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PRÓLOGO

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Viajaban dos en una furgoneta a primera hora de la mañana, con los faros encendidos para combatir la blanca y espesa niebla que entraba desde el mar del Norte. Conducían con cuidado, siguiendo instrucciones estrictas.

—¿Por qué tenemos que ser nosotros? —bramó el conductor, mientras intentaba dominar un bostezo—. ¿Qué tienen de malo los otros dos?

El pasajero era mucho más corpulento que su compañero. Aunque tenía cuarenta y tantos años, llevaba el pelo largo, y daba la sensación de que se lo habían cortado usando como molde un casco militar alemán. Solía atusarse el pelo del lado izquierdo de la cabeza, pero en ese momento había olvidado esa manía y se aferraba al asiento. No estaba cómodo viendo cómo el conductor cerraba los ojos cada vez que bostezaba, y pensó que una charla quizá le mantendría despierto.

—Es solo temporal —dijo—. Además, no se trata de una tarea diaria.

—Gracias a Dios. —El conductor cerró los ojos de nuevo y bostezó. La furgoneta se desvió hacia el arcén.

—¿Quieres que conduzca yo? —preguntó el pasajero, antes de añadir con una sonrisa—: Puedes dormir en la parte de atrás.

—Muy gracioso. Me refiero a otra cosa, Jimmy, ¡al pestazo!

—La carne siempre huele pasado un tiempo.

—Tienes respuesta para todo, ¿eh?

—Sí.

—¿Estamos cerca?

—Creía que conocías el camino.

—Por las carreteras principales sí, pero con esta niebla...

—Estamos pegados a la costa. No puede estar muy lejos.

El pasajero, al oír esto, pensó: «¡Vaya si estamos pegados a la costa! ¡Con dos ruedas fuera del arcén y casi al borde de un precipicio!». No era solo eso lo que le ponía nervioso. Nunca antes había hecho el recorrido por la costa este, pero la costa oeste estaba ahora tan vigilada que no le quedaba otra opción. Era, por lo tanto, una carrera desconocida, y eso le perturbaba.

—Allí hay una señal. —Frenaron para mirar a través de la niebla—. La siguiente a la derecha. —El conductor arrancó de nuevo, puso el intermitente y giró para pasar a través de una verja de hierro que estaba abierta—. ¿Qué habríamos hecho si hubiese estado cerrada? —preguntó.

—Tengo unos alicates.

—Tienes una puta respuesta para todo.

—Sí.

Entraron en un pequeño aparcamiento sin pavimentar. Aunque no podían verlos, en un extremo había mesas de madera y bancos donde las familias de domingueros podían comer y pelearse con los insectos. Era un sitio popular por las vistas, un panorama ininterrumpido de mar y cielo a lo largo del horizonte. Abrieron las puertas y salieron de la furgoneta. Olieron y oyeron el mar. En lo alto, chillaban las gaviotas.

—Los pájaros ya se han despertado... Quizá sea más tarde de lo que creíamos.

Fueron a la parte trasera de la furgoneta y abrieron el maletero. El olor era tremendo. Incluso el estoico pasajero se tapó la nariz e intentó con todas sus fuerzas no respirar.

—Cuanto antes terminemos, mejor —dijo.

El cuerpo había sido colocado en dos sacos de fertilizante de plástico grueso, uno por encima de los pies y otro tapándole la cabeza, de tal forma que ambos se superponían en el medio, manteniéndose unidos gracias a un cordel y cinta adhesiva. Las bolsas estaban rellenas de ladrillos que las transformaban en una carga pesada e incómoda de llevar. Llevaron el grotesco paquete a rastras, mientras sus zapatos chapoteaban en la hierba húmeda al pasar por la señal de advertencia del borde del acantilado. Detrás, solo una endeble verja los separaba de su cometido.

—No detendría ni a un maldito mocoso —comentó el conductor. Tenía arcadas, la saliva era como pegamento en su boca.

—Ve con cuidado —le advirtió el pasajero.

Saltaron la valla y avanzaron poco a poco hasta que vieron con toda claridad el borde del acantilado. No había más tierra, solo una pared vertical que descendía hasta el mar turbulento. Sin más ceremonias, arrojaron el bulto al vacío, aliviados de haberse librado de eso. Observaron durante unos segundos cómo se precipitaba hacia el mar.

—Bien, vamos.

—Tío, el aire huele estupendo.

El conductor se metió la mano en el bolsillo para buscar una petaca de whisky. No habían recorrido ni la mitad del camino de regreso a la furgoneta cuando oyeron el sonido de un motor y el crujir de unos neumáticos en la grava.

—Joder.

Los faros del vehículo iluminaron la furgoneta.

—¡Los putos polis! —exclamó el conductor.

—Tranqui —le advirtió el pasajero. Su voz era baja, y sus ojos mostraban determinación.

El freno de mano se clavó y se abrió la puerta del coche. Apareció un agente. Llevaba una linterna. Había dejado los faros encendidos y el motor en marcha. No había nadie más en el coche.

El pasajero sabía cuál era la situación. No era una trampa. Lo más probable era que el poli fuese allí al final de su turno nocturno. Tendría un termo o una manta en el coche y posiblemente solo quería disfrutar de un café o una cabezada antes de acabar su trabajo.

—Buenos días —saludó el agente.

No era joven, y no estaba habituado a tener problemas. A lo sumo, alguna riña de sábado por la noche en un bar, o rencillas entre granjeros. Había sido otra larga y aburrida noche para él, otra noche más cerca de la jubilación.

—Buenos días —respondió el pasajero.

Sabía que podían salir del apuro si el conductor mantenía la calma. Pero luego pensó: «Yo soy el visible».

—No se ve nada, ¿verdad? —dijo el policía.

El pasajero asintió.

—Por eso mismo nos detuvimos —explicó el conductor—. Decidimos esperar a que despeje.

—Muy sensato.

El conductor miró cómo el pasajero se volvía hacia la furgoneta y comenzaba a inspeccionar el neumático trasero del lado del conductor, y le daba un puntapié. Luego hizo lo mismo en la parte trasera del lado del pasajero, antes de agacharse para mirar debajo del vehículo. El policía observaba su actuación.

—¿Algún problema?

—En realidad no —respondió el conductor, nervioso—. Pero es mejor ser precavido.

—Veo que han venido de lejos.

El conductor asintió.

—Desde Dundee.

El policía frunció el ceño.

—¿Desde Edimburgo? ¿Por qué no siguieron por la autovía o la A914?

El conductor pensó deprisa.

—Tuvimos que hacer una descarga en Tayport.

—Incluso así, podrían haber...

El conductor vio cómo el pasajero se situaba detrás del agente. Sujetaba una piedra en la mano. El conductor mantuvo la mirada fija en el poli mientras la piedra se alzaba y bajaba hacia la cabeza del agente. El monólogo del policía terminó abruptamente y su cuerpo quedó tendido en el suelo.

—Fantástico.

—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —El pasajero se dirigió hacia su asiento—. ¡Venga, larguémonos!

—Cierto —dijo el conductor—, un minuto más y hubiese descubierto tu... eh...

El pasajero le miró con ojos cortantes.

—Querrás decir que un minuto más y hubiese olido el alcohol en tu aliento.

No dejó de fulminarle con la mirada hasta que el conductor admitió la acusación con un movimiento de hombros.

Salieron del aparcamiento abriéndose paso entre la niebla. Las gaviotas gritaban irritadas en las alturas. El motor del coche del policía continuaba en marcha y los faros iluminaban la figura inmóvil del que hasta ese momento había sido su conductor.

El libro negro

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