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La Biblioteca de Poesía Escocesa estaba en una de las innumerables costanillas y callejuelas que desembocan en Canongate. Rebus y Clarke no la encontraron y acabaron en el Parlamento y el Palacio de Holyrood. Rodaron cuesta arriba más despacio y tampoco la encontraron.

—De todos modos, no hay donde aparcar —protestó Clarke. Iban en su coche y era a Rebus a quien correspondía avistar el callejón Crighton’s.

—Creo que lo hemos pasado —dijo él estirando el cuello—. Para el coche y echaremos un vistazo.

Siobhan dejó puestas las luces de emergencia, cerró el coche y dobló prudentemente el retrovisor.

—Si me ponen una multa, la pagas tú —dijo.

—Shiv, es un servicio policial. La recurriremos.

La Biblioteca de Poesía era un edificio moderno muy bien escondido entre bloques de pisos. En el mostrador, una empleada les dirigió una amplia sonrisa que se desvaneció cuando Rebus mostró el carnet de policía.

—Se trata de un recital de poesía, hace dos días: de Alexander Todorov.

—Ah, sí —dijo la mujer—, una maravilla. Tenemos ejemplares a la venta.

—¿Estaba solo en Edimburgo? ¿Tenía familia o algo parecido...?

La mujer entrecerró los ojos y apretó la mano contra la rebeca.

—¿Ha ocurrido algo?

Fue Clarke quien contestó.

—Lamentablemente, el señor Todorov sufrió anoche una agresión.

—¡Santo cielo! —exclamó la bibliotecaria conteniendo la respiración—. ¿Está...?

—Más muerto que mi abuela —añadió Rebus—. Tenemos que hablar con alguien de su familia, o al menos con una persona que le identifique.

—Alexander era invitado del PEN y de la universidad. Llevaba un par de meses en Edimburgo... —dijo la mujer temblorosa, con voz quebrada.

—¿El PEN?

—Es una asociación de escritores... muy activa en derechos humanos.

—¿Dónde residía?

—La universidad le procuró un piso en Buccleuch Place.

—¿Tenía familia? ¿Estaba casado...?

La mujer negó con la cabeza.

—Creo que era viudo. Y sin hijos, me parece, por suerte... en este caso.

Rebus pensó un instante.

—¿Quién organizó aquí el acto? ¿La universidad, el consulado...?

—Scarlett Colwell.

—¿Su traductora? —preguntó Clarke, recibiendo el asentimiento de la mujer.

—Scarlett es miembro del departamento de Ruso —dijo la bibliotecaria removiendo papeles en la mesa—. Tengo su número de teléfono por aquí... Qué cosa tan horrible. No saben qué disgusto...

—¿No hubo ningún incidente durante el recital? —preguntó Rebus como quien no quiere la cosa.

—¿Incidente? —La mujer, al ver que el policía no daba ninguna explicación, negó con la cabeza—. Fue todo sobre ruedas. Un alarde en la metáfora y en el ritmo... incluso cuando recitaba en ruso se sentía la pasión —dijo, rememorándolo un instante, antes de añadir con un suspiro—: Después Alexander firmó complacido unos ejemplares de su libro.

—Tal como lo dice —comentó Clarke—, no parece que siempre lo hiciera.

—Alexander Todorov era un poeta, un gran poeta —añadió como si aquello lo explicase todo—. Ah, aquí lo tengo —dijo mostrando un trozo de papel, aunque reacia al parecer a entregárselo. Clarke apuntó el número en su móvil y dio las gracias a la bibliotecaria.

Rebus examinó el lugar.

—¿Dónde se celebró exactamente el acto?

—Arriba. Tenemos un salón de actos para más de setenta personas.

—Me imagino que no lo filmarían.

—¿Filmarlo?

—Para la posteridad.

—¿Por qué lo pregunta?

Rebus se limitó a encogerse de hombros.

—Un técnico de un estudio de música hizo una grabación sonora —dijo la mujer.

—¿Su nombre? —preguntó Clarke sacando la libreta.

—Abigail Thomas —contestó la bibliotecaria, e inmediatamente se dio cuenta de su error—. Ah, ¿se refiere al nombre de quien hizo la grabación? Charlie... no recuerdo qué más. —Abigail Thomas cerró los ojos esforzándose por recordar y los abrió de pronto—. Charlie Riordan. Tiene el estudio en Leith.

—Gracias, señorita Thomas —dijo Rebus, y añadió—: ¿Se le ocurre alguien con quien podamos contactar?

—Pueden hablar con el PEN.

—¿No asistió al recital alguien del consulado?

—No creo.

—¿Ah, no?

—Alexander no ocultaba su oposición a la actual situación política rusa. Hace unas semanas intervino en el debate de Question Time.

—¿El programa de televisión? —preguntó Clarke—. Yo lo veo a veces.

—En ese caso, debía de hablar inglés bastante bien —observó Rebus.

—Cuando quería, sí —respondió la bibliotecaria con sonrisa taimada—. Si lo que decía su interlocutor no le gustaba, su fluidez parecía traicionarle.

—Debía de ser todo un personaje —comentó Rebus. Vio que junto a la escalera había expuesto un montón de los libros de Todorov en una mesa—. ¿Están a la venta? —preguntó.

—Por supuesto. ¿Quiere comprar uno?

—¿Están firmados? —Vio que la mujer asentía con la cabeza—. Entonces me llevo seis —dijo sacando la cartera mientras la bibliotecaria se levantaba para servírselos. Al notar que Siobhan le miraba, vocalizó algo hacia ella.

—Algo muy parecido a eBay.

En el coche no había multa pero fueron objeto de la mirada airada de otros automovilistas por entorpecer el tráfico. Rebus tiró la bolsa con los libros en el asiento de atrás.

—¿Le avisamos de nuestra visita?

—Sería lo mejor —contestó Clarke marcando el número en su móvil y acercándoselo al oído—. Dime una cosa, ¿tú tienes idea de cómo se vende algo a través de eBay?

—Puedo aprender —contestó Rebus—. Dile que nos encontraremos en casa del poeta, no vaya a ser que esté allí borracho y ese del depósito sea uno que se le parece —añadió llevándose el puño a la boca para cortar un bostezo.

—¿Has dormido poco? —preguntó Siobhan.

—Probablemente igual que tú —respondió él.

A la llamada de Siobhan respondió la centralita de la universidad. Preguntó por Scarlett Colwell y pasaron la llamada.

—¿Señorita Colwell? —Hizo una pausa—. Perdón, doctora Colwell —dijo poniendo los ojos en blanco para regocijo de Rebus.

—Pregúntale si puede curarme la gota —musitó él. Siobhan le propinó un puñetazo en el hombro mientras daba a la doctora Scarlett Colwell la mala noticia.

Dos minutos más tarde iban camino de Buccleuch Place, un edificio de estilo georgiano de seis plantas que estaba enfrente de los más modernos (y más feos) de la universidad. Uno muy alto, en concreto, se había ganado la mayor parte de los votos de los habitantes de Edimburgo para ser derribado. Y el caso es que el propio edificio, tal vez sintiendo la hostilidad, comenzaba a deteriorarse y había perdido varios trozos de revestimiento.

—Tú no estudiaste aquí, ¿a que no? —preguntó Rebus mientras el coche de Siobhan cruzaba entre la edificaciones.

—No —contestó ella aparcando en un espacio libre—. ¿Y tú?

Rebus lanzó un resoplido.

—Shiv, yo soy un dinosaurio... en la Edad de Bronce te admitían en la policía sin título ni birrete.

—En la Edad de Bronce, ¿no se habían extinguido los dinosaurios?

—Como no he ido a la universidad eso es una de las cosas que ignoro. ¿Tú crees que podremos pillar un café?

—¿En el piso? —preguntó ella y Rebus asintió con la cabeza—. ¿Beberías café de un muerto?

—He bebido cosas peores.

—No lo dudo —replicó Siobhan ya fuera del coche—. Esa debe de ser.

Estaba en lo alto de una escalinata, con la puerta de entrada abierta. Les dirigió un saludo con la mano al que ambos correspondieron; Clarke porque era lo correcto y Rebus porque Scarlett Colwell era guapa. Tenía una melena ondulada de un castaño rojizo, ojos oscuros y buenas curvas. Llevaba una minifalda verde ceñida, leotardos negros y botas marrones de media caña. Su chaqueta de Caperucita Roja le llegaba a la cintura. Una racha de viento le hizo apartarse el pelo de los ojos y a Rebus le pareció que entraban en el anuncio del chocolate Cadbury’s. Vio que tenía algo corrido el maquillaje; prueba de que había llorado al recibir la noticia, pero les saludó sin gazmoñerías al hacer las presentaciones.

La siguieron a lo largo de cuatro tramos de escalera hasta el último piso, donde Colwell sacó la llave de la puerta del alojamiento de Alexander Todorov, y adonde llegó Rebus después de recobrar el aliento en el tercer descansillo en el momento en que la estaba abriendo. El apartamento no era gran cosa: un pequeño recibidor que comunicaba con el cuarto de estar con una cocinita anexa; una ducha reducida y el váter aparte, más un dormitorio con vistas a los Meadows. Al ser la buhardilla del edificio, el techo era muy inclinado, y Rebus pensó si el poeta en alguna ocasión, al incorporarse de golpe en la cama, no se habría dado un cabezazo. El lugar presentaba un aspecto vacío y desolado, como marcado por la desaparición de su último inquilino.

—Lo sentimos profundamente —dijo Siobhan Clarke cuando pasaron al cuarto de estar.

Rebus miró en derredor: una papelera llena de poemas arrugados, una botella de coñac vacía junto al destartalado sofá, un plano de los autobuses de Edimburgo sujeto con chinchetas a la pared encima de una mesa de comer plegable en la que había una máquina de escribir eléctrica. No se veía ningún ordenador, televisor ni aparato de música; solo una radio portátil a la que le faltaba la antena. Libros por todas partes, ingleses, rusos y de otros idiomas. En el sofá había un diccionario de griego y latas de cerveza vacías en un estante para bibelots. En la repisa de la chimenea, invitaciones a fiestas del último mes. En el recibidor había un teléfono en el suelo conectado fuera. Rebus preguntó si acaso el poeta tenía un móvil. Al ver a Colwell negar con la cabeza, sacudiendo su melena, se dijo que la otra pregunta que se le ocurría la contestaría de igual modo. Un carraspeo de Siobhan Clarke le disuadió de hacerlo y su pregunta fue:

—¿Tampoco tenía ordenador?

—Le ofrecí el de mi despacho para que lo usara —respondió Colwell—, pero Alexander repudiaba la tecnología.

—¿Lo conocía usted bastante?

—Era su traductora. Cuando anunciaron la beca, yo hice cuanto pude para que se la concedieran.

—¿Dónde vivía antes de venir a Edimburgo?

—Vivió un tiempo en París, y antes en Colonia, en Stanford, Melbourne, Ottawa... —contestó ella esbozando una sonrisa—. Estaba muy orgulloso de los sellos en su pasaporte.

—Por cierto —interrumpió Clarke—, le habían vaciado los bolsillos... ¿sabe qué solía llevar encima?

—Una libreta y un bolígrafo... y algo de dinero, supongo.

—¿Y tarjetas de crédito?

—Tenía la tarjeta de un banco. Creo que abrió una cuenta en el First Albannach. Por aquí tiene que haber extractos en algún sitio —añadió mirando a su alrededor—. ¿Dice que le atracaron?

—Desde luego, sufrió una agresión.

—¿Qué clase de hombre era, doctora Colwell? —preguntó Rebus—. Si alguien le agredía en la calle, ¿se habría peleado para defenderse?

—Ah, yo creo que sí. Era fuerte. Le gustaba el vino y las discusiones interesantes.

—¿Tenía mal genio?

—No especialmente.

—Pero dice que le gustaba discutir.

—En el sentido de que disfrutaba con el debate —puntualizó Colwell.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—En la Biblioteca de Poesía. Después fue al pub, pero yo tenía que volver a casa... debía corregir unos ejercicios antes de las vacaciones de Navidad.

—¿Quién le acompañó al pub?

—Algunos poetas escoceses que había entre el público: Ron Butlin, Andrew Greig... Creo que estaba también Abigail Thomas, aunque solo fuese para pagar las bebidas... Alexander era un desastre con el dinero.

Rebus y Clarke cruzaron una mirada: tendrían que hablar otra vez con la bibliotecaria. Rebus emitió una tosecilla previa a su siguiente pregunta.

—¿Querría identificar el cadáver, doctora Colwell?

Scarlett Colwell se puso pálida.

—Usted parece ser la persona más allegada —arguyó Rebus—, a menos que haya algún familiar al que podamos localizar.

Pero Colwell ya lo había decidido.

—De acuerdo. Lo haré yo.

—Podemos llevarla ahora, si no le importa —añadió Clarke.

Colwell asintió despacio con la cabeza mirando al vacío. Rebus hizo un gesto a Clarke.

—Ve a la comisaría a ver si Hawes y Tibbet pueden venir aquí a echar un vistazo, por si aparecen el pasaporte, dinero, la tarjeta, la libreta... Si no están, alguien los habrá cogido o tirado.

—Y las llaves —añadió Clarke.

—Correcto —Rebus recorrió de nuevo el cuarto con la mirada—. Es difícil saber si ya han registrado el piso... a menos que usted afirme lo contrario, doctora Colwell.

Colwell negó con la cabeza otra vez y se apartó un mechón de pelo del ojo.

—Siempre ha estado así —dijo.

—Entonces, no es necesario avisar a la Científica —dijo Rebus a Clarke—. Solo Hawes y Tibbet.

Clarke asintió con la cabeza mientras sacaba el móvil. Rebus no había oído algo que había dicho Colwell.

—Dentro de una hora tengo clase —repitió ella.

—Estará de vuelta con tiempo de sobra —dijo él, sin tomarlo realmente en consideración. Estiró el brazo hacia Clarke con la mano abierta—. Las llaves.

—¿Cómo dices?

—Tú te quedas aquí para recibir a Hawes y Tibbet. Yo acompaño a la doctora Colwell al depósito.

Clarke le miró fijamente un instante hasta que al final cedió.

—Que uno de los dos te lleve después a Cowgate —añadió Rebus para endulzarle la píldora.

La música del adiós

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