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ОглавлениеDesde el coche, Fox llamó a Lauder Lodge. Preguntaron si quería hablar con su padre, pero él les pidió que le dieran un recado: no podía llevar a Mitch a ver a Jude; tal vez al día siguiente.
Marooned estaba a medio camino entre Torphichen Place y Saughtonhall, en una bocacalle cerca del estadio del Heart de Midlothian. Fox permaneció en el coche un buen rato para hacerse una composición de lugar. Era un edificio de ladrillo de una sola planta de los años setenta. Antes de eso habría sido un solar quizás ocupado por un taller de coches o un almacén de materiales de construcción. Unos edificios de cuatro pisos lo flanqueaban y al otro lado de la calle había otro igual. A la izquierda de la puerta, una pizarra anunciaba veladas de concursos de adivinanzas, karaoke y comida picante. También había una oferta para el consumo de licores: el doble por el precio de uno simple. La cámara de videovigilancia estaba muy alta en la pared, protegida por una malla de alambre. Fox sabía que podía entrar, mostrar la placa y reclamar que le enseñaran las grabaciones, pero ¿de qué le serviría? Y si se enteraba Billy Giles de que había estado allí... Así que dio media vuelta con el coche y siguió camino de Saughtonhall.
Le abrió la puerta una mujer que no conocía y él se presentó como hermano de Jude.
—Soy Sandra —dijo la mujer—. Sandra Henry.
Era de la misma edad que Jude, de ojos oscuros cansados y rostro lleno de manchas. Su atuendo —vaqueros artísticamente rotos, con parches y un top cortado que dejaba el estómago a la vista— habría sido más propio de una mujer con la mitad de sus años y quince kilos menos. Su cabello era como algodón de azúcar oscurecido en las raíces. En las orejas lucía unos aros de oro y llevaba piercings en la nariz y en la lengua.
—Jude está echada —añadió haciéndole pasar—. ¿Quiere subir?
—Ahora subiré.
Habían pasado al cuarto de estar, que ya se veía relativamente limpio. Sandra se instaló en un sillón con las piernas cruzadas. Tenía encendida la tele con el sonido muy bajo. Un hombre bronceado trataba de amaestrar a un perro díscolo.
—Me encanta el programa —comentó Sandra. Fox advirtió que en un tobillo llevaba tatuado un escorpión.
—¿Qué tal se encuentra? —preguntó Fox iniciando el periplo hacia el cuarto.
—Acaba de volver de la Gestapo de... —dijo ella sin acabar la frase y mirándolo con ojos dilatados al recordar a qué se dedicaba el hermano de Jude.
—Estoy acostumbrado —dijo él para tranquilizarla.
—Estaba hecha polvo y dijo que una cabezada le vendría bien.
Fox asintió con la cabeza, levantó la tapa del cubo de la basura y vio que no había bolsa de plástico. Los de la Científica tendrían trabajo en su sede de Howdenhall examinando el contenido.
—Le agradezco que cuide de ella.
Sandra se encogió de hombros.
—No entro a trabajar hasta las cuatro —dijo.
—¿Dónde trabaja?
—En el Asda de Chesser Avenue —contestó ella ofreciéndole un chicle, que él rehusó. Vio que ya no había botellas ni latas vacías, y en el mostrador divisorio sólo quedaban dos tazas sucias y una caja de cartón de pizza.
—¿Conocía a Vince? —preguntó Fox.
—Solíamos salir los cuatro.
—¿Usted y su pareja?
—Él trabaja con Vince. —Hizo una pausa y dejó de masticar chicle—. Bueno, trabajaba.
—¿En la construcción?
Ella asintió con la cabeza.
—Es capataz... jefe de Vince.
—¿O sea que fue su compañero quien dio el empleo a Vince?
Ella se encogió de hombros.
—Es mi marido, no compañero. Llevamos dieciséis años casados... más de los que te caen por asesinato, como dice Ronnie.
—No le falta razón. Así que ustedes conocían bien a Vince.
—Pues sí.
—¿Estuvieron alguna vez en un sitio que se llama Marooned?
—¿En ese tugurio? No, si podíamos evitarlo. En los buenos tiempos a ellos dos les gustaba ir al Golf Tavern... porque podían jugar al minigolf en Bruntsfield Links.
—¿Usted y Jude no jugaban?
—Yo prefiero salir a cenar y probar con la ruleta y el blackjack.
—¿En qué casino?
—El Oliver.
—¿En Ocean Terminal? —inquirió Fox poniendo fin a su inspección y mirando la televisión desde el centro del salón.
—Exacto.
—No queda lejos de Salamander Point.
—A un tiro de piedra.
Fox asintió.
—¿A usted qué le parecía, Sandra?
Al oír su nombre, la mujer lo miró.
—¿Vince? —replicó pensándoselo—. Era un buen tipo... muy gracioso cuando estaba de buen humor.
—¿Quiere decir que a veces no lo estaba?
—Me consta que tenía mal genio... pero a Jude tampoco le falta.
—¿Qué opina sobre el hecho de que él le partiera el brazo?
—Ella dice que se cayó.
—Pero usted y yo sabemos que no.
—Yo tengo por norma no entrometerme. Suele ser peor.
Luego dejó de prestarle atención. En la pantalla, el domador hacía evidentes progresos con el perro.
—Pero usted es amiga suya... Debió de... —Fox dejó la frase en el aire, pensando «tú eres su hermano y no lo hiciste»—. Voy a subir a verla —apostilló.
Sandra asintió distraídamente.
—No le he ofrecido ni un café pero es que no queda nada.
La puerta de la guarida de Vince estaba abierta de par en par y Fox vio que la policía se había llevado el ordenador. Jude tenía la puerta del dormitorio entreabierta. Llamó con los nudillos y la abrió del todo. Su hermana estaba sentada en la cama, rodeada de montones de ropa. Habían vaciado el ropero y la cómoda. Todo eran prendas de Faulkner: sus vaqueros, camisetas, calcetines y pantalones. Jude sostenía en la mano del brazo indemne una camiseta que apretaba entre los dedos mientras se sorbía las lágrimas.
—Todavía huele a él, las sábanas, la almohada... Sigue habiendo parte de él en el cuarto —Hizo una pausa y dirigió una mirada a su hermano—. ¿Sabes qué me han dicho, Malcolm? Que no podemos enterrarlo porque tienen que conservar el cadáver. Pueden tardar semanas, dijeron. No se sabe cuántas.
Quedaba una esquina libre en la cama y Fox se sentó en ella sin decir nada.
—Sandra dice que hay que hacer papeleo legal para dar de baja... ¿Qué quedará de él después de eso? —Se sorbió otra vez las lágrimas y se restregó los ojos con el antebrazo—. No sé cuántas preguntas me han hecho. Creen que fui yo...
—No —dijo Fox tajante, estirando el brazo para darle un apretón en el hombro.
—Ese hombre... ¿cómo se llama?... Giles... no para de repetirme que Vince era un maltratador... así, como suena: «maltratador»... que tenía antecedentes de actos violentos, y me dijo que era comprensible que yo quisiera desquitarme. Pero no ha sido así, Malcolm.
—Giles lo sabe, Jude. Lo saben todos ellos.
—¿Y por qué insiste tanto?
—Porque es un cabrón, hermana.
Ella esbozó una débil sonrisa. Fox no le había soltado el hombro y ella se volvió a mirar la mano.
—Me haces daño —dijo, y él advirtió que era el hombro del brazo escayolado.
—Dios, perdona.
Jude le dirigió otra débil sonrisa.
—Había un policía más agradable... Breck, creo que se llamaba. Sí, como el personaje de ese libro que leímos en unas vacaciones cuando éramos niños.
—Secuestro —dijo Fox—. El protagonista se llamaba Alan Breck. Tú me pedías que te lo leyera.
—Cuando nos íbamos a acostar —añadió ella asintiendo con la cabeza—. Dos semanas, todas las noches. Y ahora, mírame... —gimió, volviéndose hacia él llorando—. Yo le quería, Malcolm.
—Lo sé.
Ella comenzó a enjugarse las lágrimas con la camisa que tenía en la mano.
—No podré vivir sin él.
—Sí que podrás... créeme. ¿Te traigo algo?
—Sí, una máquina del tiempo.
—Seguramente tardaría en construirla. Sandra dice que no te queda té ni café... Podría ir a la tienda a comprar.
Ella sacudió la cabeza.
—Me lo va a traer ella de Asda, que al personal le hacen descuento.
—Me ha contado que ibais los cuatro a un casino. No sabía que te gustaban las apuestas.
Jude lanzó un profundo suspiro.
—Eran más bien ellos tres. A mí me gustaba salir a cenar y tomar unas copas... Siempre lo pasábamos bien. —Hizo una pausa—. Vinieron muchos policías, ¿sabes? Lo revolvieron todo y he tenido que firmar por cosas que se han llevado. Por eso... —añadió con un ademán hacia las prendas de vestir en la cama— como habían dejado los cajones abiertos... pensé que...
Fox asintió con la cabeza.
—Te dejo para que sigas ordenando. ¿Seguro que no quieres nada...?
—¿Lo sabe Mitch?
—Sí. Le he pedido que te visite.
—Iré a verle yo. Será mejor, ¿no?
—Puedo llevarte yo. ¿Qué te parece más tarde, a las tres o a las cuatro?
—¿No tienes que ir al trabajo?
Fox alzó los hombros sin contestar.
—Bien, de acuerdo —añadió Jude. Su hermano comenzó a levantarse y ya estaba en la puerta cuando ella añadió—: El lunes por la noche vino uno a casa.
Fox se detuvo con la mano en el pomo.
—Dijo que venía a buscar a Vince —prosiguió Jude— y yo le dije que no sabía dónde estaba. Cerré la puerta y se fue sin más.
—¿No lo conocías?
Jude negó con la cabeza.
—Era un tipo alto de pelo negro. Me acerqué a la ventana cuando se iba, pero sólo lo vi de espaldas.
—¿Se marchó en un coche?
—Puede ser...
—¿Le has contado eso a Giles?
Ella volvió a sacudir la cabeza.
—Te parecerá una tontería, pero no tenía ánimo. ¿No se lo puedes decir tú?
—Claro. Pero una cosa, Jude...
—¿Qué?
—¿Estaba metido Vince en algún lío? ¿Tal vez en algo peor que sus brotes de genio habituales?
Ella reflexionó un instante, llevándose la camisa a la nariz.
—Vince era así —dijo—. No podía ser de otra manera. Pero... Malcolm...
—¿Qué?
—¿Tú sabías lo de los antecedentes? —Ella lo miró mientras él asentía despacio con la cabeza—. Eso no me lo dijiste.
—Cuando me enteré ya estaba muerto.
—Pero podías habérmelo dicho. Mejor oírlo de tus labios que de los de ese hombre ruin.
—Sí —replicó Fox—. Lo siento, hermana. ¿Y tú? ¿Realmente no lo sabías?
Jude negó con la cabeza.
—Ahora ya no importa —dijo, volviendo a mirar la camisa de su amor difunto—. Ya nada importa...
En Fettes le esperaba un mensaje de la sargento Inglis diciendo que quería verle.
—Lo trajo ella con su propio cuerpo de tía buena —dijo Tony Kaye zumbón mientras Fox lo leía.
—¿Dónde está el jefe? —preguntó Fox.
—Se largó pronto. Dijo que tenía que redactar un discurso. —Fox lo miró y Kaye se encogió de hombros—. Para una reunión en Glasgow —añadió.
—Métodos de actuación policial en un disturbio previsto cuando hay malestar entre la población civil —declamó Naysmith—. Debido a la crisis, por lo visto.
—Sólo falta que linchen a los banqueros —añadió Kaye con desdén.
—¿Qué tiene eso que ver con Asuntos Internos? —inquirió Fox.
—Si los del Cuerpo se pasan con los manifestantes —dijo Kaye— puede que el asunto quede en nuestras manos. —Se levantó de la mesa y se acercó a Fox—. Me alegro de verte ileso... te ha tenido entretenido un buen rato.
—Billy «el Malo» me montó su número de Torquemada.
—Era de esperar. ¿Cómo se encuentra tu hermana?
—De momento bien. Fui a verla al salir de Torphichen.
—¿Has averiguado algo?
—Que Faulkner tuvo un enfrentamiento la noche del sábado con unos forofos del rugby.
—Vaya.
—Pero sin consecuencias.
—De todos modos... ¿fue la última vez que lo vieron? —Kaye esperó a que su colega asintiera—. ¿Han interrogado ya a Jude?
—Giles y Jamie Breck.
—¿Tenía algo que decirles?
—Creo que nada —respondió Fox presionándose el puente de la nariz. Esperaba que el resfriado explotase de una vez o se le pasara. De momento no hacía más que seguirle, al acecho.
—¿Vas a ver al fenómeno?
—¿Cómo? —preguntó Fox mirándole.
—La tía encantadora del «Chop» —respondió Kaye señalando la nota—. Puedo ir yo de parte tuya y darle una nota.
—No, gracias —dijo Fox levantándose, mientras Kaye alzaba los hombros y daba media vuelta.
—Eh, Starbuck —interpeló a Joe Naysmith—, prepara el café...
Fox cubrió la corta distancia hasta el CEOP y pulsó el timbre. Le abrió la puerta Annie Inglis en persona —sólo tres centímetros—, pero al ver que era él le obsequió con una sonrisa radiante y le franqueó el paso. Estaban bajadas las persianas para que no diera el sol bajo de media tarde.
—No he hecho grandes progresos —dijo Fox.
—Sólo quería saber cómo iban las cosas —dijo ella señalando con la mano la misma silla que Fox había ocupado en su primera visita y en la que, al sentarse, sus rodillas se rozaron un instante. Vestía falda con leotardos negros y una blusa escotada con una ristra de perlas que parecían antiguas. Tal vez una herencia.
—Las cosas van bien —dijo él. Gilchrist, de espaldas a ellos, abrió la carcasa de un ordenador y miró el interior como buscando algo de interés.
—Nuestros homólogos en Melbourne están dispuestos a actuar —dijo Inglis.
—¿Qué quiere decir?
—El agente de allí, ese que le mostré... —dijo ella, señalando la pantalla del ordenador—. Les preocupa que tenga amigos en el Cuerpo y se entere de que le vigilamos.
—¿Están decididos a interrogarlo?
Inglis asintió con la cabeza.
—Quizá perdamos la pista de clientes suyos en el Reino Unido.
—Los que han soltado la pasta —terció Gilchrist sin levantar la vista—, pero no del resto. A esos no podrá avisarles.
—¿Breck aún no ha enviado fotos?
Inglis negó con la cabeza.
—Ni ha colgado ningún mensaje en la página del grupo. —Hizo una pausa—. No es la primera vez que ocurre... Hay filtraciones y eso da suficiente margen de tiempo para eliminar pruebas o enmascararlas.
—Pero, ¿tienen pruebas? —dijo Fox, señalando a su vez la pantalla del ordenador.
—Sólo superficiales, Malcolm.
—La punta del iceberg —dijo Gilchrist comenzando a desmontar el disco duro—. Lo que nos vendría bien... —añadió como hablando consigo mismo— sería tener acceso al ordenador personal del sospechoso.
Fox miró a Inglis, quien le sostuvo la mirada.
—La cuestión es —dijo ella— que tendremos que pedir autorización judicial y es posible que Breck tenga amistades en los medios judiciales que puedan avisarle.
—Mientras que ustedes —añadió Gilchrist sin cesar en sus tejemanejes— pueden hacer una incursión de tapadillo. Asuntos Internos tiene más poder que nosotros, pobres mortales.
—¿No era simplemente un perfil lo que querían?
—No nos vendría mal una prueba —replicó Inglis pensativa.
—Londres nos daría una medalla —añadió su colega.
—¿Se trata de eso? —replicó Fox—. ¿De impresionar a los jefazos?
—¿Quiere que piensen que somos unos aficionados al otro lado de la frontera? —prosiguió Inglis, esperando una respuesta que no llegó—. En el ordenador de casa seguro que tiene muchas imágenes... en el disco duro o en el lápiz USB —añadió pausadamente pero decidida—. Aunque las haya transferido, habrá quedado rastro.
—¿Rastro? —repitió Fox.
Ella asintió despacio con la cabeza.
—Como en cualquier investigación forense, Malcolm... Todo el mundo deja la huella de un rastro.
—O un rastro de huellas —añadió Gilchrist, comentario que Fox supuso que era una broma entre ellos dos. En todo caso, Inglis dirigió una sonrisa a su colega. Fox se reclinó en la silla pensando en el rastro que Tony Kaye había dejado en el PNC.
—Muy gracioso el diálogo que se traen. ¿Es para impresionarme o sólo un ejercicio de rutina?
—Tómelo como quiera —dijo Inglis.
—Bueno, lo que ocurre —replicó él— es que no se entra en casa de nadie sin autorización.
—Se puede obtener a posteriori —dijo Inglis.
—Justificándolo ante el delegado de Vigilancia —apostilló Fox.
—Al final, sí —admitió Inglis—. Según tengo entendido, en un caso urgente se puede actuar justificándolo después.
—Pero éste no es mi caso —replicó Fox pausadamente—. Yo no soy quien investiga a Jamie Breck. En realidad, él podría argumentar que me está investigando a mí. ¿Y, entonces, que ocurriría?
Se hizo un silencio.
—Sí, no sería muy agradable —comentó ella finalmente. Sus ojos reflejaban ahora desesperanza; miró a Gilchrist y éste la obsequió con un encogimiento de hombros—. Hay que intentarlo —añadió para Fox.
—Nos fastidia perder la oportunidad —terció Gilchrist tirando un pequeño destornillador sobre la mesa.
—Tal vez haya otro modo —aventuró Fox—. Para entrar en la casa necesitamos la autorización del delegado de Vigilancia... pero si Breck se pone a teclear en el ordenador de su casa podríamos situar la furgoneta en la calle, controlar las pulsaciones y averiguar qué hace.
—¿Para eso no se necesita permiso judicial? —preguntó Inglis más animada.
Fox negó con la cabeza.
—Puede autorizarlo el subdirector, e incluso con efecto retroactivo.
—Pues el subdirector nos apoya —comentó Inglis, que había acercado a su mano el ratón. La pantalla se iluminó y apareció la foto del policía de Melbourne con el niño asiático—. ¿Sabe lo que alegan? —preguntó—. Que se trata de delito sin víctima; únicamente intercambio de fotos. Eso es lo que alegan en la mayoría de los casos: que no son los autores de los abusos.
—Lo que no significa que no sean abusos —comentó Gilchrist.
—Escuche —dijo Fox con un suspiro—, aprecio la tarea que hacen...
—Con una mano atada a la espalda —le interrumpió Inglis.
—Veré si puedo ayudarles —continuó Fox—. La vigilancia con la furgoneta es realmente una opción, si es cierto lo que dicen que es...
—¿«Si»?
Gilchrist había alzado la voz y miraba a Fox muy serio, pero Inglis lo apaciguó con un ademán.
—Gracias, Malcolm —dijo a Fox—. Le agradeceremos que haga lo que sea posible.
—De acuerdo —dijo Fox levantándose—. No se preocupe.
La mano de ella tocó su antebrazo, se miraron a la cara y el asintió con la cabeza. Antes de que se marchara, ella vocalizó tres palabras:
—«Lo que sea».
De vuelta a Asuntos Internos instó con el índice a Tony Kaye a que se acercara y éste se llegó a su mesa cruzado de brazos.
—¿Qué tal una sesión nocturna de furgoneta? —preguntó Fox.
Kaye lanzó un resoplido con una sonrisa.
—¿Qué te da a cambio? —inquirió.
Fox sacudió la cabeza.
—Di, ¿qué tal? —insistió.
—Acabaría de malhumor y cansado. ¿La idea es que cacemos a Breck mientras se le cae la baba con pornografía en Internet?
—Sí.
—No es de nuestra competencia, Foxy.
—Podría serlo si le sorprendemos haciendo lo que asegura el «Chop».
—¿Es una operación conjunta?
—Creo que en la furgoneta tendría que estar la sargento Inglis o su colega...
—¿Está su colega tan buena como ella?
—Qué va —contestó Fox mirando hacia la cafetera—. Tendrá que acompañarte Naysmith, claro.
—Sí, desgraciadamente —dijo Kaye con cara de decepción. Naysmith era quien mejor entendía la tecnología de los aparatos.
—Pero mientras él suda —añadió Fox— tú tendrás tiempo de sobra para desplegar tus encantos ante la sargento Inglis.
—También es cierto —replicó Kaye, volviendo a animarse—. ¿Y tú dónde estarás?
—Yo no puedo intervenir, Tony.
Kaye asintió con la cabeza, aceptando el razonamiento.
—¿Esta noche, dices? —preguntó.
—Cuanto antes mejor. ¿No tiene ningún otro servicio la furgoneta?
Kaye sacudió la cabeza.
—Esta noche hará frío y habrá que acurrucarse para estar caliente.
—Seguro que a la sargento Inglis le encanta. Tú díselo a Naysmith y yo aviso al «Chop».
Fox miró a Kaye alejarse, cogió el teléfono y marcó el número del CEOP. Le contestó Inglis y él tapó el micrófono con la mano para que Kaye no pudiera oír lo que decía.
—Podemos hacer la vigilancia esta noche. Irán dos de mis hombres: Kaye y Naysmith.
—Por las noches es...
Fox sabía lo que iba a decir.
—¿Difícil? Sí, por su hijo, ya comprendo; pero el caso es que el sargento Kaye estará más a gusto con un oficial masculino.
—Pues irá Gilchrist —dijo Inglis añadiendo a continuación en tono picado—: ¿Por qué a Kaye le molesta trabajar con un oficial femenino?
—Es con las mujeres en general, Annie —contestó Fox en voz baja.
—Ya —exclamó ella. Kaye y Naysmith se acercaban ya a la mesa y Fox cortó la comunicación.
—Ya está —les dijo.
Tony Kaye se frotó las manos sonriente.