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Los Estudios CR ocupaban la primera planta de un almacén reconvertido de Constitution Street. Clarke notó al estrechar la mano regordeta de Charles Riordan una especie de residuo húmedo perenne en la palma. Llevaba anillos en la derecha, pero no en la izquierda, y un grueso reloj de oro adornaba su muñeca. Observó también sudor en los sobacos de su camisa malva. Se había subido las mangas, dejando a la vista sus brazos cubiertos de vello negro ensortijado. Su manera de moverse le dio a entender que le gustaba parecer constantemente ocupado. Había una mesa de recepción a la entrada y una especie de técnico pulsando botones en un cuadro de control, con los ojos clavados en una pantalla en la que se veían lo que ella imaginó que serían ondas acústicas.

—El Reino del Ruido —dijo Riordan.

—Impresionante —comentó Clarke. A través de un cristal veía dos cabinas vacías—. Pero no hay mucho sitio para una banda.

—Podemos grabar a cantautores —replicó Riordan—. Un intérprete con su guitarra... y poco más. Pero trabajamos sobre todo la alocución: anuncios radiofónicos, audiolibros, superposición hablada en televisión...

«Un reino muy especializado», pensó Clarke. Preguntó si había un despacho donde hablar, pero Riordan abrió los brazos. El reducido reino de un especialista.

—Bien, como le dije por teléfono...

—¡Ah, sí, claro! —exclamó Riordan—. ¡No puedo creer que haya muerto!

Ni la recepcionista ni el técnico se inmutaron; Riordan se lo habría dicho nada más colgar el teléfono.

—Intentamos reconstruir los últimos movimientos del señor Todorov —añadió Clarke abriendo la libreta para impresionar—. Creo que usted tomó anoche unas copas con él.

—No fue la única vez que estuve con él, cielo —dijo Riordan casi como jactándose. Se quitó las gafas de sol, descubriendo unos ojos grandes con ojeras—. Yo le invité a cenar.

—¿Anoche? —Clarke vio que asentía con la cabeza—. ¿Dónde?

—En West Maitland Street. Nos tomamos un par de cervezas cerca de Haymarket. Él había pasado el día en Glasgow.

—¿Sabe por qué motivo?

—Porque quería conocer la ciudad. Quería palpar la diferencia entre las dos ciudades por si encontraba una explicación del país. ¡Que la suerte le asistiera! Yo, que llevo viviendo casi toda mi vida aquí, aún no lo entiendo —añadió Riordan meneando despacio la cabeza—. Él se dedicó a explicarme su teoría sobre los escoceses, pero me entró por un oído y me salió por el otro.

Clarke advirtió que la recepcionista y el técnico intercambiaban una mirada y supuso que no era la primera vez que oían aquello.

—Así que pasó el día en Glasgow —repitió—. ¿A qué hora se vieron?

—Hacia las ocho. Dejó que pasase la hora punta para sacar un billete más barato. Le esperé en la estación y fuimos a un par de pubs. No eran las primeras copas que se tomaba.

—¿Estaba bebido?

—Estaba voluble. Alex, cuando bebía, se volvía más intelectual, lo que era una lata porque no se le podía seguir en la conversación.

—¿Qué hicieron después de cenar?

—Poca cosa. Yo me fui a casa y él dijo que tenía más sed. Conociéndole, seguro que iría a Mather’s.

—¿En Queensferry Street?

—Pero pudo muy bien seguir hasta el hotel Caledonian.

O sea que Todorov se habría dirigido a la derecha de Princes Street, a tiro de piedra de King’s Stables Road.

—¿A qué hora fue eso?

—Sería hacia las diez.

—Tengo entendido que en la Biblioteca de Poesía Escocesa grabó el recital del señor Todorov la tarde anterior.

—Exacto. He grabado a muchos poetas.

—Charlie ha grabado mucho de todo —añadió el técnico, y Riordan rio nervioso.

—Se refiere a mi proyecto... Estoy haciendo una especie de panorama sonoro de Edimburgo. Desde recitales de poesía hasta conversaciones en pubs, ruidos callejeros, el canal de Leith al salir el sol, muchedumbres en el fútbol, el tráfico en Princes Street, la playa de Portobello, gente paseando con perros por Hermitage... Cientos de horas de grabación.

—Miles de horas, más bien —terció el técnico.

Clarke trató de centrarse en el asunto.

—¿Conocía de antes al señor Todorov?

—Grabé un recital suyo en un café.

—¿En cuál?

Riordan se encogió de hombros.

—Era para una librería llamada Word Power.

Clarke la había visto aquella misma tarde enfrente del pub en el que había comido con Rebus. Recordó un verso de uno de los poemas de Todorov —«Nada cuadra»— y volvió a pensar qué equivocado estaba.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Tres semanas. Esa noche tomamos también una copa.

Clarke dio unos golpecitos en la libreta con el bolígrafo.

—¿Tiene el recibo del restaurante?

—Es posible —respondió Riordan sacando la cartera del bolsillo.

—Es la primera vez que la veo este año —comentó el técnico, motivando una carcajada de la recepcionista, que jugueteaba con un bolígrafo entre los dientes. Clarke se imaginó que eran pareja, tal vez sin que lo supiera el jefe. Riordan sacó unos cuantos recibos.

—Por cierto —musitó—, tengo que entregar algunos al contable... Ah, aquí está —añadió tendiéndoselo—. ¿Puede decirme para qué lo quiere?

—Para ver la hora, señor. Las nueve cuarenta y ocho... tal como dijo —Clarke guardó el papel en la parte de atrás de su libreta.

—No me ha preguntado —añadió Riordan risueño— por qué nos vimos.

—Muy bien. ¿Por qué?

—Alex quería una copia de su actuación. Pensaba que había estado bien.

Clarke pensó en el piso del poeta.

—¿Le pidió un formato determinado?

—La guardé en un CD.

—Él no tenía reproductor de CD.

Riordan se encogió de hombros.

—Pero hay mucha gente que sí tiene —replicó.

Cierto, pero el CD en cuestión no había aparecido; se lo habrían robado con el resto de pertenencias...

—¿Podría hacerme una copia, señor Riordan? —preguntó Clarke.

—¿De qué va a servirle?

—No lo sé, pero me gustaría oírle en acción, por así decirlo.

—Tengo el disco maestro en el estudio de casa. Se lo puedo grabar mañana.

—Mi comisaría está en Gayfield Square... ¿podría enviármelo allí?

—Se lo llevará uno de los chicos —dijo Riordan mirando al técnico y a la recepcionista.

—Gracias por su ayuda —dijo Clarke.

Cuando en marzo prohibieron fumar, Rebus pensó en el desastre que aquello iba a suponer para locales que, como el bar Oxford, eran pubs tradicionales que ofrecían servicio de necesidades básicas al corredor de apuestas, tal como una pinta de cerveza, un cigarrillo y las carreras de caballos en la tele. No obstante, la mayoría de sus guaridas predilectas habían sobrevivido, aunque con menos clientela. Los fumadores empedernidos habían formado un grupo irreductible que se juntaba en la acera para hablar y contar chismes. Aquella noche la charla era tan variada como era habitual: uno daba su opinión sobre un bar de tapas recién inaugurado, la mujer que estaba a su lado preguntaba cuál era la hora menos agobiante para ir a Ikea, uno que fumaba en pipa argumentaba sobre la plena independencia y su interlocutor inglés replicaba en broma que al sur ya le alegraría que se separaran «¡y se acabaron las limosnas!».

—La única limosna que necesitamos es el petróleo del Mar del Norte —dijo el fumador de pipa.

—No durará veinte años. Dentro de veinte años estarán otra vez pidiendo limosna.

—Dentro de veinte años seremos Noruega.

—O Albania.

—Pero si los laboristas pierden los escaños escoceses en Westminster —terció otro fumador— no volverán a votarles al sur de la frontera.

—Tiene razón —comentó el inglés.

—¿Nada más abrir o antes de que cierren? —preguntó la mujer de Ikea.

—Trocitos de calamar con tomate —decía su vecino—. No está mal si le coges el gusto.

Rebus aplastó la colilla y entró al bar. Le esperaba la ronda de bebidas con el cambio. Colin Tibbet llegó para ayudarle.

—Puedes quitarte la corbata, ¿sabes? —dijo Rebus en broma—. No estamos en la comisaría.

Tibbet sonrió sin decir nada. Rebus se guardó el cambio y cogió los dos vasos. Le agradaba que Phyllida Hawes bebiera cerveza. Tibbet tomaba un zumo de naranja y Clarke un vaso de vino blanco. Estaban en la mesa del fondo y Clarke había puesto encima su libreta. Hawes, sin decir nada, alzó el vaso hacia Rebus al sentarse él en la silla.

—Han tardado bastante en servirme —dijo a modo de disculpa.

—Habrás aprovechado para fumarte un pitillo —le recriminó Clarke, sin que él se inmutara.

—Bien, ¿qué tenemos? —preguntó.

Lo único que tenían era el detalle de las dos o tres últimas horas de la vida de Todorov, una lista más amplia de las cosas que faltaban —presuntamente robadas al muerto— y un nuevo escenario del crimen: el aparcamiento.

—¿Hay algún dato que apunte —dijo Colin Tibbet— a que realmente nos enfrentamos con algo que no sea un atraco particularmente brutal?

—Pues no —respondió Clarke, cruzando la mirada con Rebus, quien asintió con un lento parpadeo. Pero no acababa de estar claro; Clarke lo advertía también. El móvil de Rebus, que estaba en la mesa, comenzó a vibrar haciendo temblar el vaso próximo a él. Lo cogió y se apartó para tener más cobertura o evitar el barullo del local. En el salón de atrás había más gente: tres turistas desconcertados en un rincón que miraban con exagerado interés los diversos objetos y anuncios de la pared, y dos hombres con traje inclinados sobre otra mesa, discutiendo algo en voz muy baja. En la televisión se emitía un concurso.

—Podríamos formar un grupo los cuatro —dijo Tibbet, y Hawes manifestó su sorpresa—. En Jefatura, una semana antes de Navidad, van a formar uno para un concurso en un pub —añadió él.

—Para entonces —terció Clarke— seremos un equipo de tres.

—¿Sabes algo del ascenso? —preguntó Hawes. Clarke negó con la cabeza—. Se lo toman con tranquilidad —añadió pinchándola más.

Rebus regresó.

—¿A que no sabéis una cosa? —dijo sentándose—. Era Howdenhall, con novedades. Los análisis demuestran que el poeta ruso eyaculó en algún momento durante el día. Por lo visto han descubierto manchas en los calzoncillos.

—Tal vez ligó en Glasgow —aventuró Clarke.

—Quizá —dijo Rebus.

—¿Él y ese especialista en sonido? —sugirió Hawes.

—Todorov estaba casado —dijo Clarke.

—Pero con los poetas nunca se sabe —añadió Rebus—. Pudo ser bastante después de la cena, desde luego.

—En cualquier momento antes de que lo atracasen —Clarke y Rebus intercambiaron otra mirada.

Tibbet se rebulló en la silla.

—O tal vez fue... Bueno, ya sabéis —añadió con un carraspeo, ruborizándose.

—¿Qué? —preguntó Clarke.

—Ya sabe... —repitió Tibbet.

—Creo que Colin se refiere a la masturbación —exclamó Hawes. La mirada de agradecimiento que Tibbet le dirigió fue de antología.

—¿John? —dijo el camarero, y Rebus se volvió—. ¿Ha visto esto? —preguntó, mostrándole un ejemplar del Evening News con un titular que decía MUERTE DE UN POETA y un subtítulo en negrita: «¡El disidente que osó decir nyet!». Había una foto de archivo de Alexander Todorov; seguramente tomada en el parque de Princes Street porque se veía el castillo al fondo. Llevaba una bufanda escocesa y era probablemente su primera jornada en el país. Un hombre con solo dos meses de vida.

—Se fue de la lengua —comentó Rebus cogiendo el diario—. ¿Vale como metáfora? —añadió para la concurrencia.

La música del adiós

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