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El lunes por la mañana se corrió la voz por la comisaría de St Leonard’s de que el inspector John Rebus estaba de más mala leche de lo habitual. Algunos lo encontraban difícil de creer, y casi estaban dispuestos a acercarse a Rebus para averiguarlo por ellos mismos. Casi.

Otros no tenían elección.

El sargento Brian Holmes y la detective Siobhan Clarke, sentados con Rebus en el cubículo improvisado de la sala del Departamento de Investigación Criminal, tenían el aspecto de estar frente a una hoguera.

—Bien —dijo Rebus—, ¿qué pasa con Rory Kintoul?

—Ha salido del hospital, señor —respondió Siobhan Clarke.

Rebus asintió, impaciente. Estaba esperando que ella metiese la pata. No porque fuese inglesa, licenciada, o tuviese padres ricos que le habían comprado un apartamento en la Ciudad Nueva. Tampoco porque fuese mujer. Solo era la forma de Rebus de tratar con los detectives jóvenes.

—Y sigue sin hablar —matizó Holmes—. No quiere decir lo que pasó y, desde luego, se niega a presentar una acusación.

Holmes parecía cansado. Rebus se dio cuenta por el rabillo del ojo y desde ese momento evitó establecer contacto visual directo con Holmes, por temor a que su compañero comprendiese que ahora tenían algo en común.

Sus respectivas parejas los habían echado de casa.

A Holmes le había ocurrido hacía poco más de un mes. Tal como él mismo lo comentó más tarde, una vez que se había mudado a Barnton con una tía suya, el problema había tenido que ver con los bebés. El muy idiota no se había dado cuenta de lo mucho que Nell quería un bebé, e incluso hacía bromas sobre el tema, despreocupado. Entonces, un día, ella había estallado —una visión impresionante— y le había echado de casa, hecho presenciado por la mayoría de las vecinas de su pueblo minero al sur de Edimburgo. Al parecer, las vecinas habían aplaudido mientras Holmes huía con el rabo entre las piernas.

Ahora, Holmes trabajaba más que nunca y a Rebus le recordaba a unos pantalones de trabajo desteñidos y raídos, no muy lejos del final de su vida útil.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Rebus.

—Estoy diciendo que creo que deberíamos dejarlo, con todos los respetos.

—¿Con todos los respetos, Brian? Eso es lo que dicen las personas cuando quieren decir «maldito imbécil».

Rebus continuaba sin mirar a Holmes, pero podía notar cómo el joven se sonrojaba. Clarke se miraba el regazo.

—Escucha —añadió Rebus—, este tipo avanzó tambaleándose casi doscientos metros con un corte de cinco centímetros en la tripa. ¿Por qué? —Nadie respondió—. ¿Por qué caminó por delante de una docena de tiendas y solo se detuvo en la de su primo? —insistió Rebus.

—Quizás iba al consultorio del médico, pero las fuerzas terminaron por fallarle —sugirió Clarke.

—Quizás —dijo Rebus en un tono despectivo—. Sin embargo, es curioso que pudiese llegar a la carnicería de su primo.

—¿Cree que su primo podría tener algo que ver, señor?

—Dejad que os pregunte otra cosa. —Rebus se levantó y caminó unos pasos, luego volvió y pilló a Holmes y a Clarke intercambiando miradas, lo cual le intrigó. Al principio, habían surgido chispas entre ellos, chispas de antagonismo. Pero ahora trabajaban bien juntos. Solo confiaba en que la relación no fuese más allá—. Dejad que os pregunte esto. ¿Qué sabemos de la víctima?

—Poca cosa —admitió Holmes.

—Vive en Dalkeith —dijo Clarke—. Es técnico de laboratorio en el hospital. Casado, un hijo. —Se encogió de hombros.

—¿Es todo? —preguntó Rebus.

—Es todo, señor.

—Eso es —dijo Rebus—. No es nadie, no es nada. Ninguna de las personas con las que hablamos dijo ni una sola mala palabra de él. Entonces, decidme: ¿cómo es que acabó apuñalado? Y nada menos que a media mañana del miércoles. Para más inri, el tipo mantiene la boca tan cerrada como el monedero de un avaro en la colecta de la iglesia. Tiene algo que ocultar. Dios sabe qué, pero está relacionado con un coche.

—¿Cómo lo ha sabido, señor?

—La sangre comienza en el bordillo, Holmes. Tuvo que apearse de un coche, ya herido.

—Conduce, señor, pero ahora mismo no tiene coche.

—Una chica lista, Clarke. —Ella se erizó al oír «chica», pero Rebus ya hablaba de nuevo—. Había pedido medio día libre en el trabajo sin decírselo a su esposa. —Se sentó de nuevo—. ¿Por qué, por qué, por qué? Quiero que vosotros dos vayáis de nuevo a hablar con él. Decidle que le seguiremos incordiando hasta que nos cuente la verdad. Hacedle saber que esto va en serio. —Rebus hizo una pausa—. Después, investigad al carnicero.

—Ahora mismo, señor —comentó Holmes.

Le salvó la campanilla del teléfono. Rebus atendió la llamada. Quizá fuera Patience.

—Inspector Rebus.

—John, ¿podrías venir a mi despacho?

No era Patience, sino el comisario.

—En dos minutos, señor —respondió Rebus, y colgó el teléfono. Luego, les ordenó a Holmes y a Clarke—: En marcha.

—Sí, señor.

—¿Crees que estoy armando demasiado escándalo por esto, Brian?

—Sí, señor.

—Quizá tengas razón. Pero no me gustan los misterios, no importa lo pequeños que sean. Así que en marcha y satisfaced mi curiosidad.

Cuando se levantaron, Holmes hizo un gesto hacia la maleta que Rebus había ocultado detrás de la mesa, supuestamente fuera de la vista.

—¿Algo que deba saber?

—Sí —dijo Rebus—. Es allí donde guardo todos los sobornos. Los tuyos sin duda todavía te caben en el bolsillo trasero. —Holmes no parecía dispuesto a moverse, aunque Clarke ya se había retirado a su mesa. Rebus aflojó la guardia, soltó el aliento y bajó la voz—. Acabo de unirme a la fila de los desposeídos. —El rostro de Holmes reflejó alivio—. Ni una puta palabra. Esto es entre tú y yo.

—Comprendido. —Holmes pensó en algo—. Ya sabes que la mayoría de las noches ceno en el Heartbreak Cafe...

—Entonces sabré dónde encontrarte si alguna vez necesito oír algo del primer Elvis.

Holmes asintió.

—También del Elvis de Las Vegas. Solo quiero decir que si hay algo que pueda hacer...

—Podrías comenzar por disfrazarte de mí e ir a ver al Granjero Watson.

Holmes sacudió la cabeza.

—Me refería a cualquier cosa dentro de lo razonable.

Dentro de lo razonable. Rebus se preguntó si estaba dentro de lo razonable pedirles a los estudiantes que le permitiesen dormir en el sofá mientras su hermano dormía en el cuarto trastero. Quizá debería ofrecerles una rebaja en el alquiler. Cuando el viernes por la noche se presentó en el apartamento sin avisar, tres de los estudiantes y Michael estaban sentados en el suelo en posición del loto, preparando canutos y escuchando a los Rolling Stones de mitad del período. Rebus miró con horror el papel de cigarrillo en las manos de Michael.

—¡Maldita sea, Mickey! —Al final, Michael Rebus había conseguido provocar una reacción en su hermano mayor. Los estudiantes, al menos, tuvieron el detalle de mostrarse como los delincuentes que eran—. Tenéis suerte —les dijo a todos— de que en este preciso momento me importe una mierda.

—Adelante, John —dijo Michael, y le ofreció un canuto a medio fumar—. No te puede hacer ningún daño.

—A eso me refiero. —Rebus sacó una botella de whisky de la bolsa que llevaba—. Esto sí.

Se dedicó a pasar las últimas horas de la noche tumbado en el sofá, bebiendo whisky y acompañando las notas de cualquier viejo disco que sonase. A los estudiantes no parecía importarles su presencia, a pesar de que los había invitado a guardar las drogas mientras estuviera allí. Limpiaron el apartamento, ayudados por Michael, y por la noche todos se fueron al bar dejando a Rebus con la televisión y algunas latas de cerveza. No parecía que Michael les hubiese hablado a los estudiantes de sus antecedentes delictivos, y Rebus confiaba en que así seguiría siendo. Michael se había ofrecido a mudarse, o al menos a darle a su hermano el cuarto trastero, pero Rebus se negó. El motivo, no lo tenía claro.

El domingo fue a Oxford Terrace, pero no parecía haber nadie en casa, y su llave seguía sin abrir la puerta. Patience había cambiado la cerradura, o quizá se ocultaba en algún lugar, tratando de curarse el mono a palo seco con las niñas como compañía.

Rebus se hallaba en ese momento delante de la puerta del Granjero Watson y se miraba a sí mismo. Patience le había dejado una maleta con sus cosas delante de la puerta, que Rebus había recogido con tristeza. Sin una nota, solo la maleta. Se había cambiado de traje en el baño de la comisaría. Estaba un poco arrugado, lo que no le suponía un problema. Sin embargo, no tenía corbata a juego: Patience había incluido dos horribles corbatas marrones (¿de verdad eran suyas?) junto con el traje azul oscuro, de forma que las prendas no pegaban en absoluto. Llamó una vez a la puerta antes de abrir.

—Adelante, John, adelante. —A Rebus le pareció que el Granjero también estaba teniendo problemas para acomodar St Leonard’s a su gusto. En la habitación reinaba una atmósfera extraña—. Siéntate. —Rebus buscó una silla. Había una junto a la pared, aplastada por una montaña de expedientes. Los quitó e intentó buscarles un espacio en el suelo. Por lo visto, el comisario tenía menos espacio en su despacho que el propio Rebus—. Todavía estoy esperando a que me traigan los malditos archivadores —reconoció Watson.

Rebus acercó la silla a la mesa y se sentó.

—¿Qué pasa, señor?

—¿Cómo van las cosas?

—¿Las... cosas?

—Sí.

—Las cosas están bien, señor.

Rebus se preguntó si el Granjero sabía lo de Patience. Imposible.

—¿La detective Clarke trabaja bien?

—No tengo quejas.

—Bien. Tenemos un trabajo pendiente, una operación conjunta con Trading Standards.

—¡Oh!

—El inspector jefe Lauderdale te dará los detalles, pero primero quiero consultarlo contigo.

—¿Qué clase de operación conjunta?

—Préstamos de dinero —dijo Watson—. No te he ofrecido café, ¿te apetece? —Rebus negó con la cabeza y observó cómo Watson se inclinaba en su silla. Había tan poco espacio en la habitación que había tomado la costumbre de dejar la cafetera en el suelo, detrás de la mesa. Hasta donde Rebus sabía, ya la había volcado sobre la alfombra beis nueva un par de veces. Cuando Watson se irguió de nuevo, sostenía en su manaza una taza del brebaje infernal. El café del comisario era una leyenda en Edimburgo—. Préstamos de dinero acompañados con algo de protección —corrigió Watson—. Pero, sobre todo, préstamos de dinero.

En otras palabras, la misma y vieja historia de siempre. Personas que pedían dinero prestado en el lugar equivocado, a sabiendas del tremendo riesgo que corrían al hacerlo, ya que no tenían ninguna posibilidad con los bancos. El problema era, por supuesto, que los intereses alcanzaban los centenares por ciento y los atrasos, que no tardaban en producirse, llevaban un interés todavía más prohibitivo. Era un círculo vicioso y sanguinario, porque al final estaba la intimidación, las palizas y algo peor.

De pronto, Rebus supo por qué el comisario deseaba esa pequeña charla.

—No se tratará de Big Ger, ¿verdad? —preguntó.

Watson asintió.

—En cierta manera —reconoció.

Rebus se levantó de un salto.

—¡Esta será la cuarta vez en cuatro años! ¡Siempre se libra, usted lo sabe y yo lo sé! —Normalmente hubiese dicho esto en movimiento, pero no había espacio donde moverse, así que se quedó allí como una especie de orador apocalíptico—. Es una pérdida de tiempo intentar pillarlo por temas de préstamos de dinero. Creía que tras hablar de esto más de una docena de veces, habíamos decidido que era inútil ir por él sin intentar otro enfoque.

—Lo sé, John, lo sé, pero los de Trading Standards están preocupados. El problema parece ser más grande de lo que creían.

—Maldito Trading Standards.

—A ver, John...

—Pero —Rebus hizo una pausa—, con todo respeto, señor, es una completa pérdida de tiempo y de recursos humanos. Montaremos una vigilancia, tomaremos unas cuantas fotos, detendremos a un par de desgraciados que actúan como corredores, y nadie testificará. Si el procurador fiscal de verdad quisiera apresar a Big Ger, nos daría los recursos para poder montar una operación decente.

El problema, por supuesto, era que nadie tenía tantas ganas de detener a Morris Gerald Cafferty (conocido por todos como Big Ger) como John Rebus. Suspiraba por una crucifixión en toda regla. Quería empuñar la lanza y dar el último estoque para cerciorarse de que el cabrón estuviese muerto de verdad. Cafferty era escoria, pero una escoria inteligente. Siempre había testaferros a su alrededor que irían a la cárcel en su nombre. Rebus había fracasado tantas veces en sus intentos de encerrarle, que prefería no pensar en él en absoluto. Ahora, el Granjero le decía que habría una operación, lo que significaba largas noches y días de vigilancia, un montón de papeleo y, finalmente, los arrestos de unos pocos aprendices de matones.

—John —dijo Watson, que apeló a su poder de persuasión—, sé cómo te sientes. Pero por lo menos vamos a hacer un último disparo, ¿eh?

—Sé qué clase de disparo le dedicaría a Cafferty si me dieran la oportunidad —y Rebus convirtió su puño en un arma e imitó el retroceso.

Watson sonrió.

—Entonces es una suerte que no vayamos armados, ¿verdad?

Después de un momento, Rebus también sonrió. Se sentó de nuevo.

—Adelante, señor —dijo—. Le escucho.

Esa misma noche a la once, Rebus veía la tele en la soledad de su apartamento. Seguramente los estudiantes estaban en la biblioteca de la universidad o, en su defecto, en el bar. Dado que Michael tampoco estaba, el bar parecía una apuesta segura. Había llamado a Patience tres veces, y siempre había terminado hablando con el contestador automático, repitiendo que sabía que ella estaba allí y tratando de convencerla para que cogiera el teléfono.

Como resultado, el auricular estaba en el suelo junto al sofá, y cuando sonó estiró un brazo para cogerlo y lo sostuvo junto al oído.

—¿Hola?

—¿John?

Rebus se incorporó como un resorte.

—Patience, gracias a Dios...

—Escucha, esto es importante.

—Sé que lo es. Sé que fui un estúpido, pero tienes que creerme...

—¡Escúchame! —Rebus se calló y escuchó. Haría lo que ella le dijese, sin preguntar—. Creyeron que estabas aquí, así que alguien de la comisaría acaba de llamar. Es Brian Holmes.

—¿Qué quiere?

—No, llamaba por él.

—¿Y qué pasa con él?

—No lo sé. En cualquier caso, está herido.

Rebus se levantó sin soltar el teléfono, arrastrando por el suelo todo el aparato.

—¿Dónde está?

—En algún lugar en Haymarket, en un bar...

—¿El Heartbreak Cafe?

—Eso es. Escucha, John...

—¿Sí?

—Ya hablaremos. Pero todavía no. Solo dame tiempo.

—Como quieras, Patience. Adiós.

John Rebus dejó caer el teléfono y cogió la chaqueta.

Rebus estaba aparcando delante del Heartbreak Cafe apenas siete minutos más tarde. Esta era la belleza de Edimburgo cuando se podían evitar los semáforos. El Heartbreak Cafe había sido abierto un año antes por un cocinero que también resultaba ser un fanático de Elvis Presley. Había utilizado parte de su extensa colección de recuerdos para decorar el interior, y sus habilidades culinarias le permitían ofrecer un menú que casi por sí solo justificaba una visita, incluso si, como era el caso de Rebus, nunca te había gustado Elvis. Holmes había estado hablando del lugar desde su apertura, charlando durante horas sobre un postre llamado Blue Suede Choux. El café también funcionaba como bar, con cócteles exóticos, música de los cincuenta y cervezas embotelladas estadounidenses cuyos precios habrían causado convulsiones en el Broadsword. Rebus tenía la sensación de que Holmes se había hecho amigo del propietario; desde luego, pasaba allí mucho tiempo desde su separación de Nell, y como resultado había engordado algunos kilos. Desde el exterior, el lugar no parecía nada del otro mundo: una fachada de cemento con ventanas rectangulares estrechas en el medio llenas de rótulos de neón que anunciaban las cervezas. En la parte superior de la fachada, un cartel luminoso parpadeaba el nombre del restaurante.

Sin embargo, la acción no estaba dentro. Holmes había sido atacado en la parte de atrás del lugar, donde un callejón angosto llevaba hasta el aparcamiento de los clientes. Era un aparcamiento pequeño para lo que es habitual en cualquier restaurante, y servía como depósito para los cubos a rebosar de basura. La mayoría de los clientes, adivinó Rebus, aparcaban en la calle, pero Holmes lo hacía ahí atrás porque pasaba mucho tiempo en el bar, y porque una vez le habían rayado el coche cuando lo había dejado en la calle.

Había dos coches en el aparcamiento. Uno era de Holmes, y el otro, un viejo Ford Capri con un retrato de Elvis en el capó, pertenecía sin atisbo de duda al propietario del Heartbreak Cafe. Brian Holmes yacía entre los dos vehículos. Hasta el momento nadie le había movido; esperaban a que el doctor acabase su examen. Uno de los detectives presentes reconoció a Rebus y se le acercó.

—Un golpe muy feo en la nuca. Lleva inconsciente unos veinte minutos, desde que lo encontraron. El dueño del café fue quien le encontró y, al reconocerle, nos llamó. Podría tener el cráneo fracturado.

Rebus asintió sin decir nada, con su mirada fija en la figura yaciente de su colega. El otro detective continuaba hablando sobre que la respiración de Holmes era regular; su pulso, correcto...; los consuelos habituales. Rebus se acercó al cuerpo y se detuvo junto al doctor, arrodillado. El médico ni siquiera le miró, pero ordenó al agente que sujetaba una linterna sobre Brian Holmes que la moviese un poquito a la izquierda. Luego comenzó a examinar aquella parte del cráneo de Holmes.

Rebus no veía sangre, pero eso no significaba nada. Las personas morían a todas horas sin perder sangre. Dios, Brian parecía tan tranquilo que era como mirar en un ataúd. Se volvió hacia el detective.

—¿Cuál es el nombre del dueño?

—Eddie Ringan.

—¿Está dentro?

El detective asintió.

—En la barra del bar.

Eso cuadraba.

—Iré a hablar con él —dijo Rebus.

Eddie Ringan tenía lo que eufemísticamente se conoce como un problema con la bebida desde hacía años, mucho antes de que abriese el Heartbreak Cafe. Por esta razón, las personas creían que el bar fracasaría, al igual que sus anteriores negocios. Pero se equivocaron, y la razón era que Eddie había conseguido encontrar a un encargado que no solo era algo así como un gurú financiero, sino que también era correcto y honrado a carta cabal. No le robaba a Eddie, y le mantenía donde este debía permanecer durante las horas de trabajo: en la cocina.

Eddie continuaba bebiendo, pero podía cocinar y beber; eso no era un problema, sobre todo cuando le acompañaban uno o dos ayudantes de cocina para ocuparse del trabajo que requería una mirada clara o una mano firme. Por lo tanto, como afirmaba Brian Holmes, el Heartbreak Cafe prosperaba. Aún no había conseguido convencer a Rebus para compartir una comida de King Shrimp Creole o Love Me Tenderloin. No había convencido a Rebus para que cruzase la puerta principal... al menos hasta esa noche.

Las luces continuaban encendidas. Era como entrar en el santuario del ídolo de un adolescente. Había carteles de Elvis en las paredes, portadas de discos de Elvis, una figura de Elvis de tamaño natural, incluso un reloj de Elvis, con los brazos del Rey señalando la hora. La televisión estaba encendida y emitía una «noticia» sobre un cheque gigante que se había entregado en la cervecería Gibson.

No había nadie más en el local excepto Eddie Ringan, derrumbado en un taburete, y otro hombre detrás de la barra que servía dos chupitos de Jim Beam. Rebus se presentó y fue invitado a sentarse. El encargado de la barra se presentó a sí mismo como Pat Calder.

—Soy el socio del señor Ringan.

Por la manera en que lo dijo, Rebus se preguntó si los dos jóvenes eran algo más que simples socios. Holmes no había mencionado que Eddie era gay. Volvió su atención al cocinero.

Eddie Ringan probablemente se acercaba a la treintena, pero parecía diez años mayor. El pelo le crecía lacio y ralo sobre una cabeza grande y ovalada que se apoyaba de forma inestable sobre el óvalo más grande que era su cuerpo. Rebus había visto a cocineros gordos y cocineros obesos, pero Ringan sin duda era el anuncio en vivo de la cocina de algún otro. Su rostro pastoso mostraba las señales de la bebida; no solo de las copas de esa noche, sino de semanas, meses, incluso años de consumición copiosa y constante. Rebus le observó mientras se tomaba el fuego ámbar de un solo trago.

—Ponme otra.

—No, si vas a conducir —dijo Pat Calder. Luego, con un tono de voz claro y preciso—: Este hombre es un oficial de policía, Eddie. Ha venido a hablar de Brian.

Eddie Ringan asintió.

—Se cayó y se golpeó la cabeza.

—¿Es lo que cree? —preguntó Rebus.

—En realidad no. —Por primera vez, Ringan apartó la mirada de la barra y miró a Rebus a los ojos—. Quizá fue un asaltante, o algún aviso.

—¿Qué clase de aviso?

—Eddie ha bebido demasiado, inspector —intervino Pat Calder—, y está empezando a imaginar...

—¡No me estoy imaginando nada! —Ringan descargó un manotazo en la barra para recalcar sus palabras. Continuaba mirando a Rebus—. Ya sabe cómo es. Los otros restaurantes se inquietan porque no les gusta que tú hagas negocios y ellos no. Te ganas muchos enemigos en este juego.

Rebus asintió.

—¿Así que tiene alguien en mente, Eddie? ¿Alguien en particular?

Eddie Ringan negó con la cabeza en un movimiento lento.

—En realidad no.

—¿Cree que quizás usted era la víctima que se pretendía?

Ringan hizo un gesto para que le sirvieran otra copa, y Calder se la sirvió. Se la bebió antes de responder.

—Quizás. No lo sé. Podrían estar intentando espantar a los clientes. Son tiempos difíciles.

Rebus se volvió hacia Calder, que miraba a Eddie con expresión de asco.

—¿Qué me dice usted, señor Calder? ¿Alguna idea?

—Creo que solo fue un asalto.

—No parece que se llevasen nada.

—Quizá se vieron interrumpidos.

—¿Por quién? ¿Por alguien que se acercaba por el callejón? Entonces ¿cómo escaparon? El aparcamiento es un callejón sin salida.

—No lo sé. —Rebus continuaba mirando a Pat Calder. Era unos pocos años mayor que Ringan, pero parecía más joven. Llevaba su pelo oscuro recogido en lo que a Rebus le parecía una coleta elegante, y tenía unas patillas largas y rectas que le llegaban por debajo de las orejas. Era alto y delgado. Desde luego, parecía que le podría venir muy bien una comida. Rebus había visto más carne en el lápiz de un carnicero—. Quizá —decía Calder—, después de todo, se cayó. Ahí fuera está bastante oscuro. Habría que poner algunas luces.

—Muy considerado de su parte, señor. —Rebus se levantó del incómodo taburete—. Mientras tanto, si recordara algo, sobre todo si se le ocurre algún nombre, siempre puede llamarme.

—Sí, por supuesto.

Rebus se detuvo en el umbral.

—Ah, otra cosa, señor Calder.

—¿Sí?

—Si deja que el señor Ringan conduzca esta noche, haré que le detengan antes de que llegue a Haymarket. ¿No puede llevarle usted a casa?

—No conduzco.

—Entonces le sugiero que meta la mano en la caja para pagar un taxi. De lo contrario, la próxima creación del señor Ringan podría ser el Roquefort de la Cárcel.

Cuando Rebus salía del restaurante, oyó cómo Eddie Ringan comenzaba a reírse.

No se rio durante mucho tiempo. La bebida reclamaba su atención.

—Ponme otra —ordenó.

Pat Calder llenó la copa hasta el borde sin decir palabra. Habían comprado las copas en Miami. Gran parte del dinero había salido del bolsillo de Pat Calder, y también de sus padres. Sostuvo la copa acabada de llenar delante de Ringan, y brindó antes de beber. Entonces, Ringan comenzó a quejarse, y Calder le abofeteó.

Ringan no pareció sorprendido ni dolido. Calder lo volvió a abofetear.

—¡Estúpido maricón! —siseó—. ¡Estúpido, jodido maricón!

—No puedo evitarlo —dijo Ringan, y acercó el vaso vacío—. Estoy hecho un flan. Ahora dame esa copa antes de que haga algo estúpido de verdad.

Pat Calder se lo pensó un momento. Luego le sirvió a Eddie Ringan su copa.

La ambulancia se llevó a Brian Holmes al Hospital Royal. A Rebus nunca le había gustado ese hospital; estaba lleno de buenas intenciones y muy poco personal. Permaneció junto a la cama de Brian Holmes, todo lo cerca que le permitieron estar. Se había apoyado en la pared, pero a medida que transcurría la noche se iba deslizando más y más hacia abajo. Estaba agachado con la cabeza apoyada en las rodillas y los brazos en el suelo cuando notó que alguien estaba a su lado. Era Nell Stapleton. Rebus la pudo reconocer por la estatura, incluso antes de haber visto su rostro surcado por las lágrimas.

—Hola, Nell.

—Por amor de Dios, John. —Las lágrimas comenzaron de nuevo. Él se levantó y se apresuró a abrazarla. Ella le hablaba al oído—. Hablamos esta misma noche. Me comporté de una manera horrible. Y ahora ocurre esto...

—Calma, Nell. No es culpa tuya. Esta clase de cosas pueden pasar en cualquier momento.

—Sí, pero no puedo evitar recordar que la última vez que hablamos estuvimos discutiendo. Si yo no hubiese...

—Nell, Nell, cariño. Cálmate.

La sujetó con fuerza. Era muy agradable, tanto que ni quería pensar en ello. De todas formas, era agradable. Su perfume, su figura, la manera como se apoyaba contra él.

—Discutimos, y él fue a aquel bar. Entonces...

—Chsss, Nell, no es culpa tuya.

Era sincero. No sabía quién era el culpable pero, desde luego, no era ella: los mafiosos de la protección, los celosos propietarios del restaurante, unos simples chorizos... Difícil de aclarar.

—¿Puedo verle?

—Por supuesto.

Rebus hizo un gesto con el brazo hacia la cama de Holmes. Se volvió mientras Nell Stapleton se acercaba, para darle a la pareja algo de intimidad. No es que el gesto sirviese de mucho; Holmes continuaba inconsciente, conectado a un monitor y con la cabeza vendada. Nell habló con el paciente en un tono que a Rebus le hizo pensar en la doctora Patience Aitken, y casi deseó ser él quien estuviera allí tumbado. Era agradable pensar que las personas te dicen cosas bonitas.

Después de cinco minutos, ella volvió con aspecto cansado.

—¿Mucho trabajo? —preguntó Rebus.

Nell Stapleton asintió.

—¿Sabes? —dijo ella en voz baja—, creo que tengo una idea de por qué ocurrió.

Casi susurraba, aunque la sala estaba en silencio. Después, suspiró sonoramente. Rebus se preguntó si habría estudiado arte dramático.

—El libro negro —añadió.

Rebus asintió como si lo hubiese comprendido; frunció el ceño.

—¿Qué libro?

—Probablemente no debiera decírtelo, pero tú no solo trabajas con él, ¿verdad? Tú eres su amigo. —Ella soltó otra vez el aire—. Era el cuaderno de Brian. Nada oficial, solo cosas que investigaba por su cuenta.

Rebus, preocupado ante la posibilidad de despertar a alguien, la llevó fuera de la sala.

—¿Un diario? —preguntó.

—En realidad no. Es que algunas veces oía rumores, chismorreos en el bar. Los anotaba en el libro negro, por si en algún momento pudiera llevar sus investigaciones más allá. Era algo así como un pasatiempo para él, pero quizá también creía que era una manera de ascender antes, no lo sé. Esa era una de las razones principales por las que solíamos discutir... siempre estaba ocupado.

Rebus escuchaba intrigado. Nunca había oído a Holmes mencionar un libro negro.

—¿Y qué pasa con el libro?

—Fue algo que dijo antes de que nosotros... —Nell se llevó la mano a la boca, como si fuese a llorar—. Antes de separarnos.

—¿Qué, Nell?

—No lo sé a ciencia cierta. —Su mirada se cruzó con la de Rebus—. Solo sé que Brian estaba asustado, y nunca antes le había visto así.

—¿Asustado de qué?

Ella se encogió de hombros.

—Por algo del libro. —Luego meneó la cabeza de nuevo—. Estoy segura de que... No puedo evitar la sensación... la sensación de que, de alguna manera, soy responsable de su desgracia. Si no volvemos a...

Rebus la abrazó una vez más.

—Vamos, vamos, cariño. No es culpa tuya.

—¡Sí lo es! ¡Lo es!

—No, no lo es. —Rebus hizo que su voz sonara decidida—. Ahora dime, ¿dónde guarda Brian ese libro negro?

La respuesta estaba en su persona. Las prendas y posesiones de Brian Holmes habían sido retiradas cuando la ambulancia lo dejó en el hospital, pero la identificación de Rebus fue suficiente para darle acceso al departamento de propiedades del hospital, incluso a esa hora intempestiva. El cuaderno estaba en un sobre tamaño A4 junto con sus otras pertenencias: billetera, agenda, identificación, reloj, llaves, calderilla... Todos esos objetos carecían de personalidad ahora que habían sido separados de su propietario, pero fortalecieron la convicción de Rebus de que no había sido un simple asalto.

Nell se había marchado a casa todavía llorando y sin dejar ningún mensaje que transmitirle a Brian. Lo único que sabía Rebus era que ella sospechaba que el ataque había tenido algo que ver con el cuaderno. Quizás estuviera en lo cierto. Se sentó en el pasillo, frente a la sala de Holmes, y se dedicó a leer el cuaderno entre sorbo y sorbo de agua. Holmes había utilizado un código parecido a la taquigrafía, pero no lo bastante complejo para desconcertar a otro poli. Gran parte de la información provenía de una misma noche: esa en la que un grupo de defensa de los derechos de los animales había irrumpido en los archivos de la jefatura de Fettes. Entre otras cosas, habían descubierto pruebas de un escándalo, que incluía a chicos de alquiler, en el que estaban implicados algunos de los ciudadanos más respetables de Edimburgo. Esto no era una novedad para John Rebus; sin embargo, otras anotaciones eran intrigantes, sobre todo la que se refería al Hotel Central.

El Hotel Central había sido una institución en Edimburgo hasta hacía cinco años, cuando se había quemado hasta los cimientos. Se especulaba con una estafa a la compañía de seguros, la cual había ofrecido una recompensa de cinco mil libras a quien suministrara pruebas de que se había producido dicha estafa. Pero la recompensa nunca llegó a pagarse.

Antaño, el hotel había sido el paraíso del viajero. Estaba situado en Princes Street, a tiro de piedra de Waverley Station, y funcionaba como hogar esporádico de muchos empresarios viajeros. Pero en sus últimos años, el Central había visto cómo bajaba la clientela irremediablemente. Y mientras los negocios legales disminuían, otras actividades menos legales aparecían. No era ningún secreto que las viejas habitaciones del Central se podían alquilar por horas, con botella de champán y polvos de talco incluidos, cortesía de la casa.

En otras palabras, el Central se había convertido en un meublé, y no precisamente uno sutil. También atendía a diversos elementos sombríos de la ciudad, en todas sus formas y tamaños. Se celebraban juergas nocturnas para surtidos de villanos de la ciudad, en las que los menores de edad podían beber en el bar durante horas, seguros, con la certeza de que ningún policía honesto atravesaría las puertas. La familiaridad engendró desprecio, y el bar comenzó a ser un centro neurálgico en la venta de drogas, e incluso para otros trapicheos más sucios, así que el Hotel Central se transformó en algo más que en un meublé. Se convirtió en un vertedero.

Un vertedero con la orden de desahucio pendiente.

La policía no podría hacer la vista gorda para siempre, sobre todo cuando las quejas del público crecían cada mes. Y cuanta más basura era introducida en el Central, más basura era producida por el lugar, hasta el punto de que casi ningún bebedor serio lo pisaba. Si uno se aventuraba a ir al Central, es que estaba buscando una mujer, drogas baratas o una pelea. Y que Dios le ayudase si no era así.

Luego, según parece, una noche el Central se incendió. No fue una sorpresa para nadie y ni siquiera los reporteros del periódico local apenas si se preocuparon de cubrir el incendio. La policía, por supuesto, estaba encantada. El incendio le había evitado tener que allanar el tugurio. Pero a la mañana siguiente hubo una sorpresa solitaria: aunque todos los clientes y el personal del hotel habían salido sanos y salvos, un cuerpo apareció entre los techos y las vigas quemadas. Un cuerpo que se había quemado hasta quedar irreconocible.

Un cuerpo que ya estaba muerto cuando se propagó el incendio.

Rebus estaba al tanto de estos detalles. No hubiese sido un detective de la ciudad de Edimburgo de no haberlos conocido. Sin embargo, ahí estaba el libro negro de Holmes, ofreciendo lo que parecían ser unas pistas tentadoras. Rebus releyó la sección que había marcado como relevante.

El incendio del Central. ¡El estaba allí! Partida de póquer en el primer piso. Los hermanos R. involucrados (así que ¿quizá también Mork?). Intentar averiguar.

Rebus estudió la caligrafía de Holmes, en un intento por decidir si el cuaderno decía El o E1; la letra l o el número 1. Si era la letra l, ¿quería decir que El correspondía al equivalente fonético de la letra l? ¿Por qué los signos de exclamación? Parecía que la presencia de El (L o E-Uno) era algo así como una revelación para Brian Holmes. Por otra parte, ¿quién demonios eran los hermanos R.? Rebus pensó de inmediato en sí mismo y en Michael, los hermanos Rebus, pero rápidamente apartó la imagen de su mente. En cuanto a Mork, solo le recordaba a una mala serie de televisión.

No, estaba demasiado cansado para eso. Al día siguiente tendría tiempo suficiente. Quizá para el día siguiente Brian estaría consciente. Rebus decidió rezar una oración por él antes de irse a dormir.

El libro negro

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