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ОглавлениеRebus llevaba a casa a Siobhan Clarke cuando sonó el móvil de la sargento.
Dieron media vuelta y se dirigieron al depósito de cadáveres de Edimburgo en Cowgate, donde vieron una furgoneta blanca sin distintivos junto al muelle de descarga. Rebus aparcó junto a esta y entró en el edificio. El turno de noche lo formaban dos hombres: uno de unos cuarenta años y, a juicio de Rebus, con aspecto de expresidiario, por el cuello de cuyo mono asomaba un tatuaje azul desdibujado hasta media garganta que Rebus tardó un instante en comprender que era algún tipo de serpiente. El otro hombre era mucho más joven, desgarbado y con gafas.
—Me imagino que tú eres el poeta —aventuró Rebus.
—Lord Byron, lo llamamos —dijo el otro con voz áspera.
—Por eso le reconocí —añadió el joven—. Estuve en un recital que dio ayer... —Miró el reloj—. Anteayer, en realidad. —Esto recordó a Rebus que era más de media noche—. Y vestía tal cual.
—Por el rostro no resulta fácil identificarle —terció Clarke, haciendo de abogada del diablo.
El joven asintió con la cabeza.
—De todos modos... El pelo, la chaqueta y el cinturón...
—¿Cómo se llama? —preguntó Rebus.
—Todorov, Alexander Todorov. Es ruso. Tengo un libro suyo en la sala de personal. Me lo firmó él.
—Te costaría unas cuantas libras —comentó el compañero, inopinadamente interesado.
—¿Puede enseñárnoslo? —preguntó Rebus. El joven asintió con la cabeza y se dirigió remiso al pasillo. Rebus miró las filas de puertas de refrigeradores—. ¿En cuál está?
—En el número tres —contestó el ayudante dando unos golpecitos con los nudillos sobre la puerta en cuestión con una etiqueta sin nombre—. Seguro que Lord Byron no se equivoca... es listo.
—¿Cuánto tiempo hace que trabaja aquí?
—Un par de meses. Se llama Chris Simpson.
Rebus cogió un ejemplar del Evening News.
—La cosa está fea para el Hearts —comentó el ayudante—. Pressley ya no es capitán y hay un entrenador provisional.
—La sargento Clarke estará encantada —comentó Rebus, alzando el periódico para que Siobhan viese la primera página: una agresión a un adolescente sij en Pilrig Park, al que habían rapado.
—Gracias a Dios que no es de nuestro distrito —comentó ella.
Al oír pasos se volvieron los tres; era Chris Simpson que regresaba con un libro fino de tapas duras. Rebus lo cogió y miró la contraportada. El rostro serio del poeta parecía mirarle. Se lo mostró a Clarke, quien se encogió de hombros.
—Sí que parece la misma chaqueta —comentó Rebus— pero lleva una especie de cadena al cuello.
—En el recital la llevaba —asintió Simpson.
—¿Y el cadáver que ha ingresado esta noche?
—Ya advertí de que no. Tal vez se la quitaron... me refiero al asesino.
—O tal vez no sea él. ¿Cuántos días hacía que Todorov estaba en Edimburgo?
—Vino con una especie de beca. Hacía mucho tiempo que no vivía en Rusia. Él se consideraba un exiliado.
Rebus hojeó el libro. Se titulaba Astapovo Blues, y los poemas en inglés llevaban títulos como «Raskólnikov», «Leonide» y «Mind Gulag».
—¿Qué significa el título? —preguntó Rebus a Simpson.
—Es el pueblo en que murió Tolstói.
El otro celador infló los carrillos.
—Ya le dije que era listo.
Rebus tendió el libro a Clarke, quien miró la guarda donde Todorov había escrito la dedicatoria: «Al apreciado Chris, para que conserve la fe como yo he hecho y he dejado de hacer».
—¿Qué quiso decir con esto? —preguntó.
—Yo le dije que quería ser poeta y él me aseguró que eso quería decir que ya lo era. Creo que quiere decir mantener la fe en la poesía, pero no en Rusia —contestó el joven ruborizándose.
—¿Dónde fue el recital? —preguntó Rebus.
—En la Biblioteca de la Poesía Escocesa... cerca de Canongate.
—¿Le acompañaba alguien? ¿Su esposa o alguien de la editorial?
Simpson contestó que no lo sabía.
—Es famoso, ¿saben? Se habló de su candidatura al premio Nobel.
Clarke cerró el libro.
—Bueno, podemos preguntar en el consulado ruso —comentó, y Rebus asintió con la cabeza. Oyeron llegar un coche.
—Al menos ya está aquí uno de los dos forenses —dijo el otro celador—. Lord Byron, prepara el laboratorio.
Simpson tendió la mano reclamando el libro, pero Clarke lo agitó en el aire.
—¿Le importa dejármelo, señor Simpson? Le prometo que no irá a parar a eBay.
El joven parecía reacio, pero su compañero le animó para que cediera y Clarke puso fin a su indecisión guardándose el libro en el bolsillo del abrigo. Rebus volvió la cabeza hacia la puerta de entrada, que se abrió de golpe para dar paso al profesor Gates con ojos de sueño. Casi detrás de él entró el doctor Curt; los dos patólogos trabajaban juntos con tanta frecuencia que a Rebus llegaban a parecerle una sola persona. Costaba imaginar que al margen de su trabajo llevaran vidas distintas e independientes.
—Ah, John —dijo Gates tendiendo una mano tan fría como la sala—. Empieza a apretar el frío. Y también está la sargento Clarke... deseando, qué duda cabe, perder la sombra de su mentor.
Clarke se sintió mortificada, pero no dijo nada; no valía la pena discutir el asunto, pues por lo que a ella respectaba hacía tiempo que había salido de la sombra de Rebus. Este le dirigió una sonrisa comprensiva antes de estrechar la mano del pálido Curt, quien había sufrido un amago de cáncer hacía casi un año que le había robado parte de su energía; aunque había dejado de fumar.
—¿Cómo está, John? —dijo Curt.
Rebus pensó que más bien era él quien habría debido preguntárselo, pero le contestó con una inclinación de cabeza.
—Yo digo que está en el dos —dijo Gates volviéndose hacia su colega—. ¿Apuesta o no?
—En realidad está en el número tres —dijo Clarke—. Creemos que puede ser un poeta ruso.
—¿No será Todorov? —inquirió Curt enarcando una ceja. Clarke le enseñó el libro y el doctor elevó aún más la ceja.
—No se me había ocurrido que fuese amante de la poesía, doctor —comentó Rebus.
—¿Se trata de un incidente diplomático? —preguntó Gates con un resoplido—. ¿Hay que buscar puntas de paraguas envenenadas?
—Se diría que le agredió un loco —añadió Rebus—. A no ser que haya un veneno que despelleje el rostro.
—Fascitis necrotizante —musitó Curt.
—Causada por Streptococcus pyogenes —añadió Gates—. Pero no creo que hayamos visto un solo caso.
Esto decepcionó profundamente a Rebus.
Trauma causado por objeto romo: el médico de guardia de la policía no se había equivocado. Rebus estaba sentado en su sala de estar con las luces apagadas, fumando un pitillo. Después de la prohibición de fumar en los lugares de trabajo y en los pubs, el gobierno se proponía prohibirlo también en casa. Rebus se preguntaba cómo se las arreglaría para hacer cumplir la ley. En el reproductor de CD tenía puesto un álbum de John Hiatt a bajo volumen, del que sonaba la canción «Lift Up Every Stone». Levantar todas las piedras: eso era lo que había hecho él todos aquellos años en el Cuerpo, si bien Hiatt construía un muro con las piedras y él solo miraba los bichitos negros que echaban a correr al levantarlas. Se preguntó si la letra sería un poema, y qué habría hecho el poeta ruso con la versión que él hacía. Habían llamado al consulado pero no obtuvieron respuesta alguna, ni siquiera de un contestador automático, y decidieron dejarlo. Siobhan estuvo dando cabezadas durante la autopsia, para gran irritación de Gates. La culpa era de Rebus por haberla retenido hasta tarde en la comisaría, intentando que se interesara por aquellos casos no cerrados que a él aún le reconcomían, como si esperara que eso sirviera para conservar su recuerdo.
Rebus dejó a Siobhan en casa y cruzó en coche las calles silenciosas casi al alba hasta Marchmont: un feliz hueco para aparcar, y a su piso en el segundo. En la sala de estar había un mirador donde tenía su sillón. Se había prometido llegar hasta el dormitorio, pero debajo del sofá tenía un edredón extra por si acaso. Y también una botella de whisky —Highland Park de dieciocho años— comprada el último fin de semana, en la que quedaban un par de vasos. Tabaco, priva y suave música nocturna. En otro tiempo le habrían servido de buen consuelo, pero ahora se preguntaba si le bastarían cuando dejase el trabajo. ¿Qué otra cosa tenía?
Una hija en Inglaterra que vivía con un profesor universitario. Una exmujer que se había ido a vivir a Italia. El pub.
No se veía conduciendo un taxi o haciendo indagaciones previas para abogados defensores. No concebía «empezar de cero» como otros, retirándose a vivir en Marbella, Florida o Bulgaria. Algunos habían invertido la pensión en propiedades y alquilaban pisos a estudiantes; un inspector jefe conocido suyo había hecho así un dineral, pero a él no le apetecía por el engorro: tendría que estar dando constantemente la tabarra a los estudiantes por quemaduras de cigarrillo en la moqueta o por tener el fregadero repleto.
¿Deportes? Ninguno.
¿Aficiones y pasatiempos? Lo que había hecho hasta ahora.
«Estás un poco depre esta noche, ¿eh, John?», dijo en voz alta. A continuación contuvo la risa, consciente de que podía estar depre por ganar para Escocia la medalla de oro olímpica de gruñones. Al menos a él no iban a recoserle después de una autopsia para meterle en el cajón número tres. Había repasado mentalmente una lista de malhechores que, según le constaba, se habían excedido al dar una paliza; la mayoría cumplía condena o estaban sedados en el departamento de psicópatas. Ya lo había dicho el propio Gates: «Auténtica furia». «O furias, en plural», había añadido Curt.
Cierto; podía haber más de un agresor. La víctima había recibido un golpe tan fuerte en la nuca que le había fracturado el cráneo, con un martillo, porra o bate de béisbol, o algo similar. Rebus pensaba que habría sido el primer golpe. La víctima debió de quedar desnucada, de modo que no suponía ninguna amenaza para el agresor. ¿Por qué, entonces, tantos golpes en la cara? Tal como especulaba Gates, un atracador corriente no hace eso. Le habría vaciado los bolsillos y habría huido. Le habían quitado un anillo y en la muñeca izquierda había una marca alargada, señal de que usaba reloj de pulsera. En la parte de atrás del cuello, un rasguño era indicio de que probablemente le habían quitado la cadena de un tirón.
—¿No ha quedado nada en el escenario del crimen? —preguntó Curt cogiendo el serrucho torácico.
Rebus negó con la cabeza.
—Supongamos que la víctima hubiera opuesto alguna resistencia... tal vez demasiada. O hubiera una connotación racista; ¿le habría delatado su acento?
—La víctima cenó copiosamente —señaló finalmente Gates, al abrir el estómago—. Gambas buhna, si no me equivoco, regadas con cerveza. ¿Y... no nota un olorcillo a coñac o whisky, doctor Curt?
—Sin lugar a dudas.
La autopsia siguió su curso mientras Siobhan Clarke hacía esfuerzos por no dormirse y Rebus, a su lado, observaba la labor de los patólogos.
No había rasguños en los nudillos ni restos de piel en las uñas; nada que apuntase a que la víctima había opuesto resistencia. La ropa, de grandes almacenes, sería enviada al laboratorio forense. Una vez limpio de sangre, el rostro era ya más parecido al del libro de poemas. Durante una de las breves cabezadas de Siobhan, Rebus se lo sacó del bolsillo y leyó en la solapa el resumen biográfico de Todorov: nacido en 1960 en el barrio moscovita de Zhdanov, exprofesor de literatura, galardonado con numerosos premios y autor de seis poemarios para adultos y uno para niños.
Sentado en el sillón junto al mirador, Rebus intentó recordar qué restaurantes indios había cerca de King’s Stables Road. Por la mañana lo consultaría en el listín telefónico.
—No, John —dijo—, ya es mañana.
En la gasolinera que estaba de servicio toda la noche cogió un Evening Post para repasar los titulares. Continuaba el juicio de Marmion en la Audiencia; tiroteo en un pub de Gracemount, con un muerto y un afortunado vivo. El adolescente sij se había librado con golpes y rasguños, pero el pelo era sagrado en su religión; eso debían de saberlo o imaginarlo los agresores.
Y había muerto Jack Palance. No sabía cómo era en la vida real, pero en las películas siempre hacía papeles de duro. Se sirvió otro Highland Park y alzó el vaso en gesto de brindis.
—Por los tipos duros —dijo apurándolo de un trago.
Siobhan Clarke llegó al final de la lista de restaurantes del listín telefónico. Había subrayado media docena de posibilidades, aunque realmente todos los restaurantes indios eran posibles... Edimburgo era una ciudad pequeña y fácil de recorrer. Ellos comenzarían a partir de los más cercanos al lugar del crimen. Enchufó el portátil y buscó en Internet las entradas del nombre Todorov; había miles e incluso aparecía en Wikipedia. Parte de la información figuraba en ruso; algunos artículos eran de Estados Unidos, donde el poeta había impartido cursillos universitarios. Encontró también reseñas de Astapovo Blues y por ellas supo que los poemas versaban sobre autores rusos clásicos, pero eran también críticas a la actual política de su propio país, a pesar de que él no residía en Rusia desde hacía diez años. No era de extrañar que se autodenominara exiliado, y que con sus opiniones sobre la Rusia de después de la glasnost se hubiese ganado las iras y el desprecio del Politburó. En una entrevista le preguntaron si se consideraba disidente y contestó: «Un disidente constructivo».
Siobhan dio otro sorbo de café tibio. «Aquí tienes tu caso, chica», pensó. Pronto Rebus no estaría, aunque trataba de no pensar mucho en ello; habían trabajado tantos años juntos que casi podían saber los dos lo que pensaba el otro. Le echaría de menos, pero era evidente que tenía que empezar a planificar su futuro sin él. Sí, claro, se verían para tomar una copa, para cenar alguna vez; le contaría chismes y anécdotas. Él seguramente le daría la lata con aquellos casos sin cerrar que ahora le quería endosar...
En la tele aparecieron las Noticias 24 horas de la BBC sin sonido. Había hecho un par de llamadas para comprobar si alguien había denunciado la desaparición del poeta. No había gran cosa que hacer y finalmente apagó la televisión y el ordenador y fue al baño. Tenía que cambiar la bombilla; se desnudó a oscuras, se cepilló los dientes y se dio cuenta de que enjuagaba el cepillo bajo el grifo del agua caliente. Con la luz de la mesilla tapada con un pañuelo rosa, mulló las almohadas y alzó las rodillas para apoyar sobre ellas Astapovo Blues. Eran cuarenta y tantas páginas, pero a Chris Simpson le habían costado sus buenas diez libras.
Mantiene la fe como yo he hecho y no he hecho...
El primer poema del libro terminaba diciendo:
Mientras el país sangraba y lloraba, sangraba y lloraba
Él apartó la mirada,
Para no verse obligado a testimoniar.
Volvió a la página del título y vio que estaba traducido del ruso por el propio Todorov «con ayuda de Scarlett Colwell». Se recostó en la almohada y pasó página hasta el segundo poema. A la tercera de las cuatro estrofas ya se había dormido.