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—¿Has estado aquí alguna vez? —preguntó Rebus al pasar el detector de metales, recogiendo la calderilla y guardándosela en el bolsillo.

—Hice una visita guiada poco después de la inauguración —asintió Clarke.

Configuraban el techo unas formas esculpidas que Rebus no sabía si se trataba de cruces de la época de los cruzados. El vestíbulo de entrada bullía de actividad. Habían colocado unas mesas para los grupos de visita con montones de pases de identificación y el listado de los diversos grupos, y había personal por todas partes para dirigir a los visitantes hacia el mostrador de recepción. Al fondo del vestíbulo, un grupo de escolares de uniforme se disponía a sentarse a comer un bocadillo.

—Es mi primera vez —dijo Rebus—. Estaba intrigado por ver cómo era un edificio que ha costado cuatro millones de libras.

El Parlamento de Escocia había dividido a la opinión pública desde que los medios de comunicación airearon el proyecto. Había quien lo consideraba audaz y revolucionario, y quien cuestionaba sus rarezas y elevado precio. Antes de que la obra hubiera concluido habían muerto el arquitecto y la persona que la había encargado. Pero ahora, el edificio estaba terminado y en pleno funcionamiento. Rebus, desde luego, seguía pensando que la Cámara de los Diputados, que él había visto en la tele, era un poco rara.

Cuando dijeron a la mujer del mostrador de recepción que querían ver a Megan MacFarlane, esta imprimió dos pases de visitante, hizo una llamada a la oficina del Parlamento desde donde confirmaron que les esperaban, y otro empleado se acercó a decirles que lo siguieran. Era un hombre alto de paso rápido y, como la recepcionista, tenía más de sesenta y cinco años. Le siguieron a través de pasillos hasta un ascensor y recorrieron más pasillos a continuación.

—Hay mucho cemento y madera —comentó Rebus.

—Y cristal —añadió Clarke.

—Todo de lo más caro, por supuesto —dijo Rebus.

Su guía no dijo palabra y finalmente doblaron una última esquina, donde les aguardaba un joven.

—Gracias, Sandy. Yo los acompaño —dijo.

Cuando el guía se retiraba por donde habían venido, Clarke le dio las gracias, recibiendo un leve gruñido por respuesta. Quizás el hombre había quedado sin aliento.

—Me llamo Roddy Liddle. Megan es mi jefa —dijo el joven.

—¿Y quién es esa Megan? —inquirió Rebus—. Lo único que nos ha dicho el jefe es que viniéramos a hablar con alguien que se llama así, que, por lo visto, llamó.

—Fui yo quien llamó —respondió Liddle en un tono que daba a entender que era una más de las arduas tareas que se tomaba con calma.

—Hizo muy bien, hijo —comentó Rebus. El «hijo» se mostró visiblemente dolido. Liddle, con poco más de veinte años y consciente de ocupar un buen puesto en la política, miró a Rebus de arriba abajo antes de decidir no dar importancia al epíteto.

—Seguro que Megan se lo explicará —respondió.

Dicho lo cual, se volvió de espaldas y les condujo pasillo adelante.

Los despachos de los diputados del Parlamento de Escocia eran de dimensiones bien proporcionadas, con mesas para el personal y los propios políticos. Era la primera vez que Rebus veía una de las infames «células de reflexión», cubículos con ventanas curvadas y mullidos asientos destinados supuestamente a los diputados para elucubrar sus leyes sobre emisiones medioambientales. Y allí era donde los esperaba Megan MacFarlane, que se levantó a saludarlos.

—Me alegra que hayan venido tan pronto —dijo—. Sé que están ocupados con la investigación y no les entretendré mucho. —Era baja, delgada y de aspecto impecable, perfectamente arreglada con el maquillaje justo. Llevaba gafas de media luna caídas sobre la nariz y miró por encima de ellas a los dos policías—. Soy Megan MacFarlane —añadió, dándoles pie para que se presentaran. Liddle se sentó a su mesa para leer unos mensajes en el ordenador.

Rebus y Clarke dijeron sus nombres y la diputada del Parlamento de Escocia miró a su alrededor buscando donde sentarse, pero se le ocurrió otra cosa.

—Bajamos a tomar café, Roddy. ¿Te traigo uno?

—No, gracias, Megan. Tengo bastante con una taza al día.

—Ajá. ¿No tengo sesión después en la cámara? —preguntó, aguardando hasta que él negó con la cabeza, antes de dirigirse a Clarke—. Es por los efectos diuréticos, ¿saben? No esta bien tener que salir al váter en medio de un punto del orden del día...

Siguieron el mismo camino por donde habían venido y descendieron por una escalinata impresionante, mientras MacFarlane comentaba que los «nacionalistas escoceses» esperaban mucho de las elecciones de mayo.

—Los últimos sondeos nos dan cinco puntos por delante de los laboristas. Blair ha perdido popularidad y Gordon Brown también, por la guerra de Irak y el asunto de los títulos de nobleza. Fue un compañero mío quien inició la investigación. Entre los laboristas cunde el pánico porque Scotland Yard dice que ha descubierto «documentación importante y valiosa» —añadió con sonrisa de satisfacción—. El escándalo es la marca de fábrica de nuestros adversarios.

—O sea que, ¿esperan ustedes el voto de protesta? —preguntó Rebus.

MacFarlane consideró que el comentario no merecía respuesta.

—Si ganan en mayo —continuó Rebus—, ¿habrá un referéndum sobre la independencia?

—Se lo aseguro.

—¿Y nos convertiremos en el tigre celta?

—El partido laborista lleva decepcionando a los escoceses desde hace cincuenta años, inspector. Es hora de que haya un cambio.

Mientras hacían cola en el mostrador dijo que ella «invitaba». Rebus pidió un expreso, Clarke, un capuchino pequeño y la propia MacFarlane optó por un café solo en el que echó tres sobrecitos de azúcar. Había mesas cerca y se acomodaron en una vacía, apartando los servicios no recogidos.

—No sabemos de qué asunto se trata —dijo Rebus, alzando su taza—. Espero que no le importe ir al grano, pues, como usted misma ha dicho, tenemos una investigación pendiente en la comisaría.

—Naturalmente —dijo MacFarlane, haciendo una pausa como para ordenar sus pensamientos—. ¿Qué saben ustedes de mí?

Rebus y Clarke intercambiaron una mirada.

—Hasta que nos ordenaron venir a verla —contestó Rebus— ninguno de los dos habíamos oído su nombre.

La diputada, sin perder su aplomo, sopló sobre la superficie del café antes de dar un sorbo.

—Yo soy escocesa nacionalista —dijo.

—Nos lo habíamos imaginado.

—Y eso significa que me apasiona mi país. Si Escocia ha de prosperar este siglo, y hacerlo fuera de los lindes del Reino Unido, necesitamos ser emprendedores, tener iniciativa e inversiones —dijo apoyando su afirmación con tres dedos sucesivamente—. Por eso soy miembro activo del CRU, el Comité de Rehabilitación Urbana. Pero entiéndase que nuestro cometido no es exclusivamente urbano; en realidad, ya he propuesto un cambio de nombre para que quede claro.

—Perdone que la interrumpa —terció Clarke al advertir el nerviosismo de Rebus—, pero ¿puede decirme qué tiene esto que ver con nosotros?

MacFarlane bajó la mirada y esbozó una leve sonrisa de disculpa.

—Es que cuando algo me apasiona tengo tendencia a enrollarme.

La mirada que Rebus dirigió a Clarke fue harto elocuente.

—Ese lamentable incidente con el poeta ruso... —añadió MacFarlane.

—¿Por qué lo dice? —dijo Rebus, al quite.

—En este momento visita Escocia un grupo de hombres de negocios..., un grupo de rusos muy acaudalados pertenecientes a los sectores del petróleo, el gas y el acero y a diversas industrias que están trabajando para el futuro, inspector. El futuro de Escocia. Tenemos que garantizar que nada obstaculice las relaciones que con tanto esfuerzo hemos incentivado en los últimos años. Y lo que desde luego no deseamos es que haya alguien que piense que no somos un país hospitalario, un país que acoge culturas y etnias. Por ejemplo, lo que ha sucedido con ese pobre sij...

—¿Nos está preguntando —interrumpió Clarke— si se trata de una agresión racista?

—Un miembro del grupo ruso ha manifestado su preocupación en ese sentido —asintió MacFarlane mirando hacia Rebus, que de nuevo observaba el techo sin acabar de entender el concepto. Le habían comentado que las formas cóncavas representaban barcas, y volvió el rostro hacia la diputada con gesto afligido como esperando la confirmación.

—No podemos descartar nada —comentó, prescindiendo de su cuita—. Pudo haber un móvil racista. Esta mañana el consulado ruso nos comentó que unos trabajadores emigrantes del este de Europa habían sufrido agresiones. Así que, desde luego, es una de las líneas de investigación que seguiremos.

Ella lo miró sorprendida por la frase, tal como él esperaba. Clarke ocultó su sonrisa con la taza. Rebus decidió divertirse un poco más.

—¿Hubo alguno de esos hombres de negocios que estuviera hace poco con el señor Todorov? Si es el caso, convendría hablar con ellos.

MacFarlane eludió la réplica gracias a la presencia de un nuevo personaje que, como Rebus y Clarke, llevaba pase de identificación de visitante.

—Megan —dijo—, te he visto desde recepción. ¿No estaré interrumpiendo?

—En absoluto, Stuart —respondió la diputada, apenas ocultando su alivio—. Te invito a un café. —Y les dijo a Rebus y Clarke—: Les presento a Stuart Janney, del First Albannach Bank. Stuart, estos son los policías encargados del caso Todorov.

Janney les estrechó la mano antes de sentarse.

—Espero que los dos sean clientes del banco —comentó con una sonrisa.

—Dada mi situación económica —replicó Rebus— le alegrará saber que tengo cuenta en la competencia.

Janney hizo una mueca exagerada. Llevaba la gabardina en el brazo y la dobló en su regazo.

—Qué macabro, ese asesinato —dijo mientras MacFarlane se unía a la cola del bar.

—Macabro —repitió Rebus.

—Por lo que ha dicho la señorita MacFarlane —terció Clarke—, creo que ya habló de ello con usted.

—Surgió en la conversación esta mañana —contestó Janney, pasándose una mano por su pelo rubio. Tenía un rostro pecoso de piel rosada que a Rebus le recordaba a Colin Montgomerie de joven, y el azul de sus ojos era como el de la corbata. Janney consideró que debía añadir una explicación—: Estuvimos hablando por teléfono.

—¿Tiene usted algo que ver con los visitantes rusos? —preguntó Rebus, y Janney asintió con la cabeza.

—El FAB no desdeña nunca a posibles clientes, inspector.

El FAB era el nombre con que la gente se refería al First Albannach Bank. Era un término afectuoso emblemático de una de las grandes empresas de Escocia, y probablemente la más rentable. En los anuncios de la tele el FAB se presentaba como una gran familia, casi como de telenovela, y la nueva central del banco —construida en el cinturón verde a pesar de las protestas— era una ciudad en miniatura con centro comercial y cafés. El personal podía ir a la peluquería o comprar lo necesario para la cena, utilizar el gimnasio o jugar al golf en el propio campo de nueve hoyos de la empresa.

—Aquí tienen, si desean que alguien les administre el saldo deudor... —dijo Janney sacando tarjetas de visita. MacFarlane se rio al verlo antes de tenderle el café solo. Rebus pensó que era curioso que él tomase lo mismo que ella; pero casi apostó algo mentalmente a que, si acompañaba a un cliente importante, Janney tomaba lo mismo que pidiera este. En la Academia de Policía en Tulliallan habían hecho un cursillo un par de años atrás sobre técnicas empáticas de interrogatorio, según las cuales cuando se interroga a un testigo o a un sospechoso debe intentarse descubrir cosas en común aun a base de mentir. Rebus nunca había sabido aplicarlas, pero estaba seguro de que a Janney le resultaría algo natural.

—Stuart es incorregible —dijo la diputada—. ¿Qué les decía yo sobre fomentar negocios? No es ético —añadió sonriendo, mientras Janney, conteniendo la risa, acercaba las tarjetas a Rebus y Clarke.

—El señor Janney —dijo Clarke— nos ha dicho que estuvieron hablando de Alexander Todorov.

Megan MacFarlane asintió despacio con la cabeza.

—Stuart actúa de asesor del CRU.

—No sabía yo que el FAB era pronacionalista, señor Janney —dijo Rebus.

—El banco es totalmente neutral —replicó Janney—. En el Comité de Rehabilitación Urbana hay doce miembros que representan a cinco partidos políticos, inspector.

—¿Y con cuántos de ellos habló hoy por teléfono?

—Hasta ahora solo con Megan —contestó el banquero—, pero aún falta bastante para la hora de comer —añadió, consultando el reloj.

—Stuart es asesor de nuestras tres «I» —añadió MacFarlane—. Iniciativas de inversión interior.

Rebus hizo caso omiso de la explicación.

—¿Le pidió la señorita MacFarlane que viniera aquí, señor Janney? —Obtuvo la contestación al ver que el banquero miraba a la diputada—. ¿Qué hombre de negocios fue? —añadió, dirigiéndose a ella.

—¿Cómo dice? —replicó ella parpadeando.

—¿Quién fue el que mostró preocupación por Alexander Todorov?

—¿Por qué quiere saberlo?

—¿Hay alguna razón que impida que lo sepa? —replicó Rebus enarcando una ceja para impresionar.

—El inspector te tiene acorralada, Megan —dijo Janney con una sonrisa torcida que obtuvo una mirada torva, desvanecida cuando la diputada miró a Rebus.

—Fue Sergei Andropov —dijo.

—Hubo un presidente ruso llamado Andropov —comentó Clarke.

—No son parientes —puntualizó Janney dando un sorbo al café—. En la sede central del banco le llaman Svengali.

—¿Puede decirme por qué? —preguntó Clarke con auténtica curiosidad.

—Por las empresas que ha absorbido y el modo en que ha logrado, de paso, protagonismo internacional para su negocio; por cómo sabe hacer cambiar de idea a los consejos de administración, por sus estrategias y su astucia... —dijo Janney, dejando la frase en el aire—. Estoy seguro —añadió— de que es un apelativo cariñoso.

—En cualquier vaso, usted sí que parece tenerle cariño —comentó Rebus—. Me imagino que su banco estaría encantado de hacer negocios con esos personajes.

—Ya los hacemos.

Rebus decidió borrar la sonrisa del rostro del banquero.

—Pues Alexander Todorov también era cliente de su banco, señor, y ya ve qué ha sido de él.

—Lo que dice el inspector Rebus da que pensar —terció Clarke—. ¿Nos podría facilitar datos sobre las cuentas del señor Todorov y sus últimos movimientos?

—Hay un protocolo...

—Lo comprendo, señor, pero eso nos ayudaría a encontrar al asesino, y de paso a tranquilizar a sus clientes.

Janney reflexionó un instante haciendo un mohín.

—¿Hay un albacea? —preguntó.

—No nos consta.

—¿En qué sucursal tenía la cuenta?

Clarke estiró los brazos y se encogió de hombros, sonriendo esperanzada.

—Veré lo que puedo hacer.

—Se lo agradecemos, señor —dijo Rebus—. Nuestra comisaría está en Gayfield Square —añadió mirando a su alrededor ostensiblemente—. No es tan grande como esto, pero tampoco exprime al contribuyente.

La música del adiós

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