro, parpadeantes, y una sexta apagada.
—La de la planta de arriba funciona mal —dijo Wills.
Rebus miró las otras cinco. Las imágenes eran borrosas y no se leían las matrículas. Las de la planta inferior tampoco eran nítidas.
—¿Para qué demonios sirven? —dijo sin poderlo evitar.
—Los jefes creen que a los clientes les da cierta seguridad.
—Pues es bien falso, como lo prueba ese pobre desgraciado que ha acabado en el depósito —replicó Rebus dando la espalda a las cámaras.
—Una de ellas enfocaba precisamente a ese sitio, pero las mueven —dijo Wills.
—¿Y no hay grabaciones?
—Se cargan una vez al mes —respondió Wills señalando con la cabeza un espacio polvoriento debajo de los monitores—. No nos preocupa demasiado. Lo único que les interesa a los jefes es que nadie se vaya sin pagar. Es un buen sistema; sucede pocas veces. —Wills hizo un gesto pensativo—. Hay una escalera que va de la planta superior hasta la calle. Allí atracaron a un cliente el año pasado.
—¿Ah, sí?
—Yo dije en su momento que debían poner una cámara en la escalera, pero no hicieron nada.
—Al menos se lo advirtió...
—No sé para qué me molesto... Nos queda poco en este empleo. Van a sustituirnos por uno que él solo hace la ronda en moto en seis aparcamientos.
Rebus miró en la reducida cabina. El hervidor, tazas, novelas y revistas manoseadas y la radio en una mesa frente a los monitores. Se imaginó que los vigilantes pasarían la mayor parte del tiempo de espaldas a ellos. ¿Por qué no iban a hacerlo? Sueldo mínimo, sin seguro y jefes absentistas; una o dos llamadas por el intercomunicador al día de algún cliente que había perdido el resguardo o que no tenía cambio. Había una estantería con discos compactos de grupos que a Rebus casi no le sonaban: Kaiser Chiefs, Razorlight, Killers, Strokes, White Stripes...
—No tiene reproductor de CD —comentó.
—Son de Gary —respondió Wills—. Él trae uno pequeño.
—¿Con auriculares? —dijo Rebus; Wills asintió—. Estupendo —musitó—. ¿Trabajaba aquí el año pasado, señor Wills?
—El mes que viene hará tres años que trabajo aquí.
—¿Y su compañero?
—Ocho o nueve meses. Yo probé su turno pero no me adaptaba. Me gusta tener la tarde y la noche libres.
—¿Es preferible para tomar unas copas? —dijo Rebus para tirarle de la lengua, pero el rostro de Wills se endureció y ello animó a Rebus a insistir—. ¿Ha tenido algún lío, señor Wills?
—¿A qué se refiere?
—Con la policía.
Wills se rascó morosamente la caspa.
—Hace mucho tiempo —dijo finalmente—. Los jefes están al corriente.
—¿Por una pelea?
—Por robo —replicó Wills—. Hace ya veinte años.
—¿Y su coche? Me dijo que tuvo un golpe.
Wills miraba a través del cristal.
—Ahí llega Gary —dijo.
Un coche de color claro se detuvo ante la cabina; el conductor se bajó y lo cerró.
La puerta se abrió de golpe.
—¿Qué demonios sucede ahí abajo, Joe?
El vigilante Gary no vestía el uniforme y Rebus pensó que llevaría la chaqueta en la bolsa junto con un bocadillo. Era más joven que Wills, mucho más delgado y quince centímetros más alto. Dejó los periódicos en la mesa pero no pudo entrar por falta de espacio. Se quitó el abrigo, descubriendo una camisa blanca impecable sin corbata, que probablemente llevaba guardada en el bolsillo.
—Soy el inspector Rebus. Anoche apalearon gravemente a un hombre.
—En el nivel cero —añadió Wills.
—¿Ha muerto? —preguntó el recién llegado con ojos de sorpresa. Wills se pasó el dedo por la garganta con un sonido elocuente—. Maldita sea. ¿Lo sabe la Muerte?
Wills negó con la cabeza y vio que Rebus necesitaba una explicación.
—Llamamos así a una jefa —dijo—. Es a la única que vemos, y lleva un abrigo largo con una capucha puntiaguda.
Ahora lo entendía. Asintió con la cabeza.
—Tengo que tomarle declaración —dijo al recién llegado. Wills mostró de pronto intención de marcharse, recogió sus cosas y las guardó en la bolsa de supermercado.
—Ocurrió en tu turno, Gary —dijo con un chasquido de reproche—. No le va a gustar a la Muerte.
—Vaya novedad —replicó Gary apartándose para dejar paso a Wills. Rebus también salió para respirar.
—Ya hablaremos —dijo al vigilante que se alejaba.
Wills saludó con la mano sin volverse y Rebus centró su atención en Gary. Se le podía calificar de larguirucho, con hombros caídos como consciente de su estatura; rostro largo con maxilar cuadrado y pómulos marcados y pelo oscuro espeso. A Rebus casi se le escapó: «Tendrías que estar en un escenario con un grupo de música, no en este empleo sin futuro». Pero quizá Gary no pensaba lo mismo. Era guapo, lo que explicaba lo de la mujer «fuera de serie». De todas maneras, Rebus no podía juzgar los parámetros de Wills.
En veinte minutos de interrogatorio no obtuvo más que repeticiones: nombre, Gary Walsh; una casita en Shandon; trabajaba allí hacía nueve meses; antes había intentado ser taxista, pero no le gustaba el turno de noche; y no había oído ni visto nada raro aquella noche.
—¿Qué hace cuando llegan las once? —preguntó Rebus.
—Cerramos las persianas metálicas de la entrada y la salida.
—¿Y nadie puede salir ni entrar? —Walsh negó con la cabeza—. ¿Comprueban si queda alguien dentro? —El hombre asintió con la cabeza—. ¿Había algún coche en el nivel cero?
—No lo recuerdo.
—¿Siempre aparca junto a la cabina?
—Sí.
—Pero cuando se marcha, ¿sale por el nivel cero? —El vigilante asintió con la cabeza—. ¿Y no vio nada?
—Ni oí nada.
—¿No habría sangre en el suelo?
El vigilante se encogió de hombros.
—Veo que le gusta la música, señor Walsh.
—Me encanta.
—Para escucharla reclinado en la silla, con los pies en alto, auriculares y ojos cerrados... Vaya vigilante de seguridad.
Rebus miró de nuevo los monitores sin hacer caso del ceño fruncido de Walsh. Había dos cámaras en el nivel cero: una en las barreras de salida y la otra dirigida hacia el fondo. Con la cámara de un móvil se vería mejor.
—Siento no poder ayudarle más —dijo Walsh en tono antipático—. ¿Quién era el difunto?
—Un poeta ruso llamado Todorov.
Walsh permaneció un instante pensativo.
—Yo no leo poesía.
—Pues anímese —replicó Rebus—. Aunque hay una buena lista de espera.