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Hubo un amago de aplauso cuando Malcolm Fox entró en el despacho.

—No os esforcéis —dijo, dejando su avejentada cartera sobre la mesa junto a la puerta. En la oficina había otros dos agentes de Asuntos Internos, que volvieron a concentrarse en su trabajo mientras Malcolm se quitaba el abrigo. Aquella noche habían caído diez centímetros de nieve sobre Edimburgo, la misma cantidad que había colapsado Londres la semana anterior; pero, al parecer, Fox y todos los demás habían conseguido llegar al trabajo. De momento el mundo exterior se había limpiado; en su jardín se veían unas huellas de una familia de zorros que Fox había visto merodear por la zona de casas cuya parte trasera daba a un campo de golf municipal. En Jefatura le llamaban «Foxy», aunque él no se veía como tal. Uno de sus antiguos jefes lo había calificado de «auténtico oso»: lento pero firme, y temible sólo en ocasiones.

Tony Kaye, con una gruesa carpeta bajo el brazo, pasó junto a su mesa y le dio un apretón en el hombro sin dejar caer nada.

—Has estado muy bien —dijo.

—Gracias, Tony —contestó Fox.

La Jefatura de policía de Lothian y Borders estaba en Fettes Avenue. Desde algunas ventanas se veía la Academia de policía de Fettes. Algún que otro policía de Asuntos Internos había estudiado en colegios privados, pero sin pasar por la Academia; el propio Fox había cursado estudios en centros públicos, Boroughmuir y luego en Heriot Watt. Era seguidor del Hearts FC, aunque en la actualidad apenas si veía algún partido en casa, y el rugby no le interesaba mucho; Edimburgo iba a ser la sede del torneo de las Seis Naciones que se celebraba en febrero, por lo que aquel fin de semana llegarían hordas de galeses vestidos de dragones y haciendo el tonto con gigantescos apios hinchables. Fox vería el partido en la tele y tal vez se animara a acercarse al pub. Hacía cinco años que había dejado la bebida, pero en los dos últimos se había permitido alguna que otra incursión, pero sólo si estaba en plena forma mental, cuando tenía una gran fuerza de voluntad.

Colgó el abrigo y pensó que también podía quitarse la chaqueta. Había colegas en Jefatura que pensaban que los tirantes eran un signo de afectación, pero había perdido casi seis kilos y no le gustaba llevar cinturón. No eran unos tirantes llamativos: azul oscuro, sobre una camisa azul claro, y se había puesto una corbata rojo oscuro. Dejó la chaqueta en el respaldo de la silla, la alisó en los hombros, se sentó, abrió los cierres de la cartera y sacó los papeles sobre Glen Heaton. Heaton era la razón del conciso aplauso. El caso Heaton había sido un éxito. Él y su equipo habían tardado casi un año en instruirlo y la oficina del fiscal acababa de aceptarlo: tras ser amonestado e interrogado, Heaton iría a juicio.

Glen Heaton: quince años en el Cuerpo como agente, once de ellos en el DIC, y la mayor parte de éstos infringiendo las reglas en provecho propio. Pero se había pasado demasiado de la raya, filtrando información no sólo a sus amigos de los medios de comunicación, sino también a los delincuentes. Y eso le había acercado cada vez más a la órbita de atención de Asuntos Internos.

Departamento de Investigación de Conducta, nombre completo que recibía su oficina, integraba a los polis que investigaban a otros polis. Eran la «Brigada silenciosa», los «Tacones de goma», en cuyo seno había otro grupo aún más reducido: la unidad de Ética Profesional. Asuntos Internos se hacía cargo de asuntos corrientes —denuncias de coches patrulla mal aparcados o policías que ponían la música a un volumen excesivo en su vecindario—, y los de la unidad de Ética Profesional se ocupaban del lado oscuro, indagaban sobre racismo y corrupción, sobornos y hacer la vista gorda. Eran discretos, serios y decididos, y no tenían limitación de poderes para llevar a cabo su tarea. Fox y su equipo pertenecían a EP y su oficina estaba en una planta distinta de la de Asuntos Internos y Conducta, con un espacio cuatro veces menor. Habían vigilado a Heaton durante varios meses, le habían intervenido el teléfono, habían revisado las grabaciones de su móvil y escudriñado varias veces el ordenador sin que él lo supiera. Lo habían seguido y fotografiado tantas veces que Fox sabía más cosas sobre él que su propia esposa, incluso lo de la bailarina de lap dance con la que salía y lo del hijo de una relación previa.

Muchos policías planteaban a los de Asuntos Internos las mismas preguntas: ¿cómo podéis hacer ese trabajo?, ¿cómo podéis escupir a los vuestros, a oficiales con los que habéis trabajado o con quienes podríais haber formado equipo? En muchas ocasiones, además, se decía que eran «buenos policías». Pero ahí estaba el problema, ¿qué significaba ese «buenos»? Fox había estado dándole vueltas al asunto, mirándose en el espejo de detrás de la barra mientras se tomaba un refresco.

«Se trata de ellos —los delincuentes— o nosotros, Foxy... a veces hay que tomar atajos por las buenas para lograr el objetivo... ¿No lo has hecho nunca? ¿Eres un tipo inmaculado? ¿Irreprochable?»

Irreprochable no. A veces se sentía arrastrado por Ética Profesional con desgana. Arrastrado a entablar relaciones... y de nuevo liberado poco después. Aquella mañana había descorrido las cortinas del dormitorio para mirar la nieve, pensando en llamar y decir que no podía salir; pero vio el coche de un vecino arrancar despacio y la mentira se esfumó. Había acudido a la oficina, a su labor de investigar a policías porque era su obligación. Heaton estaba ahora suspendido de servicio pero con el sueldo íntegro. El expediente había pasado al procurador fiscal.

—¿Así que ya está? —El colega de Fox estaba delante de su mesa, con las manos en los bolsillos del pantalón, como de costumbre, balanceándose sobre los talones. Joe Naysmith llevaba seis meses en el departamento y no había perdido un ápice de su entusiasmo inicial. Tenía veintiocho años, joven para un departamento como el suyo. Según Tony Kaye, aquel trabajo era para Naysmith una vía rápida de ascenso. El joven sacudió la cabeza para apartarse aquel flequillo que siempre suscitaba bromas.

—De momento, sí —dijo Malcolm Fox. Se sacó el pañuelo del bolsillo del pantalón y se sonó.

—Entonces, ¿las copas corren de tu cuenta esta noche?

Desde su mesa, Tony Kaye, que había estado escuchando, inclinó la silla hacia atrás y miró a Fox.

—Ten en cuenta que en cuanto les das un batido a los peques, luego en seguida piden los pantalones largos.

Naysmith se volvió y sacó la mano del bolsillo lo justo para estirar el índice hacia Kaye. Éste hizo un puchero con los labios y volvió a su lectura.

—No estáis en el jodido recreo —se oyó refunfuñar desde la puerta, donde el inspector jefe Bob McEwan los observaba. Entró pausadamente y rozó con los nudillos la frente de Naysmith.

—Un corte de pelo, joven. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—Sí, señor —musitó Naysmith, volviendo a su mesa. McEwan miró su reloj de pulsera.

—Dos putas horas me he tirado en la reunión.

—Seguro que ha sido fructífera, Bob.

McEwan miró a Fox.

—El jefe piensa que algo huele mal en Aberdeen —dijo.

—¿Sabemos algo?

—Aún no. No creas que me entusiasma que el asunto llegue a mi bandeja de entrada.

—¿Tiene amigos en Grampian?

—Yo no tengo amigos en ningún sitio, Foxy, ni quiero tenerlos. —El inspector jefe hizo una pausa como recordando algo—. ¿Heaton? —inquirió, y vio que Fox asentía con la cabeza—. Muy bien, muy bien.

Por la manera de decirlo, Fox sabía que el jefe tenía sus reservas y que años atrás había trabajado con Glen Heaton, que, según él, trabajaba bien y se había merecido los ascensos. Un buen oficial, en principio...

—Muy bien —repitió McEwan, aún con menos entusiasmo, encogiéndose de hombros—. ¿Qué más tenemos hoy?

—Poca cosa —dijo Fox, sonándose de nuevo.

—¿Aún no te has desecho de ese catarro?

—Por lo visto le he gustado.

McEwan volvió a mirar el reloj.

—Ya ha pasado la hora del almuerzo. ¿Y si nos vamos antes de la hora?

—¿Señor?

—Es viernes por la tarde, Foxy. Es posible que el lunes tengamos algo nuevo. Así que es preferible que recargues pilas. —McEwan se dio cuenta de lo que pensaba Fox—. No me refiero a Aberdeen —añadió.

—¿A qué, entonces?

—Podría salir algo este fin de semana —dijo McEwan encogiéndose de hombros—. Ya hablaremos el lunes —añadió mostrando intención de marcharse pero deteniéndose—. ¿Qué dijo Heaton?

—Se limitó a dirigirme una mirada de las suyas.

—He visto gente echar a correr cuando mira así.

—Yo no, Bob.

—No, tú no —dijo McEwan con una sonrisa dirigiéndose a su mesa al fondo de la oficina.

Tony Kaye había vuelto a inclinar la silla. Tenía un oído tan sensible como un dispositivo electrónico.

—Si te vas a casa, dame diez libras.

—¿Para qué?

—Para las copas que nos debes... Un par de pintas para mí y un batido para el niño.

Joe Naysmith comprobó que el jefe no miraba y volvió a dirigir un dedo enhiesto hacia Kaye.


Malcolm Fox no fue directamente a casa. Tenía a su padre en una residencia de ancianos cerca de Portobello, al este de Edimburgo. Portobello había conocido mejores tiempos cuando era un lugar de veraneo donde se iba a jugar en la playa y a caminar por el paseo marítimo; helados, máquinas tragaperras, pescado y patatas fritas, castillos al borde del agua, donde la arena era húmeda y moldeable. La gente hacía volar cometas y jugaba con el perro, tirándole un palo para que lo recogiera; el agua estaba tan fría que cortaba la respiración los primeros segundos, pero después ya no querías salir. Los padres se acomodaban en tumbonas de tela a rayas, a veces con una sombrilla clavada en la arena. El almuerzo que había traído mamá, con el sabor arenoso de la pasta de carne untada en rebanadas de pan blanco..., botellas de cola Barr caliente; sonrisas y gafas de sol, y papá con los pantalones remangados.

Hacía un par de años que Malcolm no llevaba a su padre al paseo marítimo. Unas semanas atrás se le ocurrió la idea, pero no pasó de esa fase. El viejo no tenía muy firmes las piernas, como él mismo decía; Fox quería desechar la idea de que fuese porque no le gustaba la imagen que darían ante la gente: un viejo al que se le escurría el helado del cucurucho por el dorso de la mano, mientras su hijo lo llevaba del brazo hacia un banco. Se sentarían y Malcolm Fox le limpiaría con el pañuelo el helado de la barbilla sin afeitar y luego el de los zapatos.

No, no iba a llevarlo. Hacía demasiado frío.

Fox pagaba por la residencia más que por la hipoteca. Había pedido a su hermana que compartieran el gasto, pero ella le dijo que lo haría cuando pudiera. Era una residencia privada; había mirado un par de ellas del ayuntamiento, pero le habían parecido grises y malolientes. Lauder Lodge era mejor. Parte del dinero que había desembolsado habría ido a parar al papel de decoración con dibujos en relieve y al ambientador de pino. Que oliera siempre a polvos de talco y no hubiera malos olores de cocina era prueba de la buena ventilación. Encontró aparcamiento cerca de la esquina del edificio y dio su nombre en la puerta. Era una casa victoriana aislada que habría valido una cantidad de siete cifras antes de la reciente crisis. Tenía una sala de espera al pie de la escalera, pero en recepción le dijeron que podía pasar a la habitación de su padre.

—Ya sabe el camino, señor Fox —gorjeó la mujer, asintiendo con la cabeza mientras él se dirigía al más largo de los dos pasillos, el de un anexo al primitivo edificio construido diez años atrás. Las paredes tenían alguna grieta y en algunas ventanas de doble vidrio se apreciaba condensación, pero las habitaciones eran luminosas y ventiladas, como le habían dicho cuando fue a ver la residencia. Con luz, ventiladas y sin escaleras, y había suites para los escasos pudientes. En un trocito de cartulina con cinta adhesiva en la puerta figuraba el nombre de su padre.

Sr. M. Fox; M de Mitchell, el apellido de soltera de la abuela de Malcolm. Todo el mundo llamaba Mitch a su padre, un buen nombre, sonoro. Fox respiró hondo, llamó y entró. Su padre estaba sentado junto a la ventana con las manos en el regazo. Lo vio algo más demacrado y menos animado. Le estaban afeitando y tenía el pelo recién lavado, un pelo fino, plateado, con las patillas largas, como siempre las había llevado.

—Hola, papá —dijo Fox, apoyándose en la cama—. ¿Cómo estás?

—No puedo quejarme.

Fox sonrió ante la respuesta, ya habitual. Te fastidiaste la espalda en la fábrica en que trabajabas, estuviste años discapacitado, tuviste cáncer y te salvaste gracias al doloroso tratamiento, murió tu esposa cuando todo había pasado y luego te llegó la vejez.

No puedes quejarte... porque eras el cabeza de familia, el hombre de la casa.

El matrimonio de tu hijo fracasó al cabo de menos de un año; tenía ya un problema con la bebida que fue a peor; tu hija se marchó de casa y apenas llamaba hasta que acabó volviendo con aquel impresentable.

Y no puedes quejarte.

Al menos tu cuarto no huele a orines y tu hijo viene a verte cuando puede. A él le ha ido bastante bien, al fin y al cabo. Nunca le preguntaste si le gustaba el trabajo con que se gana la vida ni le has dado las gracias por lo que paga a cuenta tuya.

—Se me ha olvidado traerte chocolate.

—Las chicas me traen si se lo pido.

—¿Delicias turcas? No es tan fácil encontrarlo.

Mitch Fox asintió despacio con la cabeza sin decir nada.

—¿Ha venido Jude?

—Pues no —respondió frunciendo el entrecejo—. ¿Cuándo fue la última vez?

¿En Navidad? No te preocupes; preguntaré en recepción.

—Creo que sí estuvo... no sé si la semana pasada o la otra.

Fox vio que había sacado el móvil sin darse cuenta. Fingió que comprobaba si tenía mensajes, pero era para mirar la hora. No hacía ni tres minutos que había aparcado.

—Finalmente he concluido aquel caso del que te hablé —comentó cerrando el móvil—. Esta mañana he estado con el fiscal... Parece que va a ir a juicio. Aunque aún podrían torcerse las cosas...

—¿Hoy es domingo?

—Viernes, papá.

—Oigo campanas.

—Es que hay una iglesia cerca... Será una boda —dijo Fox, que no lo creía porque había pasado por delante con el coche sin ver gente. «¿Por qué hago esto?», se preguntó. «¿Por qué le miento?»

Respuesta: la opción más fácil.

—¿Cómo está la señora Sanderson? —preguntó metiendo otra vez la mano en el bolsillo para sacar el pañuelo.

—Tiene un resfriado y no quiere contagiármelo —Mitch Fox hizo una pausa—. A ver si vas a contagiármelo tú —añadió, y acto seguido pareció pensar en otra cosa—. Es viernes y aún es de día... ¿No deberías estar en el trabajo?

—Tengo permiso por buen comportamiento —dijo Fox levantándose y paseando por el cuarto—. ¿Necesitas algo? —Vio un montón de novelas viejas de bolsillo en la mesilla de noche: Wilbur Smith, Clive Cussler, Jeffrey Archer..., libros supuestamente para lectores masculinos. Los habría elegido el personal; su padre nunca había sido muy de leer. El televisor descansaba en un soporte en un rincón de la habitación, casi a la altura del techo; difícil de ver a no ser que fuese desde la cama. En una de las visitas anteriores transmitían una carrera de caballos, pese a que su padre nunca había mostrado interés por ellas: el personal, igualmente. Vio la puerta del cuarto de baño entreabierta; la abrió del todo y echó un vistazo. No había bañera, sino una cabina de ducha con asiento plegable. Olía a champú Vosene, el mismo con que su madre los bañaba de niños.

—Aquí estás bien, ¿verdad? —preguntó en voz alta, pero su padre no le oyó. Se había planteado esa misma pregunta desde que habían trasladado al viejo desde el semiadosado de Morningside, al principio en plan retórico, pero ahora ya no estaba tan seguro. Hubo que vaciar la casa familiar; Fox tenía en el garaje algunos muebles y la buhardilla llena de cajas de fotografías y otros recuerdos, la mayor parte de los cuales no le decían mucho, por no decir nada. Durante un tiempo llevó algunos a su padre cuando iba a visitarlo, pero a él le fastidiaba no recordar qué eran: se le olvidaban los nombres y los objetos perdían su significado. Y se le llenaban los ojos de lágrimas.

—¿Quieres hacer algo? —preguntó Fox, volviendo a sentarse en el borde la cama.

—Pues no.

—¿Quieres ver la tele? ¿Te apetece tomar un té?

—Estoy bien —respondió Mitch Fox, mirando de pronto fijamente a su hijo—. Tú también estás bien, ¿verdad?

—Estupendamente.

—¿Te va bien en el trabajo?

—Reverenciado y respetado por todos.

—¿Tienes novia?

—De momento, no.

—¿Cuánto tiempo hace que te divorciaste...? —preguntó, frunciendo de nuevo el ceño—. Tengo su nombre en la punta de la lengua...

—Elaine... es agua pasada, papá.

Mitch Fox asintió con la cabeza, pensativo.

—Has de ir con cuidado, ¿sabes?

—Lo sé.

—Hay que tener cuidado... con la maquinaria.

—Papá, yo no trabajo con maquinaria.

—No importa...

Malcolm Fox fingió de nuevo consultar el teléfono.

—Sé cuidarme solo —dijo—. No te preocupes por mí.

—Dile a Jude que venga a verme —dijo Mitch Fox—. Ha de ir con más cuidado con las escaleras...

—Se lo diré —dijo Malcolm Fox alzando la vista del móvil.


—¿Qué es eso que dice papá de las escaleras?

Fox estaba fuera, de pie, junto al coche, un Volvo S60 plateado con cinco mil kilómetros. Su hermana había contestado al cabo de seis timbrazos, cuando ya estaba a punto de colgar.

—¿Has ido a ver a Mitch?

—Me dijo que pasaras a verle.

—Estuve la semana pasada.

—¿Después de caerte por las escaleras?

—Estoy bien; sólo tengo algún chichón, contusiones.

—¿Contusiones faciales, Jude?

—Hablas como un poli, Malcolm. Bajaba con algo en las manos y me caí.

Fox no dijo nada y miró un instante el tráfico.

—Bueno, ¿y cómo va todo lo demás?

—Siento que no hayamos podido charlar desde Navidad. ¿Te di las gracias por las flores?

—Me enviaste un mensaje de texto a Hogmany deseándome Feliz Año Nuevo.

—Es que no me aclaro con este móvil... Tiene unos botones muy pequeños.

—Tal vez habías bebido.

—Sí, eso también, quizás. ¿Sigues bebiendo?

—Llevo cinco años de abstinencia.

—No hace falta que lo digas con ese engreimiento. ¿Cómo está Mitch?

Fox pensó que ya había tomado bastante el aire, abrió la portezuela y se sentó en el coche.

—Creo que no come suficiente.

—No todos tenemos tu apetito.

—¿Crees que debería pedir que le hagan un reconocimiento?

—¿Él te lo agradecería?

Fox cogió un paquete de caramelos de menta del asiento del pasajero y se metió uno en la boca.

—Tenemos que vernos una noche de éstas.

—Muy bien.

—Pero tú y yo solos. —Aguardó a que su hermana nombraba a su pareja. Si lo hacía, quizá podrían empezar a hablar en serio, sin andarse por las ramas.

«¿Y Vince?»

«No, nosotros dos.»

«¿Por qué?»

«Porque sé que te pega, Jude, y me dan ganas de pegarle yo él.»

«Te equivocas, Malcolm.»

«¿Seguro? ¿Quieres enseñarme esas contusiones y las escaleras donde se supone que te las hiciste?»

Pero lo que dijo fue:

—Okay, así lo haremos.

No tardaron en despedirse, y Fox cerró el móvil y lo echó en el otro asiento. Otra oportunidad perdida. Le dio a la llave de contacto y se encaminó a casa.

Su casa era un chalet en Oxgangs. Cuando él y Elaine lo compraron, los vendedores llamaban a aquel lugar Fairmilehead, y el abogado, Colinton —y las dos localidades parecían por entonces más atractivas que Oxgangs—, pero a Fox le gustaba Oxgangs. Había tiendas, pubs y una biblioteca, el bypass de Edimburgo quedaba a pocos minutos, había un buen servicio de autobuses y dos supermercados no muy lejos en coche. No podía reprochar a su padre que no recordase el nombre de Elaine; el noviazgo había durado seis meses y el matrimonio diez más, y de eso hacía seis años. Se habían conocido en el colegio, pero después perdieron el contacto hasta que volvieron a encontrarse en el entierro de un amigo. Tras la comida fueron a tomar una copa y llegaron a la cama bebidos y ardientes de deseo. «Deseo de vida», dijo ella. Elaine acababa de poner fin a una larga relación, y la palabra «despecho» a Fox no se le pasó por la cabeza hasta después de la boda, a la que ella invitó a su antigua pasión, que se presentó bien vestido y sonriente.

Un mes después de la luna de miel (Corfú; los dos con quemaduras del sol), cayeron en la cuenta de su error. Fue ella quien lo dejó. Él le preguntó si se quedaba con el chalet, pero ella dijo que era suyo y él siguió viviendo allí, lo redecoró a su gusto y terminó las obras de la buhardilla. «Beige de soltero», comentó un amigo, y le hizo una advertencia: «Ten cuidado de que no suceda lo mismo con tu vida». Al llegar al camino de entrada a la casa, Fox se preguntó qué habría de malo en el color beige; era un color como otro cualquiera. Además, la puerta la había pintado de amarillo. En el vestíbulo había puesto un espejo y otro en el rellano de la escalera, y el comedor y el cuarto de estar los había amenizado con unos cuadros. La tostadora de la cocina era reluciente, plateada; la funda del edredón era verde intenso, y el tresillo, rojo oscuro.

—No hay tanto beige —musitó.

Una vez dentro de casa, recordó que llevaba la cartera en el maletero. Nada más entrar en Asuntos Internos te advertían que no dejaras nada a la vista. Volvió a salir para cogerla y la puso en la encimera de la cocina mientras ponía agua en el hervidor. Plan para el resto de la tarde: té con tostadas y descansar con los pies en alto. Para después tenía lasaña en la nevera. Había comprado media docena de DVD en la liquidación de Zavvi; podía ver uno o dos si no había nada en la tele. Tiempo atrás, allí había estado Virgin, pero cerraron las tiendas; lo mismo les había ocurrido a las de Woolworth de Lothian Road, donde él iba de niño regularmente, casi con religiosidad, a comprar juguetes y caramelos y, luego, ya más mayor, a comprar sencillos y LP. De adulto, habría pasado por delante en coche más de cien veces, pero nunca había parado para entrar. En la cartera tenía un periódico: más desastres y pesimismo en el panorama económico. Tal vez eso explicara por qué una de cada diez personas tomaba antidepresivos. Había aumentado también el déficit de atención y uno de cada cinco alumnos de la escuela primaria padecía sobrepeso y era propenso a la diabetes. El Parlamento había aprobado el presupuesto en la segunda votación, pero los comentaristas señalaban que en el sector público había demasiados puestos de trabajo. Al parecer, sólo países como Cuba estaban peor. Por casualidad, uno de los DVD que había comprado era Buena Vista Social Club. Quizá lo viera esa misma noche: un poco de Cuba en Oxgangs, un poco de diversión.

Otro artículo del periódico contaba la historia de una mujer lituana asesinada en Brechin, cuyo cadáver, descuartizado y arrojado al mar, había aparecido trozo a trozo en la playa de Arbroath, donde unos niños encontraron la cabeza. Una pareja de inmigrantes iban a ser juzgados por el homicidio. Era el típico caso que cualquier poli desearía llevar. En su etapa anterior, antes de ingresar en el DIC, los asesinatos en que Fox había trabajado podían contarse con los dedos de la mano; sin embargo, de todos ellos recordaba el escenario del crimen y la autopsia. Había asistido al crudo momento de comunicar la noticia a los familiares de la víctima o los había acompañado al depósito de cadáveres para la identificación de sus seres queridos. Asuntos Internos era muy distinto; por eso los otros agentes del Cuerpo decían que Fox y sus colegas lo tenían fácil.

—¿Pero entonces, por qué no resulta tan fácil? —inquirió en voz alta en el momento en que la tostadora se desconectaba automáticamente. Cogió todas las cosas —también el periódico— y se lo llevó todo al sofá del salón. A aquella hora no habría gran cosa en la televisión, pero podía ver las noticias de la BBC. Miró las fotos enmarcadas de la repisa de la chimenea. Una era de sus padres, seguramente de vacaciones a mediados de los años sesenta; la otra era él mismo de quinceañero, con el brazo por encima de los hombros de su hermana más pequeña, los dos sentados en un sofá. Creía recordar que era en casa de una tía, pero no sabía cuál. Él sonreía a la cámara, y Jude lo miraba a él. Una imagen llenó su mente: su hermana cayendo por las escaleras de casa. ¿Qué llevaría en las manos? Tal vez tazas vacías, o una cesta con ropa para lavar. Pero había llegado al pie de la escalera sin un rasguño, y Vince estaba de pie ante ella esgrimiendo el puño. No era la primera vez; Jude decía que ella le había pegado primero o que también le había dado lo suyo. «No volverá a ocurrir...»

Se le había quitado el apetito y el té tenía demasiado olor a leche. Sonó el aviso de llegada de un mensaje en el móvil: era de Tony Kaye. Estaba en el pub con Joe Naysmith.

—Aparta de mí la tentación —dijo para sus adentros.

Cinco minutos después buscaba las llaves del coche.

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