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Andrew McPhail se sentó junto a la ventana del dormitorio. Al otro lado de la calle, los escolares formaban de dos en dos delante de las puertas de la escuela. Los niños tenían que dar la mano a las niñas, en una especie de ritual supervisado por dos maestras que apenas parecían tener la edad suficiente para ser madres, y no digamos ya maestras. McPhail bebió un sorbo de té frío de su taza y miró. Prestaba mucha atención a las niñas. Cualquiera de ellas podría ser Melanie, excepto por el hecho de que Melanie sería mayor. No mucho mayor, pero mayor.

Trataba de no engañarse, conocía las probabilidades de que Melanie no estuviese en esa escuela; lo más probable era que ya ni siquiera estuviese en Edimburgo. Pero miró de todas maneras, y se la imaginó allí abajo, con su mano enganchada a la mano fría y húmeda de uno de los chicos. Una de las niñas era muy parecida: tenía un pelo lacio y corto que se curvaba hacia las orejas y la nuca. Su estatura era familiar, también, pero el rostro, lo que podía ver del rostro, no se parecía en nada a Melanie. En realidad, no era en absoluto como ella. Además, ¿qué le importaba a McPhail?

Los niños entraron en el edificio, dejándole atrás con su té frío y sus recuerdos. Oía a la señora MacKenzie en la planta baja, lavando los platos de tal manera que parecía que rompía tantos como limpiaba. No era culpa suya, le fallaba la vista. Todo en la vieja mujer estaba fallando, pero al menos tenía casa, una casa que valdría unas cuarenta mil libras. ¿Qué tenía él? Solo los recuerdos de cómo habían sido las cosas en Canadá y antes de Canadá.

Otro plato se estrelló contra el suelo de la cocina. Todo en la casa estaba en peligro. No quería pensar en el periquito de la sala de estar...

McPhail se acabó el té fuerte. La teína le produjo un leve mareo, el sudor perló su frente. El patio estaba vacío; las puertas de la escuela, cerradas. No veía nada a través de las ventanas del edificio. Podía ser que llegase alguna niña tarde, pero no tenía tiempo que perder: había trabajo que hacer. Era bueno mantenerse ocupado. Estar ocupado te mantenía cuerdo.

—Big Ger —dijo Rebus—. Su nombre completo es Morris Gerald Cafferty.

Obediente, y a pesar de su buena memoria, la detective Siobhan Clarke escribió estas palabras en su libreta. A Rebus no le importó que tomase notas. Cuando bajaba la cabeza para escribir, tenía una vista de su coronilla, con el pelo castaño claro cayendo hacia delante. Era atractiva, aunque poco agraciada. Por cierto, le recordaba vagamente a Nell Stapleton.

—Es el pez gordo, y si nos los ofrecen le cogeremos. Pero la Operación Sacas de Dinero se centrará en David Charles Dougary, conocido como Davey. —De nuevo las palabras acabaron en el papel—. Dougary alquila un despacho a un servicio de taxis en Gorgie Road.

—No está lejos del Heartbreak Cafe, ¿verdad?

La pregunta le sorprendió.

—No —contestó él—, no está lejos.

—¿El propietario del restaurante insinuó un pago por protección?

Rebus movió la cabeza.

—No te entusiasmes, Clarke.

—Esos hombres también están involucrados en los pagos por protección, ¿no?

—No hay mucho en lo que no esté involucrado Big Ger Cafferty: blanqueo de dinero, prostitución... Es un condenado cabrón, pero ese no es el tema. El tema es que esta operación se centrará en los préstamos con usura, y punto.

—Todo lo que digo es que quizás el sargento Holmes fue atacado por error, en lugar del propietario del café.

—Es una posibilidad —admitió Rebus.

Si Clarke estaba en lo cierto, estaba desperdiciando un montón de tiempo y esfuerzo en un caso antiguo. Pero como Nell dijo, Brian estaba asustado por algo anotado en su libro negro, y todo porque había comenzado a investigar quiénes eran los misteriosos hermanos R.

—Volvamos a lo nuestro. Estableceremos el puesto de vigilancia al otro lado de la calle de la empresa de taxis, frente a sus oficinas.

—¿Las veinticuatro horas?

—Comenzaremos con las horas laborables. Según todos los informes, Dougary mantiene una rutina bastante fija.

—¿Qué se supone que hace en aquella oficina?

—Según dice él, desde cursos para inmigrantes hasta envíos de paquetes de comida al Tercer Mundo. No me malinterpretes, Dougary es un tío listo. Ha durado más que la mayoría de los «socios» de Big Ger. También es un maníaco, algo que vale la pena tener en cuenta para sus negocios sucios. Una vez le detuvimos después de una pelea en un bar. Le había arrancado la oreja a otro hombre de un mordisco. Cuando llegamos allí, Dougary la estaba masticando. La oreja nunca se recuperó.

Rebus siempre esperaba alguna reacción a sus historias preferidas, pero todo lo que hizo Siobhan Clarke fue sonreír y decir:

—Me encanta esta ciudad. —Luego añadió—: ¿Hay expedientes del señor Cafferty?

—Oh, sí, hay expedientes. Puedes leerlos. Te darán una idea de a quién te enfrentas.

Ella asintió.

—Lo haré. ¿Cuándo comenzamos la vigilancia, señor?

—A primera hora del lunes. El domingo todo estará montado, solo espero que nos den una cámara decente. —Vio que Clarke parecía aliviada. Entonces cayó en la cuenta—. No te preocupes, no te perderás el partido de los Hibs.

Ella sonrió.

—Juegan en Aberdeen.

—¿Irás?

—Por supuesto.

Ella intentaba no perderse ningún partido.

Rebus aún se sorprendía por el fanatismo de Clarke. No conocía a tantos seguidores de los Hibs.

—Yo no viajaría tan lejos ni para el Segundo Advenimiento.

—Sí que lo haría.

Ahora Rebus sonrió.

—Vale, ¿y qué tenemos en la agenda para hoy?

—Hablé con el carnicero, pero no fue de ninguna ayuda. Creo que tendría más oportunidades de conseguir una frase completa de la carne que guarda en la cámara frigorífica. Pero conduce un Mercedes, un coche caro. Los carniceros no son muy conocidos por sus grandes salarios, ¿verdad?

Rebus se encogió de hombros.

—Si nos atenemos a los precios que cobran, no estaría tan seguro.

—En cualquier caso, pienso pasarme esta mañana por su casa para aclarar un par de puntos.

—Pero estará en el trabajo.

—Por desgracia sí.

Rebus lo pilló.

—¿La esposa estará en casa?

—Eso espero; la invitación a una taza de té, un poco de charla en la sala de estar... Esa clase de cosas.

—Así podrás ver cómo es su vida doméstica, y quizá conseguir que se le escape algo a una esposa charlatana. —Rebus asentía lentamente. Era tan retorcido que tendría que haberlo pensado él mismo—. Pues en marcha, chica —dijo, y en cuanto ella salió, se agachó para recoger uno de los expedientes del Hotel Central.

Comenzó a leerlo, y pronto se detuvo en una página; era la lista de clientes del hotel la noche en que se quemó. Un nombre casi voló de la página. No podía dar crédito. Rebus se levantó y se puso la chaqueta. Otro fantasma. Y otra excusa para marcharse del despacho.

El fantasma era Matthew Vanderhyde.

El libro negro

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