Читать книгу La música del adiós - Ian Rankin - Страница 16
9
ОглавлениеFue un breve trayecto desde el Parlamento hasta el Ayuntamiento. Rebus dijo en recepción que tenían una cita a las dos con la alcaldesa y, como llegaban con mucha anticipación, preguntó si podrían dejar el coche aparcado fuera. Los empleados no hicieron objeciones y Rebus, con una amplia sonrisa, inquirió si entre tanto podían saludar a Graeme MacLeod. Les hicieron de nuevo unos pases, pasaron otro control de seguridad y entraron. Mientras esperaban el ascensor, Clarke se volvió hacia Rebus.
—Quería decirte que has interrogado muy bien a MacFarlane y a Janney.
—Ya me lo he imaginado al ver que me has dejado a mí casi todo el trabajo.
—¿Estoy a tiempo de retirar el cumplido? —Sonrieron los dos—. ¿Cuánto tardarán en descubrir que has ocupado un espacio de aparcamiento con falsos pretextos?
—Depende de que pregunten o no a la secretaria de la alcaldesa.
El ascensor los llevó dos pisos más abajo, al sótano, donde les aguardaba un hombre. Rebus se lo presentó a Clarke como Graeme MacLeod y él los condujo a la sala UCV o Unidad Central de Vigilancia. Rebus ya la conocía, pero Clarke no, por lo que se quedó algo sorprendida al ver el despliegue de docenas de monitores de circuito cerrado de tres al fondo, atendidos por personal con ordenador en sus respectivas mesas.
A MacLeod le gustaba ver la reacción de sorpresa de los visitantes y comenzó a dar explicaciones encantado.
—En Edimburgo existe videovigilancia desde hace diez años —dijo—. Comenzamos con doce cámaras en el centro, en la actualidad tenemos más de ciento treinta, y dentro de poco tendremos más. Mantenemos conexión directa con el Centro de Control de la Policía en Bilston, y unas mil doscientas detenciones al año son el resultado de lo que observamos en esta agobiante unidad.
Era cierto que en la sala hacía calor a causa de las pantallas, y Clarke se quitó el abrigo.
—Trabajamos 24 horas todos los días de la semana —prosiguió MacLeod— y podemos localizar a un sospechoso y dar a la policía su localización. —Los monitores estaban numerados y MacLeod señaló uno de ellos—. Ahí se ve Grassmarket, y si Jenny —añadió apuntando hacia una mujer sentada a una mesa— acciona el teclado, la cámara se desplaza y enfoca a una persona que esté aparcando el coche o que salga de una tienda o de un pub.
Jenny hizo una demostración y Clarke asintió despacio con la cabeza.
—La imagen es muy clara —comentó—. Y en color... Yo pensaba que era en blanco y negro. Me imagino que en King’s Stables Road no habrá cámaras.
MacLeod contuvo la risa.
—Ya me figuraba que venían por eso —dijo cogiendo un libro de registro y pasando un par de páginas—. Por la noche estaba Martin de controlador y captó coches de policía y una ambulancia. —MacLeod señaló con el dedo la línea de registro—. Incluso verificó cierto metraje anterior, pero no descubrió nada concluyente.
—Eso no quiere decir que no haya algo.
—Por supuesto.
—Siobhan me ha comentado que en Reino Unido existen más cámaras de vigilancia que en ningún otro país —dijo Rebus.
—El veinte por ciento de todas las cámaras de circuito cerrado de todo el mundo; una por cada doce habitantes.
—Sí que son muchas —musitó Rebus.
—¿Conservan todo el metraje grabado? —preguntó Clarke.
—Hacemos lo que podemos. Lo pasamos a disco duro y a vídeo, pero tenemos instrucciones...
—Lo que quiere decir Graeme —terció Rebus— es que no nos puede entregar el material en virtud de la Ley de protección de datos de 1997.
MacLeod asintió con la cabeza.
—De 1998, John. Podemos entregárselo pero hay que seguir unos cauces.
—Motivo por el cual sé que hay que confiar en el criterio de Graeme —dijo Rebus, volviéndose hacia MacLeod—. Me imagino que habrá examinado las grabaciones con el equivalente digital de un peine fino.
MacLeod sonrió y asintió con la cabeza.
—Jenny me echó una mano. Teníamos la foto de la víctima de diversas agencias de noticias. Creo que lo captamos en Shandwick Place; iba a pie y solo. Eran las diez pasadas. Una hora más tarde aparecía en Lothian Road, pero, como muy bien han pensado, en King’s Stables Road no tenemos cámaras.
—¿Tiene la impresión de que alguien lo seguía? —preguntó Rebus.
MacLeod negó con la cabeza.
—Y Jenny tampoco.
Clarke volvió a mirar los monitores.
—Unos años más de avance tecnológico y me quedaré sin trabajo —comentó.
MacLeod se echó a reír.
—Lo dudo. La vigilancia es un asunto muy delicado. Siempre existe el riesgo de violación de la intimidad, y los defensores de los derechos civiles no cesan de plantear obstáculos.
—Vaya novedad —musitó Rebus.
—No me dirá que le gustaría que una cámara enfocase su ventana —añadió MacLeod en broma.
Clarke reflexionó un instante.
—Charles Riordan se hizo cargo de la cuenta del restaurante a las 21:48. Todorov salió de allí en dirección al centro, pasando por Shandwick Place. ¿Cómo tardó media hora en recorrer cuatrocientos metros hasta Lothian Road?
—¿Tomaría una copa en algún bar? —aventuró Rebus.
—Riordan mencionó el Mather’s y el hotel Caledonian. Entrara donde entrase, estaba de nuevo en la calle a las 22:40, lo cual significa que pasó por el aparcamiento cinco minutos después —añadió ella, esperando a que Rebus asintiera con la cabeza.
—El aparcamiento lo cierran a las once —comentó él—. Sería una agresión rápida —añadió para MacLeod—: ¿Y después, Graeme?
MacLeod estaba al quite.
—El peatón que encontró el cadáver llamó a las 23:12. Nosotros examinamos el metraje de Grassmarket y Lothian Road de los diez minutos anteriores y posteriores —añadió encogiéndose de hombros— y solo se observa la habitual clientela de pubs, oficinistas de juerga y gente que sale a comprar tarde... Nada de atracadores furibundos martillo en mano.
—No nos vendría mal echar un vistazo —dijo Rebus—. Podría haber caras que nosotros conocemos.
—Muy bien.
—Pero ¿tenemos que seguir los cauces?
MacLeod se cruzó de brazos como respuesta.
Volvieron a recepción y cuando Rebus estaba abriendo una cajetilla, un ayudante con uniforme les cortó el paso. Rebus tardó un instante en darse cuenta de que la alcaldesa estaba allí, luciendo al cuello la cadena de oro del cargo y con cara de pocos amigos.
—Tengo entendido que tenemos una cita —dijo—. El caso es que no le constaba a nadie salvo a ustedes dos.
—Ha sido una confusión —alegó Rebus.
—¿Y no será una argucia para ocupar un espacio de aparcamiento?
—Ni mucho menos.
La alcaldesa le dirigió una mirada de odio.
—En cualquier caso, déjenlo libre —replicó—. Ese espacio es para visitas más importantes.
Rebus advirtió que estaba apretando el paquete de cigarrillos.
—¿Qué puede haber más urgente que una investigación por homicidio? —añadió.
La alcaldesa comprendió a qué se refería.
—¿Del poeta ruso? Ese caso requiere una solución rápida.
—¿Para aplacar a los adinerados del Volga? —aventuró Rebus. Y añadió tras pensar un instante—: ¿Hasta qué punto tiene relación con ellos el Ayuntamiento? Megan MacFarlane nos ha dicho que el Comité de Rehabilitación Urbana sí que la tiene.
La alcaldesa asintió con la cabeza.
—Y también el Ayuntamiento —dijo.
—Es decir que ¿estrechan la mano a esos ricachos con entusiasmo fingido? Me alegra comprobar el buen uso que se da a mis impuestos.
La alcaldesa dio un paso al frente mirándolo con odio más intenso. Estaba dispuesta a darle una buena réplica cuando su ayudante emitió un carraspeo. A través de los cristales vieron una limusina negra que cruzaba la arcada del edificio. La alcaldesa no habló, dio media vuelta y se alejó. Rebus aguardó unos segundos antes de salir él también con Clarke.
—Es estupendo hacer nuevos amigos —dijo ella.
—Shiv, me queda una semana para jubilarme, ¿qué más me da?
Caminaron unos metros por la acera e hicieron un alto para que Rebus encendiera el cigarrillo.
—¿Has leído hoy el periódico? —preguntó Clarke—. Ayer nombraron a Andy Kerr político del año.
—Muy conocido en su casa.
—Es el promotor de la ley antitabaco.
Rebus lanzó un resoplido. Unos peatones se detuvieron a ver cómo aquel coche de aspecto oficial se detenía junto a la alcaldesa. Su ayudante de librea se adelantó a abrirle la portezuela de atrás. Los cristales tintados no permitían ver al ocupante, pero nada más apearse este Rebus se imaginó que era uno de los rusos por su enorme abrigo, guantes negros y rostro adusto. Tendría unos cuarenta años, el pelo corto y unos ojos grises que no se perdían detalle de nada. Ni tampoco de Rebus y Clarke, a pesar de estar dando la mano a la alcaldesa y contestando a algo que ella le decía. Rebus aspiró humo con fuerza y los vio subir al coche.
—Por lo visto el consulado ruso piensa dedicarse al negocio del taxi —comentó Rebus, escrutando el Mercedes negro.
—¿Es el mismo coche en que vino Stahov? —aventuró Clarke.
—Creo que sí.
—¿Y el chófer?
—No sabría decirte.
Llegó otro empleado gesticulando para que se llevaran el coche y dejaran libre el aparcamiento para el Mercedes. Rebus alzó un dedo para darle a entender que esperara un minuto y en ese momento advirtió que Clarke no se había despojado de la tarjeta de visitante.
—Es mejor devolverlas —dijo—. Ten —añadió tendiéndole el cigarrillo a medias, pero al ver que no le hacía mucha gracia, lo dejó en el alféizar de una ventana—. Vigila que no se vuele —añadió cogiendo el pase de ella y quitándose el suyo.
—Seguro que no los quieren para nada —comentó ella, pero Rebus se limitó a sonreír y volvió a recepción.
—Aquí tienen las tarjetas —dijo a la mujer del mostrador—. Pueden aprovecharse, ¿no? Todos debemos aportar nuestro granito de arena —comentó con una sonrisa, que fue correspondida por otra de la recepcionista—. Por cierto —añadió, inclinándose sobre el mostrador—, ese hombre que iba con la alcaldesa, ¿es quien yo pienso?
—Es un potentado industrial —contestó la mujer. Efectivamente, allí sobre el mostrador estaba la tarjeta de visitante, y el apellido era el mismo que pronunció—: Sergei Andropov.
—¿Adónde vamos? —preguntó Clarke.
—A un pub.
—¿A cuál en concreto?
—A Mather’s, naturalmente.
Pero por el camino hacia Johnston Terrace, Rebus indicó a Clarke que se desviara, y una serie de giros a la izquierda los llevó desde el extremo de Grassmarket hasta King’s Stables Road, donde estacionaron frente al aparcamiento de varias plantas y comprobaron que Hawes y Tibbet estaban ocupados. Clarke tocó el claxon después de apagar el contacto. Tibbet se volvió y saludó con la mano. Se dedicaba a poner en los parabrisas una octavilla con el texo: ASUNTO POLICIAL: SE AGRADECE INFORMACIÓN. Hawes colocaba en la acera, junto a las barreras de salida, un cartel de caballete con una foto granulada de Todorov y más información: «Hacia las 11 de la noche del viernes 15 de noviembre, en este aparcamiento agredieron a un hombre que murió a consecuencia de las heridas. ¿Han visto algo? ¿Algún conocido suyo había aparcado aquí esa noche? Llamen, por favor, a la policía...» y se indicaba el número de una centralita.
—Menos mal —comentó Rebus señalando hacia los dos agentes—, porque en Homicidios no queda nadie.
—Macrae comentó lo mismo —añadió Hawes examinando su trabajo en el cartel—, y quería saber cuántos agentes íbamos a necesitar.
—A mí me gustan los equipos pequeños y bien organizados —replicó Rebus.
—Se nota que no es del Hearst —espetó Tibbet en voz baja.
—Ah, Colin, ¿tú eres del Hibs, igual que Siobhan?
—Del Livingston —replicó Tibbet.
—El dueño del Hearts es ruso, ¿no?
—Lituano —dijo Clarke.
Hawes interrumpió para preguntar adónde iban Rebus y Clarke.
—A un pub —respondió Clarke.
—Qué afortunados.
—Es más bien asunto de trabajo.
—¿Y qué hacemos Colin y yo después? —preguntó Hawes mirando a Rebus.
—Volved a comisaría a esperar el alud de llamadas —contestó él.
—Necesito que llaméis a la BBC —añadió Clarke acordándose de pronto— y preguntéis si pueden enviarnos una copia del programa Question Time en el que participó Todorov. Quiero comprobar hasta qué punto era disidente.
—En el noticiario de anoche emitieron un fragmento —dijo Colin Tibbet— entre otras informaciones sobre el caso. Por lo visto no tenían más imágenes de él.
—Gracias por informarme —dijo Clarke—. ¿Puedes pedírselo a la BBC?
Tibbet se encogió de hombros como señal de que aceptaba el encargo. Clarke advirtió que el montón de octavillas que aún le quedaban, aunque de diversos colores, eran en su mayor parte de un rosa escandaloso.
—Las encargamos a toda prisa —dijo Tibbet— y solo había esos colores.
—Vámonos —dijo Rebus dirigiéndose al coche, pero Hawes intervino.
—Habría que hacer el seguimiento con los testigos —dijo—. Podemos encargarnos Colin y yo.
Rebus fingió reflexionar cinco segundos antes de decir «no».
Una vez en el coche advirtió el letrero de «prohibido el paso» que les impedía llegar directamente a Lothian Road.
—¿Qué hago, me arriesgo? —preguntó Clarke.
—Tu verás, Shiv.
Ella se mordió el labio inferior y giró en redondo. Diez minutos más tarde estaban en Lothian Road, en el otro extremo de King’s Stables Road.
—Deberíamos habernos arriesgado —comentó Rebus. Dos minutos después aparcaban en raya amarilla frente a Mather’s, sin hacer caso de un indicador que advertía que la entrada a Queensferry Street era solo para autobuses o taxis. Una furgoneta blanca había estacionado allí igual que ellos y un coche grande hizo lo propio detrás.
—Un auténtico convoy infractor de la ley —se limitó a comentar Rebus.
—Me desespera esta ciudad —dijo Clarke apretando los dientes—. ¿Quién planifica el tráfico?
—Necesitas una copa —añadió Rebus. Él no iba mucho a Mather’s pero le gustaba el local. Era anticuado, con pocas sillas, casi todas ocupadas por hombres de aspecto serio. Era primera hora de la tarde y en la tele se veían reportajes de deportes de la cadena Sky. Clarke había cogido unas octavillas (amarillas tras haber eliminado las rosas) que repartió por las mesas mientras Rebus esgrimía otra frente al camarero de la barra.
—Anteanoche —dijo—, hacia las once o un poco después.
—No era mi turno —contestó el hombre.
—¿Quién hacía el turno?
—Terry.
—¿Y dónde está Terry?
—Muy probablemente, durmiendo.
—¿Estará de turno esta noche? —El camarero asintió con la cabeza y Rebus le acercó más la octavilla—. Quiero que me llame y me diga si sirvió o no a este hombre. Suya es la responsabilidad si no me llama.
El camarero hizo una mueca. Clarke se había acercado a Rebus.
—Creo que ese hombre del rincón te conoce —dijo. Rebus miró hacia donde decía, asintió con la cabeza y se acercó a la mesa seguido por ella.
—¿Qué tal, Big? —saludó Rebus.
El tal Big, que estaba solo con media pinta de cerveza mezclada con tres centímetros de whisky, parecía hallarse cómodo en su apoltronamiento con un pie sobre la silla de al lado y una mano rascándose el pecho. Llevaba una camisa vaquera descolorida abierta hasta el esternón. Haría unos siete u ocho años que Rebus no le había visto. Se hacía llamar Podeen, Big Podeen, y era un veterano de la Marina, exgorila, ya avejentado, con un rostro curtido y chupado y una boca de labios carnosos y casi sin dientes.
—Vamos tirando, señor Rebus.
No se dieron la mano; simples inclinaciones de cabeza y unas miradas.
—¿Es tuyo este pub? —preguntó Rebus.
—Depende de a lo que se refiera.
—Creí que vivías en la costa.
—De eso hace años. La gente cambia y se mueve.
Tenía en la mesa una petaca junto a un encendedor y papel de fumar. La cogió y comenzó a juguetear con ella.
—¿Puedes darnos alguna información?
Podeen hinchó los mofletes y lanzó un resoplido.
—Yo estaba aquí anteanoche y no vi a ese hombre —contestó señalando la octavilla con la cabeza—. Pero sé quién es; se le suele ver hacia la hora del cierre. Creo que es un noctámbulo.
—¿Igual que tú, Big?
—Y usted, si no recuerdo mal.
—Ahora más bien soy de sillón y zapatillas, Big —replicó Rebus—. Un cacao, y a las diez en la cama.
—Sí, me lo imagino. ¿Sabe con quién me tropecé el otro día? Con nuestro viejo amigo Cafferty. ¿Cómo es que no ha logrado encerrarle?
—Lo enchironé un par de veces, Big.
Podeen arrugó la nariz.
—Unos pocos años, de vez en cuando. Pero siempre salía, ¿no es cierto? Parece que sigue sin meterse en líos. —Podeen volvió a mirar a Rebus—. Dicen que va a jubilarse. Ha tenido una buena carrera de peso pesado, señor Rebus. Eso es lo que siempre se ha dicho de usted, aunque...
—¿Qué?
—Que le faltaba el golpe de KO —contestó Podeen—. Bueno, por la vejez —añadió, alzando su vaso de whisky—. A lo mejor le vemos por aquí más a menudo, aunque en la mayoría de los pubs de Edimburgo tendrá que arrimar la espalda a la pared. Hay mucho resentido, señor Rebus, y usted ya no será la ley... —espetó el hombre encogiéndose de hombros.
—Gracias por darme ánimos, Big. ¿Hablaste alguna vez con él? —preguntó Rebus mirando la octavilla. Podeen hizo una mueca y negó con la cabeza—. ¿Hay aquí alguien más a quien podamos preguntar?
—Ese hombre solía beber en la barra, lo más cerca posible de la puerta. Le gustaba la bebida, no la compañía. —Hizo una pausa—. No me ha preguntado por Cafferty —añadió.
—Bien, ¿qué me dices de él?
—Me dijo que le saludara.
—¿Es cierto? —replicó Rebus mirándole fijamente.
—De verdad.
—¿Y dónde tuvo lugar tan trascendental encuentro?
—Pues curiosamente en la acera de enfrente. Nos tropezamos cuando él salía del hotel Caledonian.
Ese fue el siguiente sitio adonde fueron. El gran edificio rosa claro tenía dos entradas: una con portero, que daba paso a la recepción, y otra de acceso directo al bar, que servía tanto para los clientes como para las almas solitarias. A Rebus le entró sed y pidió una pinta de cerveza. Clarke optó por un zumo de tomate.
—Habría sido más barato ahí enfrente —comentó.
—Por consiguiente, tú pagas —dijo Rebus, pero cuando trajeron la cuenta dejó encima de la nota un billete de cinco libras, con esperanzas de recibir algunas monedas de vuelta.
—Lo que dijo ese amigo tuyo del Mather’s es cierto, ¿no crees? —aventuró Clarke—. Yo, cuando salgo de noche, me fijo siempre en quién entra y sale de un local, por si aparece alguna cara conocida.
Rebus asintió con la cabeza.
—Con tantos malhechores como hemos encerrado es lógico que algunos anden libres. Procura frecuentar un tipo de pub de más categoría.
—¿Un bar como este, por ejemplo? —dijo Clarke mirando a su alrededor—. ¿Tú qué crees que le atraería a Todorov de este bar?
Rebus reflexionó un instante.
—No sé —contestó—. Tal vez un rollo distinto.
—¿Rollo? —repitió Clarke con una sonrisa.
—Se me debe de haber pegado de ti.
—Me extraña.
—Pues será de Tibbet. De todos modos, ¿qué tiene de malo la palabra? Es perfectamente adecuada.
—Suena rara dicha por ti.
—Tendrías que haberme oído en los años sesenta.
—Yo aún no había nacido.
—No te empeñes en repetírmelo.
—Había consumido la mitad de su bebida e hizo una señal al camarero con la octavilla preparada. El camarero era bajo, delgaducho, tenía la cabeza rapada y llevaba chaleco de cuadros escoceses y corbata; apenas miró unos segundos la foto de la octavilla y asintió con su reluciente cabeza.
—Últimamente ha venido varias veces.
—¿Estuvo aquí anteanoche? —preguntó Clarke.
—Creo que sí —contestó el camarero concentrándose, con el ceño fruncido. Rebus sabía que a veces la gente se concentraba para decir una mentira convincente. En la tarjeta identificatoria del hombre ponía «Freddie».
—Poco después de las diez —insistió Rebus—. Y ya llevaba algunas copas.
Freddie volvió a asentir con la cabeza.
—Pidió un coñac doble.
—¿Solo tomó uno?
—Creo que sí.
—¿Habló con él?
Freddie negó con la cabeza.
—Pero ahora sé quién es. Lo vi en la tele. Qué barbaridad.
—Una barbaridad —repitió Rebus.
—¿Lo tomó en la barra o sentado a una mesa? —preguntó Clarke.
—En la barra... siempre en la barra. Yo sabía que era extranjero, pero no actuaba como un poeta.
—¿Y cómo actúan los poetas, según usted?
—Lo que quiero decir es que se quedaba sentado con cara de indignación. Pero lo cierto es que sí le vi anotar algo.
—¿La última vez?
—No, antes. Llevaba un cuadernito y lo sacaba de vez en cuando del bolsillo. Una de las camareras pensó que tal vez era un inspector o que escribía una reseña para una revista. Yo le dije que a mí no me lo parecía.
—La última vez que estuvo aquí, ¿vio el cuadernito?
—Estuvo hablando con alguien.
—¿Con quién? —preguntó Rebus.
Freddie se encogió de hombros.
—Con otro cliente. Estaban casi en el mismo sitio donde están ustedes.
Rebus y Clarke intercambiaron una mirada.
—¿De qué hablaban?
—No me interesa escuchar.
—Es muy raro que a un camarero no le interese escuchar las conversaciones de los clientes.
—Puede que no hablaran en inglés.
—¿En qué hablaban?, ¿en ruso? —preguntó Rebus entrecerrando los ojos.
—Podría ser —contestó el camarero.
—¿Aquí hay cámaras de seguridad? —inquirió Rebus mirando a su alrededor. Freddie negó con la cabeza.
—¿Su acompañante era hombre o mujer? —preguntó Clarke.
—Hombre —contestó Freddie tras una pausa.
—Descríbalo.
El camarero hizo otra pausa.
—Mayor que él... más robusto. Por la noche bajamos la intensidad de las luces y había mucho trabajo... —añadió encogiéndose de hombros para excusarse.
—Gracias por su ayuda —dijo Clarke—. ¿Duró mucho la conversación? —Freddie volvió a encogerse de hombros—. ¿Se marcharon juntos?
—El poeta se fue solo —respondió el camarero sin dudarlo.
—Me imagino que aquí el coñac no es barato —comentó Rebus mirando el local.
—No hay límite —asintió el camarero—. Pero si se cargan las copas a la cuenta no se nota tanto.
—Hasta que te la presentan al marcharte del hotel —añadió Rebus—. Pero se da el caso, Freddie, de que nuestro amigo ruso no estaba alojado aquí. —Hizo una pausa para mayor énfasis—. Así pues, ¿de qué cuenta estamos hablando?
El camarero comprendió que había cometido un error.
—Escuche —dijo—, yo no quiero líos...
—Y menos conmigo —añadió Rebus—. ¿El otro hombre se alojaba aquí?
Freddie miró a uno y a otro.
—Supongo —contestó el hombre como dándose por rendido.
Rebus y Clarke intercambiaron una mirada.
—Si hicieras un viaje de negocios desde Moscú —dijo ella despacio— en una especie de delegación... ¿en qué hotel te alojarías?
Solo había un modo de comprobarlo, pero el personal de recepción dijo que no sabían nada, llamaron al director y Rebus repitió la pregunta.
—¿Hay alojados en el hotel hombres de negocios rusos?
El director examinó el carnet de policía de Rebus y al devolvérselo le preguntó si había algún problema.
—Únicamente si el hotel se empeña en obstaculizar la investigación que hago sobre un homicidio —replicó Rebus.
—¿Homicidio? —repitió el director, que se había presentado como Richard Browning. Vestía un elegante traje marengo con camisa a cuadros y corbata lavanda. Sus mejillas enrojecieron al repetir la palabra.
—Hace dos noches un hombre salió de este bar y al llegar a King’s Stables Road fue asesinado a golpes, lo que quiere decir que los últimos que lo vieron eran los que tomaban copas en este hotel. —Rebus se acercó un paso a Richard Browning—. Así que puedo echar mano del libro de registro para interrogar a los clientes, tal vez con una mesa auxiliar junto al conserje para que lo vean todos... —Hizo una pausa—. Puedo hacer eso, que llevaría tiempo y es un engorro... o bien... —Nueva pausa—. Me habla sobre los rusos que se alojan aquí.
—Puede también repasar las cuentas del bar y comprobar el nombre de la persona que pagó un coñac doble poco después de las diez hace dos noches —añadió Clarke.
—Nuestros clientes tienen derecho a la intimidad —alegó el director.
—Solo queremos nombres —replicó Rebus—, no la lista de las películas porno que hayan visto por la televisión por cable.
Browning irguió la espalda.
—Bueno, no es esa clase de hotel —se disculpó Rebus—. Pero ¿hay rusos alojados aquí, sí o no?
Browning asintió con una inclinación de cabeza.
—¿Sabe que hay una delegación que visita Edimburgo? —Rebus asintió con la cabeza—. En realidad, solo tenemos tres huéspedes; el resto se aloja en el Balmoral, el George, el Sheraton, el Prestonfield...
—¿No se llevan bien entre sí? —preguntó Clarke.
—Es que no disponemos de suficientes suites presidenciales —respondió Browning con un resoplido.
—¿Cuánto tiempo llevan alojados?
—Llevan unos días... Tienen previsto un viaje a Gleneagles, pero reservan las habitaciones para no tener que pagar la cuenta y registrarse luego otra vez.
—Qué alegría poder hacer eso —comentó Rebus—. ¿Cuándo dispondremos de los nombres?
—Primero tengo que consultarlo con el gerente.
—¿Cuánto tiempo tardará? —insistió Rebus.
—Pues no puedo decirle... —farfulló Browning.
Clarke le tendió una tarjeta con su número de móvil.
—Cuanto antes mejor —añadió con un codazo.
—En caso contrario, me pondré con una mesa junto al conserje —apostilló Rebus.
Dejaron a Browning asintiendo con la cabeza y mirando al suelo. El portero los vio llegar y abrió la puerta. Rebus le tendió una de las llamativas octavillas como propina. Mientras se dirigían al coche de Clarke —que ella había aparcado en un hueco libre en el espacio reservado para taxis— vieron llegar una limusina que se detenía ante el hotel; del Mercedes negro visto en el Ayuntamiento se bajó el mismo individuo: Sergei Andropov, quien de nuevo debió de barruntar que lo miraban y clavó los ojos en Rebus un instante antes de acceder al hotel. El coche dio la vuelta a la esquina y entró en el aparcamiento de clientes.
—¿Es el mismo chófer que llevaba Stahov? —preguntó Clarke.
—No he podido verlo bien —respondió Rebus—. Pero eso me recuerda algo que se me olvidó preguntar: ¿por qué demonios un hotel respetable como el Caledonian permite la entrada a Big Ger Cafferty?