Читать книгу La música del adiós - Ian Rankin - Страница 14
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ОглавлениеEn el Departamento de Investigación Criminal de la comisaría de Gayfield Square había un olor extraño. Solía notarse en pleno verano, pero aquel año era como si no fuera a desaparecer. Pasaban días o semanas sin que se notara y de pronto, una mañana, reaparecía solapadamente. Habían dirigido diversas protestas a Jefatura y la Federación de la Policía Escocesa presentó una amenaza de paro. Se procedió a levantar los suelos, revisar las cañerías y a echar insecticida, pero todo resultaba inútil.
«Huele a muerto», comentaban los veteranos. Rebus sabía a qué se referían: de vez en cuando aparecía un cadáver en descomposición en un sillón de algún adosado de los años sesenta, o sacaban un cuerpo flotando del canal de Leith. Había un cuarto especial para ellos en el depósito, en el que los celadores habían puesto una radio en el suelo que podía enchufarse a voluntad: «Ayuda a olvidar la peste».
En Gayfield Square la solución consistía en abrir todas las ventanas, lo que producía un descenso de la temperatura. El despacho del inspector jefe James Macrae —separado por una puerta de cristal de las oficinas del DIC— era como una nevera. Aquella mañana el previsor Macrae se había traído una estufa eléctrica de su casa de Blackhall. Rebus había leído que Blackhall era la zona residencial de los ricos de Edimburgo. Le parecía inverosímil... chalets y más chalets. Las casas en Barnton y en la Ciudad Nueva valían millones. Pero tal vez eso explicara por qué la gente que vivía allí no era tan rica como la de Chaletilandia.
Macrae enchufó la estufa orientada hacia su mesa. Phyllida Hawes se había arrimado tanto que estaba sentada en el regazo de Macrae, como quien dice, lo que hizo fruncir el ceño al inspector jefe.
—Bien —exclamó juntando las manos como si fuera a rezar enfadado—, el informe de la investigación. —Pero antes de que Rebus tomara la palabra Macrae advirtió una anomalía—. Colin, cierre la puerta, por favor. Aprovechemos nosotros el poco calor de que disponemos.
—No tengo sitio, señor —respondió Tibbet, que estaba en el umbral. Era cierto; con Macrae, Rebus, Clarke y Hawes el despacho se quedaba pequeño.
—Pues váyase a su mesa —replicó Macrae—. Seguro que Phyllida puede suplir su información.
Pero a Tibbet no le apetecía eso; si a Clarke la ascendían a inspectora, quedaría una plaza de sargento por la que competirían Hawes y él. Encogió el estómago y logró cerrar la puerta.
—Informe de investigación —repitió Macrae, pero en ese momento sonó el teléfono y lo cogió con un gruñido. Rebus pensó en la tensión arterial de su jefe. No es que pudiera presumir de la suya, pero Macrae tenía el rostro enrojecido y, aunque era un par de años más joven, casi no tenía pelo. Tal como le había comentado el médico a Rebus en la última revisión: «Tiene una racha de suerte, John, pero la suerte siempre se acaba».
Macrae emitió unos gruñidos antes de colgar y fijó la vista en Rebus.
—En recepción hay alguien del consulado ruso —dijo.
—Ya me preguntaba yo cuándo vendrían —comentó Rebus—. Le atenderemos Siobhan y yo, señor. Phyl y Colin pueden hacerle el informe; anoche tuvimos asamblea.
Macrae asintió con la cabeza y Rebus se volvió hacia Clarke.
—¿Lo recibimos en una de las salas de interrogatorios? —preguntó ella.
—Es lo que estaba pensando.
Salieron del despacho y cruzaron el DIC. Los tableros de las paredes estaban aún vacíos; aquel mismo día, más tarde, se llenarían de fotos del escenario del crimen, listas de nombres, tareas a realizar y horarios de turnos. En algunos casos de homicidio se organizaba un cuartel general provisional a partir del cual se iniciaba la investigación, pero Rebus no veía la necesidad en este caso. Pondrían carteles en la salida del aparcamiento pidiendo información y quizás Hawes y Tibbet o unos cuantos uniformados repartirían octavillas por los parabrisas. Aquella sala larga y fría sería el cuartel general. Clarke miró por encima del hombro hacia el despacho de Macrae. Hawes y Tibbet parecían disputarse quién daba mejor información al jefe.
—Cualquiera pensaría que hay una vacante de sargento. ¿Tú por quién apuestas?
—Phyl lleva más años —respondió Clarke—. Tiene que ser la favorita. Si el ascenso es para Colin, creo que abandonará el Cuerpo.
Rebus asintió con la cabeza.
—¿En qué sala de interrogatorios? —preguntó.
—Me gusta la tres.
—¿Por qué?
—La mesa es mugrienta y rayada y hay grafitis en las paredes... Es donde conducen a la gente cuando ha hecho algo.
Rebus sonrió por su manera de razonar. Incluso para un inocente, la sala de interrogatorios número 3 era una experiencia desagradable.
—Eso es —dijo.
El empleado consular llamado Nikolai Stahov se presentó con una humilde sonrisa. Joven y de rostro infantil, lucía pelo castaño claro con raya, lo que le hacía aún más infantil. Pero medía un metro ochenta y era ancho de hombros, y llevaba un chaquetón tres cuartos de lana, negro, con cinturón y el cuello subido. De un bolsillo asomaba un par de guantes; mitones, en realidad —advirtió Rebus—, sobados y abiertos por la parte de los dedos. Al darle la mano, a Rebus le dieron ganas de preguntar: «¿Te viste tu mamá?».
—Lamentamos lo del señor Todorov —dijo Clarke estrechando la mano al ruso, quien lo complementó con una leve reverencia.
—El consulado —dijo Stahov— quiere asegurarse de que harán todo lo posible por capturar y llevar al criminal ante los tribunales.
Rebus asintió despacio con la cabeza.
—Estaríamos más cómodos en una sala de interrogatorios...
Condujeron al joven ruso a través del pasillo y se detuvieron ante la tercera puerta. Estaba abierta; Rebus empujó la puerta, haciendo una señal a Clarke y Stahov para que pasaran y dio la vuelta al cartel de fuera por el lado de «Ocupado».
—Siéntese —dijo. Stahov así lo hizo mirando a su alrededor. Iba a poner las manos en la mesa, pero se arrepintió y las recogió en el regazo. Clarke se sentó frente a él y Rebus se recostó en la pared con los brazos cruzados—. Bien, ¿qué puede decirnos de Alexander Todorov? —preguntó.
—Inspector, he venido para mayor tranquilidad y más bien por una cuestión de protocolo. Comprenderá que como diplomático no estoy obligado a contestar a sus preguntas.
—Porque goza de inmunidad —asintió Rebus—. Dábamos por sentado que quería ayudarnos en lo que pudiera. Se trata de un compatriota suyo que ha sido asesinado, y de un personaje bastante relevante —añadió como en tono ofendido.
—Por supuesto, por supuesto, qué duda cabe —contestó Stahov sin dejar de volver la cabeza hacia uno y otro.
—Muy bien —terció Clarke—. Entonces, ¿querrá decirnos hasta qué punto era molesto Todorov?
—¿Molesto? —No estaba claro si Stahov había captado el matiz.
—Molesto para el consulado, por ser un poeta disidente que residía en Edimburgo —añadió Clarke.
—No era molesto en absoluto.
—¿Le hicieron un recibimiento oficial? —preguntó Clarke—. ¿Algún tipo de fiesta en el consulado? Había sido candidato al Nobel... una circunstancia muy satisfactoria.
—En la Rusia actual no se le da mucha importancia al premio Nobel.
—El señor Todorov había realizado hace poco un par de lecturas públicas... ¿Asistió usted a ellas?
—Tenía otras ocupaciones.
—¿Asistió alguien del consulado?
Stahov creyó oportuno interrumpir.
—No veo qué importancia puede tener esto para sus indagaciones. En realidad, sus preguntas podrían ser una cortina de humo. Que nos agradara o no la presencia de Todorov es irrelevante. Le han asesinado en este país, en esta ciudad. En Edimburgo existen problemas de raza y religión; ha habido agresiones a trabajadores polacos y vestir una camiseta de cierto equipo de fútbol puede crear bastante animosidad.
Rebus miró a Clarke.
—Hablando de cortina de humo...
—Lo que digo es cierto —añadió Stahov con cierto temblor en la voz, procurando calmarse—. Lo que desea el consulado, inspector, es estar al corriente de las indagaciones. De ese modo podremos garantizar a Moscú que se lleva a cabo una investigación rigurosa y como es debido, de modo que ellos, a su vez, puedan por su parte expresar satisfacción a su gobierno.
Rebus y Clarke reflexionaron un instante. Rebus metió las manos en los bolsillos.
—Cabe la posibilidad —dijo en voz baja— de que al señor Todorov le agredieran por venganza. Esa persona podría ser un residente ruso de Edimburgo. Supongo que su consulado tendrá una lista de los ciudadanos rusos que viven y trabajan aquí.
—Inspector, en mi opinión, Alexander Todorov fue una de tantas víctimas del crimen callejero de esta ciudad.
—Sería absurdo descartar posibilidades en esta fase de la investigación, señor.
—Y esa lista sería útil —añadió Clarke.
Stahov miró a uno y otro. Rebus esperaba que se decidiera pronto. Había sido un error hablar con él en la sala número tres, porque hacía un frío tremendo. El chaquetón del ruso parecía confortable, pero sabía que Siobhan no tardaría en tiritar. Le extrañaba que no se condensara el hálito de las respiraciones.
—Ya veré lo que puedo hacer —dijo finalmente Stahov—. A cambio, ¿me tendrán al corriente de la investigación?
—Déjenos su número de teléfono —dijo Clarke. El joven ruso pareció aceptar el compromiso.
Pero Rebus sabía que no era así.
En el mostrador de recepción había un paquete para Siobhan Clarke. Rebus había salido de la comisaría a fumar un cigarrillo y a ver si Stahov tenía chófer. Clarke abrió el sobre y vio que era un CD con la anotación «Riordan» escrita con rotulador grueso, detalle elocuente sobre Charles Riordan, que ponía su nombre en vez del de Todorov. Se llevó el compacto arriba, pero no había reproductor, por lo que se dirigió al aparcamiento, pasando junto a Rebus.
—Le esperaba un gran Mercedes negro —dijo él— y el chófer llevaba gafas de sol y guantes. ¿Adónde vas?
Siobhan se lo explicó y él dijo que no le importaba acompañarla, aunque la previno de que quizá «no podría seguir su ritmo de marcha». Al final, se sentaron los dos en el coche de ella durante una hora y cuarto, con el motor en marcha para mantener la calefacción. Riordan lo había grabado todo: conversaciones entre los asistentes, la presentación de Abigail Thomas, la media hora de Todorov y las preguntas y respuestas del final, casi todas relacionadas con la política. Al apagarse los aplausos y mientras el público abandonaba la sala, el micrófono de Riordan continuaba grabando voces.
—Es un obseso —comentó Clarke.
—Y que lo digas —asintió Rebus. Casi lo último que oyeron fue una frase en ruso en voz baja—. Seguro que dicen —bromeó Rebus— «Gracias a Jruschov que ha terminado».
—¿Quién es Jruschov? —preguntó Clarke—. ¿Un amigo de Jack Palance?
La grabación del recital era extraordinaria, con aquella voz del poeta, sonora, ronca, elegíaca y estentórea. Algunos poemas los recitó en inglés y otros en ruso, si bien, casi todos, en ambos idiomas, ruso primero e inglés a continuación.
—Suena a escocés, ¿verdad? —comentó Clarke en un momento dado.
—Para una inglesa, tal vez —replicó Rebus.
«Vaya, ya estamos con eso», pensó Siobhan. Como tantas otras veces desde que la conocía, Rebus se mofaba de su acento «del sur». Pero esta vez no entró al trapo.
—Este se llama Raskólnikov —dijo en otro momento—. Lo recuerdo del libro. Es un personaje de Crimen y castigo.
—Yo lo leí probablemente antes de que tú nacieras.
—¿Has leído a Dostoievski?
—¿Crees que iba a mentir en una cosa así?
—¿Cuál es el argumento?
—La culpabilidad. Una de las grandes novelas rusas, a mi entender.
—¿Qué otras has leído?
—Eso da igual.
Al terminar el CD, él se volvió hacia ella.
—Tú que has escuchado el recital y has leído el libro, ¿has advertido alguna motivación para que le asesinaran?
—No —respondió Siobhan—. Y ya sé lo que piensas... Que Macrae va a tratar el caso como un atraco que salió mal.
—Que es también más o menos como el consulado quiere que se proceda.
Ella asintió despacio con la cabeza, pensativa.
—¿Con quién tuvo relaciones sexuales? —preguntó finalmente.
—¿Eso es relevante?
—No lo sabremos hasta que lo descubramos. La candidata más probable es Scarlett Colwell.
—¿Por ser tan guapa? —inquirió Rebus dubitativo.
—¿No soportas imaginarla con otro? —replicó Siobhan en broma.
—¿Y la señorita Thomas de la Biblioteca de Poesía?
Siobhan dio un resoplido como respuesta.
—No creo que sea una rival —añadió.
—La doctora Colwell no parecía tan segura.
—Lo que probablemente explica más sobre la doctora Colwell que sobre la señorita Thomas.
—Tal vez el joven Colin tenía razón —aventuró Rebus—. O lo más probable es que nuestro ardoroso poeta estuviera con una puta en Glasgow. —Al observar el gesto de Clarke, añadió—: Perdona, una «trabajadora del sexo». ¿O ha cambiado la terminología desde que me diste con la vara?
—Tú sigue así y te volveré a dar —dijo ella haciendo una pausa sin dejar de mirarle—. Tiene gracia que tú leyeras Crimen y castigo. He hecho una búsqueda sobre Harry Goodyear —añadió con un profundo suspiro.
—Ya me lo imaginé —dijo él centrando su atención en el parabrisas y el coche claro aparcado más allá. Clarke sabía que deseaba bajar el cristal de la ventanilla para fumar, pero fuera persistía aquel olor como pegado al asfalto.
—Era dueño de un pub en Rose Street a mediados de los años ochenta —dijo ella—. Tú eras sargento y testificaste para que le encarcelaran.
—Vendía droga en su local.
—Murió en la cárcel un año o dos después, ¿verdad? De un ataque al corazón, me parece... Tood Goodyear sería un bebé. — Hizo una pausa antes de continuar por si él añadía algo—. ¿Sabías que Todd tiene un hermano? Se llama Sol y ha estado vigilado varias veces; ahora vive en Dalkeith, por lo que es asunto de la División E. ¿En qué líos estará metido?
—Drogas.
—Así pues, ¿lo conoces?
—Deducción lógica.
—¿Y no sabías que Todd Goodyear era agente de policía?
—Lo creas o no, Shiv, no sigo la pista a los nietos de los delincuentes que he metido en la cárcel hace veinte años.
—El caso es que a Sol no se le detuvo por posesión de drogas, sino que se le imputó también tráfico, pero el tribunal le concedió el beneficio de la duda.
—¿Cómo te has enterado de todo eso? —preguntó Rebus volviéndose hacia ella.
—Fui a la oficina antes que tú esta mañana, estuve unos minutos trabajando con el ordenador e hice una llamada al DIC de Dalkeith. En su momento corrió el rumor de que Sol Goodyear traficaba por cuenta de Big Ger Cafferty.
Siobhan advirtió de inmediato que había tocado una fibra: Cafferty era un asunto pendiente —un gran asunto pendiente— y su nombre figuraba en el primer puesto de la lista de Rebus. Cafferty se las había arreglado para fingir que se había retirado, pero Rebus y Clarke sabían que no. Cafferty seguía mandando en Edimburgo. Y también ocupaba un puesto en su propia lista.
—¿Nos lleva algo de todo eso a alguna parte? —preguntó Rebus volviendo a fijar la atención en el parabrisas.
—Realmente, no —contestó ella mientras pulsaba la tecla para extraer el compacto, haciendo que de pronto sonara la radio: «Forth 1» y el DJ hablando sin parar. Siobhan la apagó. Rebus acababa de advertir algo.
—No sabía que había una cámara ahí —dijo, refiriéndose a un rincón del edificio entre la segunda y la tercera planta. La cámara enfocaba al aparcamiento.
—Es para reprimir el vandalismo. Por cierto, ¿crees que serviría de algo revisar en el centro de control del Ayuntamiento el metraje de la noche en que mataron a Todorov? Debe de haber cámaras en el extremo oeste de Princes Street y quizás en Lothian Road. Si alguien le seguía... —añadió Siobhan sin terminar la frase.
—Es una idea —dijo él.
—Será una aguja en un pajar —comentó ella. Como el silencio de Rebus equivalía a una confirmación, reclinó la cabeza en el respaldo. Ninguno de los dos tenía ganas de volver a entrar—. Recuerdo que leí en el periódico que tenemos el sistema de vigilancia más grande del mundo. En Londres hay más cámaras de vídeo que en todo Estados Unidos... ¿será cierto?
—Lo que es cierto es que no han disminuido los índices de delincuencia —replicó Rebus entrecerrando los ojos—. ¿Qué es ese ruido?
Clarke vio que Tibbet les hacía señas desde una ventana.
—Creo que nos llaman.
—A lo mejor se ha entregado el asesino impulsado por los remordimientos.
—Puede ser —añadió Clarke poco convencida.