Читать книгу Asuntos internos - Ian Rankin - Страница 10
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ОглавлениеPor la mañana, Fox llamó a Jude, pero no contestaba. También la había llamado por la noche. Probablemente tendría teléfono con identificador de número y seguro que no contestaba por eso. Después del desayuno fue en coche al trabajo. Kaye y Naysmith querían saber los «planes de acción», y a Fox se le ocurrió ir a pedir orientación a Annie Inglis, pero no había nadie en la oficina 2.24, así que le envió un mensaje para que lo llamase.
—Esperaremos. No hay prisa —comentó a sus colegas.
Cuando volvían a sus respectivas mesas, sonó el teléfono de Fox. Lo cogió y oyó una voz desconocida que le preguntaba si era Malcolm Fox.
—¿Quién llama? —inquirió.
—Soy el sargento Breck —Fox tensó la espalda sin decir nada—. ¿Hablo con Malcolm Fox?
—Sí.
—Señor Fox llamo de parte de su hermana.
—¿Está en casa? ¿Qué ha ocurrido?
—Su hermana está bien, señor Fox, pero lamentablemente en este momento vamos camino del depósito. Le pregunté si había alguien que...
Era una voz profesional, sin ser fría.
—Dígame qué ha ocurrido.
—El compañero de su hermana, señor Fox... ¿Sabe dónde está el depósito municipal...?
Claro que lo sabía: en Cowgate. Era un edificio anodino de ladrillo por el que se pasa de largo sin imaginarse lo que encierra. El tráfico era lentísimo; había obras y desvíos por todas partes. No sólo las del tranvía; estaban cambiando las conducciones de gas y reasfaltando Grassmarket. A Fox le daba la impresión de que dejaba atrás más conos de tráfico que peatones. Kayne le había ofrecido acompañarlo, pero él rehusó. Vince Faulkner había muerto. Era cuanto había dicho Jamie Breck... Breck... en tono preocupado y considerado. Breck... que lo esperaba en el depósito con Jude...
Fox aparcó el Volvo en uno de los espacios para descarga y entró en el edificio. Sabía dónde encontrarlos: la sala de observación estaba en el primer piso. Mostró con rápido ademán su carnet a los empleados con los que se cruzaba, pero ninguno demostró el menor interés. Llevaban botas verdes de agua y batas tres cuartos, y venían de lavarse las manos o iban a ello. Jude oyó sus pasos cuando subía y echó a correr hacia la escalera nada más verle. Lloraba a lágrima viva, estremecida y con los ojos enrojecidos. Él la estrechó contra sí, con cuidado por el brazo escayolado. Al cabo de un instante abrió los ojos y miró por encima de su hombro al sargento Jamie Breck, que aguardaba de pie a un lado.
«No sabes que se llama Jamie. Por teléfono se ha identificado como sargento Breck», dijo Fox para sus adentros. Breck avanzó hacia él. Fox apartó un poco a Jude lo más delicadamente posible y tendió la mano al policía. Breck sonreía casi tímidamente.
—Lo siento —dijo—. Debí imaginarme que era un número de Fettes, pero su hermana —añadió señalando a Jude— me dijo que era inspector de investigación.
—Sólo inspector —replicó Fox—. En Asuntos Internos somos inspectores a secas.
—¿Asuntos Internos es de Ética Profesional?
Fox asintió con la cabeza y volvió a dirigir su atención a Jude.
—No sabes cuánto lo siento —dijo, dándole un apretón en la mano—. ¿Te encuentras bien?
Ella se estremeció sin decir palabra y Fox preguntó a Breck si ya lo habían identificado.
—Dentro de dos minutos —contestó Breck, haciendo como si mirase el reloj. Fox conocía el procedimiento detrás de aquella puerta: arreglaban lo mejor posible el cadáver, dejando al descubierto sólo el rostro, a menos que la identificación requiriese enseñar algún tatuaje o una característica peculiar.
—¿Dónde lo encontraron? —preguntó Fox.
—En una obra, junto al canal.
—¿En la de demolición de la cervecería?
—Él no trabajaba allí —terció Jude, trémula—. No sé qué haría allí.
—¿Cuándo lo encontraron? —preguntó Fox a Breck, apretando más fuerte la mano de su hermana.
—Esta mañana a primera hora, una pareja que hacía ejercicio corriendo por el camino de sirga. A uno le dio un calambre y se detuvieron un momento para apoyarse en la barandilla y hacer estiramientos o lo que fuese. Y entonces lo vieron.
—¿Y está seguro de que es...?
—Llevaba un par de tarjetas de crédito en el bolsillo. Le di a la señora Fox la descripción física y de la ropa que llevaba...
Jamie Breck tenía el pelo rubio con tendencia a rizarse y el rostro pecoso, ojos azul lechoso, era unos tres centímetros más bajo que Fox y probablemente tenía un tercio menos de cintura. Llevaba un traje marrón oscuro con los tres botones abrochados. Fox trató de apartar de su mente los datos que sabía de él: estudios en George Watson... padre y madre médicos... domicilio cerca del supermercado... aún no ha remitido las veinticinco fotos mínimas... Acarició el pelo a Jude.
—Le dieron una paliza —dijo ella con voz quebrada—. Le dieron una paliza y lo dejaron por muerto.
Fox miró a Breck como pidiendo confirmación.
—Las heridas van en esa dirección —respondió escuetamente el joven. En ese momento se abrió la puerta. El cadáver estaba en una camilla envuelto en una sábana, con la cara descubierta; le habían tapado también el pelo y los oídos. Tenía el rostro tumefacto, pero reconocible aun desde lejos. Fox lo vio antes que su hermana.
—Jude —dijo—. Si quieres, puedo identificarlo yo.
—Necesito hacerlo yo —replicó ella—. Lo necesito...
—¿Quiere acompañarla a casa? —preguntó Breck a Fox. Estaban los dos de pie, con sendos vasos de té de plástico en la sala de familiares. En una silla había un montón de cuentos infantiles, y en la pared, un cartel con un girasol. A pocos pasos de ellos estaba sentada Jude, cabizbaja y con otro vaso... de agua, como había pedido. Esperaban los formularios que había que firmar. El cadáver de Vince Faulkner iba ya camino de la sala de autopsias, donde un par de patólogos municipales se harían cargo, secundados por sus ayudantes, que pesarían, medirían y guardarían muestras en bolsas etiquetadas.
—¿A qué hora lo encontraron? —preguntó Fox en voz baja.
—Poco después de las seis.
—A la seis es todavía de noche.
—Había iluminación urbana.
—¿Le agredieron allí mismo o sólo tiraron el cadáver?
—Escuche, inspector Fox, ya lo hablaremos después... si quiere estar con Jude.
Fox miró a su hermana.
—Hay una vecina —comenzó a decir sin darse cuenta—. Se llama Alison Pettifer. Quizás ella podría llevar a Jude a casa y hacerle compañía.
Breck irguió el torso.
—Con todo respeto, sé que su rango es superior al mío, pero...
—Sólo quiero ver el lugar en que sucedió. ¿Puede ser, sargento Breck?
Breck pareció considerarlo un instante y acto seguido relajó la tensión de sus hombros.
—Llámeme Jamie —dijo.
«Veinticinco fotos como mínimo», pensó Fox.
Transcurrió otra hora antes de concluir el papeleo y de recoger en su casa a Alison Pettifer. Fox le estrechó la mano y volvió a darle las gracias por su llamada de la víspera.
—Y ahora esto —fue su único comentario. Era alta y delgada, de unos cincuenta años. Enseguida logró que Jude se pusiera en pie, consolándola y animándola—. Ahora te vienes a casa conmigo...
Jude, con ojos aún enrojecidos, miró a Fox y lo besó en las mejillas.
—Iré lo antes que pueda —dijo él.
Un policía de uniforme esperaba a las mujeres con el coche patrulla aparcado. Tenía cara casi de aburrido y a Fox le dieron ganas de zarandearlo. Comprobó el móvil: había dos mensajes de Tony Kaye. En realidad, era el mismo repetido: «¿Me necesitas?».
Fox comenzó a teclear «no», pero añadió «aún». Cuando lo enviaba reapareció Jamie Breck.
—¿No hace falta que esté presente en la autopsia? —preguntó Fox.
—No pueden comenzar hasta dentro de una hora —respondió Breck mirando su reloj—. Así que puedo llevarle allí, si quiere.
—Tengo el coche afuera.
—Pues vamos.
A los cuatro minutos de recorrido, Breck comentó que habrían llegado antes a pie. Era un paseo en línea recta de Cowgate a West Port y Fountainbridge, pero había de nuevo un embotellamiento que controlaban dos obreros con chaleco fluorescente y las preceptivas señales con la flecha y el STOP.
—A cualquiera se le suben los humos a la cabeza con ese poder —comentó Breck.
Fox asintió con la cabeza.
—¿Le importa que le pregunte una cosa?
Claro que le importaba, pero Fox se encogió de hombros.
—¿Cómo se rompió el brazo su hermana?
—Se cayó en la cocina.
Breck fingió reflexionar al respecto.
—¿El señor Faulkner trabajaba en la construcción?
—Sí.
—Pues parece que no iba vestido para la ocasión... pantalones de buena calidad, polo y chaqueta de cuero. La chaqueta era un regalo de Navidad de la señora Fox.
—¿Ah, sí?
—¿Iban a casarse?
—Tendrá que preguntárselo a ella.
—¿No tienen mucha intimidad?
Fox sintió que apretaba el volante.
—Tenemos intimidad —contestó.
—¿Y con el señor Faulkner?
—¿Cómo?
—¿Le tenía aprecio?
—No especialmente.
—¿Por qué no?
—Por nada en particular.
—¿O por demasiados motivos para contar? —añadió Breck asintiendo con la cabeza—. Yo tampoco me llevo demasiado bien con el compañero de mi hermano...
—¿Compañero?
—Mi hermano es «gay».
—No lo sabía.
—No tenía por qué saberlo —dijo Breck mirándole.
«Exacto: no tenía por qué saber que su hermano era ingeniero en Estados Unidos...»
Fox lanzó un carraspeo.
—Bueno, ¿qué opina usted del caso? —inquirió.
Breck no contestó de inmediato.
—Hay un agujero en la alambrada cerca de donde apareció el cadáver y, al lado, un ensanchamiento donde puede aparcar un coche o una furgoneta.
—¿Tiraron allí el cadáver?
Breck se encogió de hombros y comenzó a ejercitar los músculos del cuello.
—Pregunté a la señora Fox cuándo vio por última vez al señor Faulkner.
—¿Y?
—Dice que el sábado por la tarde —Fox oyó crujido de cartílagos en el cuello y los hombros del joven—. La escayola es muy reciente...
—Se cayó el sábado —dijo Fox con voz anodina, concentrándose en el tráfico: dos semáforos más y una rotonda y habrían llegado.
—Ya, ella va a urgencias y el señor Faulkner se va a la ciudad. —Breck cesó sus ejercicios de estiramientos, se inclinó levemente y volvió la cabeza para mirar a Fox—. ¿Se cayó en la cocina?
—Es lo que me dijo.
—Y usted me lo repitió... pero con una leve expresión tensa al decirlo.
—¿Qué es usted, una especie de Colombo?
—Sólo observador, inspector Fox. Es la primera a la izquierda.
—Lo sé.
—Y vuelvo a advertir esa tensión facial —añadió Jamie Breck en voz lo suficientemente alta para que Fox lo oyera.
El lugar seguía acordonado por el precinto policial, pero el agente uniformado levantó la cinta para que pasaran por debajo de ella. Había dos periodistas, pero de edad suficiente para saber que sería inútil obtener declaraciones. Algunos curiosos miraban desde el camino de sirga, pese a que no había mucho que ver, pues la unidad científica ya había peinado la zona. Las fotos mostraban el cadáver in situ. Breck cogió unas cuantas de manos de uno de los agentes y se las tendió a Fox. Habían encontrado a Vince Faulkner bocabajo con los brazos extendidos hacia delante. Le habían machacado el cráneo con un objeto contundente y el cabello aparecía apelmazado de sangre seca. Los arañazos en la palma de las manos y en los dedos indicaban que había intentado defenderse.
—Las lesiones internas no las conoceremos hasta después de la autopsia —comentó Breck. Fox asintió con la cabeza y miró a su alrededor. Era un lugar desolado. Montones de tierra y escombros de la cervecería derruida. Quedaban algunos almacenes vacíos con las ventanas sin cristales. Al otro lado de la calle estaban echando los cimientos de lo que sería una «obra social mixta», según el cartel: tiendas, oficinas y apartamentos (ya nadie los llamaba pisos). Los de la científica, con mono blanco, avanzaban en fila frontal buscando el arma del crimen. Había miles de posibilidades, desde un trozo de ladrillo hasta piedras y escombros de hormigón.
—Podrían haberla arrojado al canal —musitó Fox.
—Los buceadores están de camino —dijo Breck.
—No hay mucha sangre en el lugar —añadió Fox, mirando de nuevo las fotos.
—No.
—¿Es por eso que cree que lo tiraron aquí?
—Tal vez.
—En cuyo caso no es un atraco que se les fue de las manos.
—Sin comentarios —dijo Breck mirando al cielo y lanzando un profundo suspiro.
—Ya sé —dijo Fox interpretando el gesto—. No puedo intervenir, no debo hacer de ello nada personal ni debo entorpecer.
—Más o menos —dijo Breck, que había vuelto a coger las fotos para mirarlas—. ¿Tiene algo que decirme sobre el compañero de su hermana?
—No.
—Fue él quien le rompió el brazo, ¿verdad?
—Tendrá que preguntárselo a ella.
Breck lo miró, asintió despacio con la cabeza y pegó una patada a una piedra echándola a rodar unos metros.
—¿Cuánto cree que durará esta obra?
—Dios sabe.
—Me han dicho que van a trasladar aquí la central del Banco de Escocia.
—No creo que sea muy pronto.
—Espero que no tuviera acciones.
Fox dio un resoplido y a continuación tendió la mano al joven.
—Gracias por dejarme ver el sitio. Se lo agradezco.
—Tenga la seguridad, inspector, de que haremos cuanto podamos... y no sólo porque sea un compañero —dijo Breck con un guiño al aflojar el apretón de manos.
«Veinticinco fotos como mínimo... Te gusta mirar a niños, sargento Breck, y mi tarea es meterte en cintura...»
—Gracias de nuevo —dijo Malcolm Fox—. ¿Quiere que le lleve al depósito?
—Voy a quedarme aquí un rato —dijo Breck, haciendo una pausa como si reflexionase—. Asuntos Internos —añadió finalmente— acaba de hacer polvo a un colega mío— añadió.
—Algo más que Asuntos Internos haría falta para acabar con Glen Heaton.
—¿Formó usted parte del equipo de investigación?
—¿Por qué lo pregunta?
—Por nada.
—No es realmente muy amigo suyo, ¿verdad?
Breck lo miró.
—¿Por qué me pregunta eso?
—Soy de Asuntos Internos, sargento Breck... Lo veo y lo oigo todo.
—Lo tendré en cuenta, inspector —dijo Jamie Breck
Fox llamó a la oficina desde el coche para decirle a Tony Kaye que había que «echar el freno» con Jamie Breck. Kaye, naturalmente, preguntó por qué.
—Porque está a cargo del caso Faulkner.
Kaye lanzó un silbido al tiempo que Fox cortaba la comunicación. Sonó el móvil y contestó sin pensar.
—Escucha, Tony, luego hablaremos.
Se hizo un instante de silencio y a continuación oyó una voz femenina.
—Soy Annie Inglis. ¿Le llamo en mal momento?
—Pues, a decir verdad, sí Annie.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—No, pero, de todos modos, gracias.
—He recibido su mensaje...
El claxon del coche que iba detrás del suyo comenzó a sonar en el momento en que enfiló una calle reservada a taxis y autobuses.
—Ha habido una complicación. El compañero de mi hermana ha muerto.
—Lo lamento.
—No lo lamente... Era un impresentable. Acabo de conocer al oficial encargado de la investigación. Es el sargento Jamie Breck.
—Vaya.
—Así que la tarea que me encomendó tal vez debería hacerla otro. De hecho, dos colegas míos están ya al tanto del asunto.
—Bien —dijo ella con una pausa—. ¿Dónde está ahora?
—Voy a casa de mi hermana.
—Vale, ¿y cómo se encuentra?
—Es lo que voy a comprobar.
—Llámeme, por favor.
Fox miró por el retrovisor. Un coche patrulla con los intermitentes del techo parpadeando venía en su dirección.
—Tengo que dejarla —dijo, cortando la comunicación.
Tardó cinco minutos en explicar la situación a los agentes. Procuró mostrar su carnet sin que advirtieran que era de Asuntos Internos, pero ellos lo intuyeron. ¿Se daba cuenta de que había efectuado una maniobra prohibida? ¿Y no sabía que estaba prohibido hablar por el móvil conduciendo? Simuló pedir disculpas sin decirles a dónde se dirigía, convencido de que no tenía por qué. Al final le pusieron una multa.
—La ley es igual para todos —comentó el mayor de los dos. Fox dio las gracias y volvió a subir al coche. Los agentes hicieron lo de siempre: le siguieron un centenar de metros y después pusieron el intermitente y doblaron por una calle a la derecha. Así funciona la cosa cuando eres de Asuntos Internos: los colegas no te hacen ningún favor. En realidad, todo lo contrario. Eso le hizo volver a pensar en Jamie Breck...
Encontró sitio para aparcar en la calle donde vivía Jude. Alison Pettifer le abrió la puerta. Había corrido las cortinas de la ventana del cuarto de estar y de la cocina por respeto, supuso Fox.
—¿Y Jude? —preguntó.
—Está arriba. Le he preparado un té con mucho azúcar.
Fox asintió con la cabeza mirando el salón. Le dio la impresión de que Pettifer había empezado a limpiar. Le dio las gracias e hizo ademán de subir a ver cómo se encontraba su hermana. Ella le dio un apretón en el brazo sin decir nada, pero con una mirada suficientemente elocuente. Él le dio unos golpecitos en la mano y salió al pasillo. La escalera era estrecha y empinada... Era difícil caerse en ella sin quedar encajado a la mitad del tramo. Tres puertas daban al reducido descansillo: el baño y dos dormitorios, uno de ellos convertido por Vince Faulkner en guarida propia, con cajas de cachivaches, un viejo tocadiscos y estanterías de CD de música rock, además de una mesa y un ordenador barato. La puerta estaba entreabierta y Fox echó un vistazo: estaba echada la persiana y en el suelo había dos revistas masculinas —Notes y Zoo— que exhibían en la portada una rubia casi idéntica tapándose los pechos con los brazos. Fox llamó a la puerta contigua y la abrió. Jude estaba echada en la cama envuelta en el edredón, pero no dormía. En la mesilla estaba el té sin tocar junto a un vaso vacío. Olía levemente a vodka.
—¿Qué tal estás, hermanita? —dijo, sentándose en la cama. Sólo le veía la cabeza y los pies descalzos. Le apartó el pelo de la frente y ella dio un suspiro y se incorporó despacio. Bajo el edredón estaba totalmente vestida.
—Alguien lo mató —dijo.
«Es lo mejor que ha podido suceder», pensó, pero lo que dijo fue:
—Es horrible.
—¿No creerán...?
—¿Qué?
—Que yo quizá tengo algo que ver.
Fox negó con la cabeza.
—Pero querrán interrogarte. Es el procedimiento; así que no te preocupes. —Ella volvió a asentir despacio con la cabeza—. Jude, ¿cuándo lo viste por última vez?
—El sábado.
—El mismo día que... —dijo Fox señalando la escayola.
—Cuando volví del hospital ya no estaba.
—¿No te llamó?
Ella lanzó un profundo suspiro y sacudió la cabeza.
—La verdad es que no solía hacerlo. Había noches en que podía darme por satisfecha si lo veía cinco minutos. Salía con sus amigos y volvía al día siguiente contándome que había dormido en un sofá o en una cama supletoria.
—¿No le telefoneaste el fin de semana?
—Le envié dos mensajes.
—¿Y no te contestó?
Ella negó con la cabeza.
—Esperaba que volviera el domingo, pero... —Calló, mirando la escayola—. Tal vez se sentía más avergonzado que de ordinario.
—¿Y anoche? —dijo Fox en tono afable.
—Anoche... —respondió ella con otro profundo suspiro— quizás estaba preocupada.
—O embotada —dijo Fox señalando el vaso vacío. Ella apenas se encogió de hombros—. Cuando vine ayer —añadió Fox—, ¿por qué no me dijiste nada?
—No quería que lo supieras.
—Anoche te llamé y no contestabas...
—Estaba embotada, como tú has dicho.
—¿Y esta mañana también?
Ella lo miró.
—¿Te han encargado interrogarme?
—Sólo te hago las preguntas que van a plantearte.
—A ti nunca te gustó él —comentó ella.
—No puedo negarlo.
—Quizás incluso te alegra que haya muerto —añadió con un atisbo de tono acusatorio. Fox le alzó la barbilla con un dedo para que le mirara a la cara.
—No es cierto —mintió—, pero no era el hombre que tú te merecías.
—Era el hombre que tenía, Malcolm, y con eso me bastaba.