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Todo ocurrió porque John Rebus estaba en su salón de masajes favorito leyendo la Biblia.

Sucedió porque un hombre entró por la puerta creyendo erróneamente que cualquier salón de masajes situado cerca de una cervecería y media docena de buenos bares tenía que ser a la fuerza un prostíbulo disfrazado y, como tal, debía de atender a los que acababan de cobrar la paga del viernes y a los borrachos habituales.

Pero el Organillero, el inquilino temeroso de Dios, dirigía un negocio legal, un lugar donde los músculos cansados quedaban como nuevos. Rebus estaba cansado: cansado de discusiones con Patience Aitken, de su trabajo y del hecho de que su hermano hubiese aparecido de la nada buscando refugio.

Había sido esa clase de semana.

La noche del lunes había recibido una llamada de su apartamento en Arden Street. Los estudiantes, sus inquilinos, tenían el teléfono de Patience y sabían que podían encontrarle allí. Sin embargo, esa fue la primera vez que tenían un motivo. Ese motivo se llamaba Michael Rebus.

—Hola, John.

Rebus reconoció la voz de inmediato.

—¿Mickey?

—¿Cómo estás, John?

—Joder, Mickey. ¿Dónde estás? No, olvídalo, sé dónde estás. Quiero decir —Michael se reía con suavidad— que oí que te habías ido al sur.

—No funcionó. —Bajó el tono de voz—. La cuestión es, John, ¿podemos hablar? No estaba seguro de hacerlo, pero de verdad necesito hablar contigo.

—Tú dirás.

—¿Debo ir ahí?

Rebus pensó deprisa. Patience estaba recogiendo a sus dos sobrinas en Waverley Station, pero de todas maneras...

—No, quédate donde estás, ya iré yo. Los estudiantes son buenos chicos, quizá te preparen una taza de té o te ofrezcan un porro mientras esperas.

Hubo un silencio, luego la voz de Michael:

—Podría haberme evitado el comentario. —Colgó.

Michael Rebus había cumplido tres de los cinco años de condena que le habían caído por tráfico de drogas. Durante ese tiempo, John Rebus había visitado a su hermano menos de una media docena de veces. Se había sentido aliviado, más que cualquier otra cosa, cuando al salir de la cárcel, Michael había cogido un autobús dirección a Londres. De eso ya hacía dos años, y los hermanos no habían intercambiado palabras desde entonces. Pero ahora, Michael estaba de vuelta, y traía con él los malos recuerdos de un período en la vida de John Rebus que prefería no recordar.

El apartamento de Arden Street estaba sospechosamente arreglado cuando llegó. Solo había dos estudiantes en el piso, una pareja que dormía en lo que había sido el dormitorio de Rebus. Habló con ellos en el vestíbulo. Los chicos habían quedado con alguien y se fueron tras una breve charla, no sin antes entregarle a John otra carta de Hacienda. Cuando se marcharon, reinó el silencio en el apartamento. En realidad, Rebus habría preferido que se hubiesen quedado. Sabía que Michael estaría en la sala de estar y, efectivamente, ahí estaba, agachado ante el equipo de música y fisgando entre las pilas de discos.

—Mira todo esto... —dijo Michael, de espaldas a Rebus—. Los Beatles y los Stones, lo que siempre solías escuchar. ¿Recuerdas cómo volvías loco a papá? ¿Cómo se llamaba aquel tocadiscos...?

—Un Dansette.

—¡Eso es! Papá lo consiguió con los cupones descuento de los paquetes de cigarrillos. —Michael se levantó y se volvió hacia su hermano—. Hola, John.

—Hola, Michael.

No se abrazaron, ni se dieron la mano. Solo se sentaron, Rebus en la silla, Michael en el sofá.

—Este lugar ha cambiado —comentó Michael.

—Tuve que comprar unos cuantos muebles antes de poderlo alquilar.

Rebus echó un vistazo, suficiente para ver las quemaduras de cigarrillos en la alfombra y los carteles pegados en la pared, contraviniendo sus instrucciones explícitas. Abrió la carta de Hacienda.

—Tendrías que haber visto cómo se pusieron en acción cuando les dije que iba a venir. ¡Qué manera de fregar y de barrer! ¿Quién dice que los estudiantes son unos vagos?

—Son buenos chicos.

—¿Cuándo ocurrió todo esto?

—Hace unos meses.

—Me dijeron que estabas viviendo con una doctora.

—Se llama Patience.

Michael asintió, balanceando su rostro enfermo y pálido. Rebus intentó no parecer interesado, pero lo estaba. La carta de Hacienda insinuaba con claridad que sabían que estaba alquilando el apartamento, y entonces ¿por qué no declaraba los ingresos? Sentía un hormigueo en la nuca, como solía pasarle desde que se la había quemado en el incendio. Los doctores decían que no había nada que pudieran hacer.

Se guardó la carta en el bolsillo.

—¿Qué quieres, Mickey?

—En pocas palabras, John, necesito un lugar donde alojarme. Una semana o dos como mucho, hasta que pueda rehacerme.

Rebus miró con expresión impenetrable los carteles de las paredes, mientras Michael le contaba lo mal que le iba en la vida y el poco trabajo y dinero que tenía. Necesitaba una oportunidad...

—Eso es todo, John, solo una oportunidad.

Rebus pensaba. Patience tenía una habitación en su apartamento, por supuesto. Allí había espacio suficiente incluso con las sobrinas, pero de ninguna manera Rebus iba a llevar a su hermano a Oxford Terrace. Las cosas no iban demasiado bien. Sus horas de trabajo hasta muy tarde y las de ella, su cansancio y el de ella, la dedicación a su trabajo y de ella al suyo... Rebus no veía que la presencia de Michael fuese a mejorar las cosas. «No soy el guardián de mi hermano», pensó. Pero de todas maneras...

—Podría meterte en el cuarto trastero, aunque tendré que hablar con los estudiantes sobre eso.

No podía imaginar que ellos se negasen, pero le parecía cortés preguntarles. ¿Cómo podían decir que no? Él era su casero y los pisos eran difíciles de encontrar. Sobre todo apartamentos buenos, como el suyo, y en una zona tan agradable como Marchmont.

—Sería estupendo.

Michael respiró aliviado. Se levantó del sofá y se dirigió a la puerta del cuarto trastero. No era más que un gran armario ventilado, junto a la sala de estar, pero parecía lo bastante grande para albergar una cama y una cómoda, sacando antes todas las cajas y trastos del interior.

—Podríamos guardar todo esto en el sótano —dijo Rebus, de pie detrás de su hermano.

—John —dijo Michael—, tal como me encuentro, me sentiría feliz durmiendo en el sótano. —Cuando se volvió hacia su hermano, había lágrimas en los ojos de Michael Rebus.

El miércoles, Rebus comenzó a comprender que su mundo era una comedia negra.

Michael se había mudado al apartamento de Arden Street sin el menor contratiempo. Rebus había informado a Patience del regreso de su hermano, pero poco más le había dicho al respecto. De todas maneras, ella pasaba mucho tiempo con las hijas de su hermana. Se había tomado unos días libres para mostrarles Edimburgo. Parecía algo bastante duro. Susan, con quince años, quería hacer todas aquellas cosas que Jenny, de ocho, no podía o no quería. Rebus se sentía excluido de ese triunvirato femenino, aunque por la noche entraba a hurtadillas en la habitación de Jenny solo para revivir la magia y la inocencia de una niña dormida. También dedicaba tiempo a eludir a Susan, que comenzaba a mostrarse demasiado consciente de las diferencias entre hombres y mujeres.

Estaba ocupado en el trabajo, lo cual significaba que solo pensaba en Michael alrededor de una docena de veces al día. Ah, el trabajo, eso era otra cosa. Cuando la comisaría de Great London Road se quemó hasta los cimientos, Rebus fue trasladado a St Leonard’s, la jefatura de la división del distrito central.

Con él habían sido destinados el sargento Brian Holmes y, para desconsuelo de ambos, el comisario «Granjero» Watson y el inspector jefe «Pedo» Lauderdale. Habían recibido compensaciones —oficinas más modernas, nuevos muebles, más lugares de ocio y equipos mejor preparados—, pero no las suficientes. Rebus todavía intentaba acomodarse a su nuevo lugar de trabajo. Todo estaba tan ordenado que nunca encontraba nada, lo que le sumía en un estado de angustia que solo podía curar largándose de la oficina y recorriendo las calles. Por ese motivo acabó frente a una carnicería en South Clerk Street, observando a un hombre apuñalado.

El hombre ya había sido atendido por un médico del barrio que estaba haciendo cola para comprar unas costillas de cordero y lonchas de jamón de York, en el momento en que el hombre entró tambaleante en la carnicería. Le habían vendado la herida con un delantal de carnicero limpio, y en ese momento estaban esperando a que bajaran la camilla de la recién llegada ambulancia.

Un agente informó a Rebus.

—Yo estaba un poco más allá, así que no habrían pasado ni cinco minutos cuando alguien me dijo lo que había ocurrido, y vine de inmediato. Entonces fue cuando llamé por radio.

Rebus había escuchado el mensaje del agente en su coche, y decidió acudir. Casi deseaba no haberlo hecho. La sangre en el suelo había coloreado el serrín que lo cubría. Porqué algunos carniceros todavía continuaban echando serrín en el suelo nadie lo sabe. En la pared de azulejos estaba marcada con sangre la silueta de una mano, y había una mancha más pequeña justo debajo.

El hombre herido también había dejado un rastro de gotas resplandecientes en el exterior, que llegaban casi a mitad de recorrido hasta Lutton Place, donde de pronto se detenían en el bordillo.

El hombre se llamaba Rory Kintoul, y le habían apuñalado en el abdomen. Eso era todo hasta el momento. No sabía mucho más, porque Rory Kintoul se negaba a hablar del incidente, una actitud que no compartían los testigos, que se arremolinaban junto al negocio y que comentaban los rumores pertinentes a la multitud que se había congregado para mirar a través del escaparate. A Rebus aquello le recordaba las tardes de los sábados en el St James Centre, donde grupos de hombres se reunían delante de las tiendas de electrodomésticos para ver el fútbol en los televisores de sus escaparates.

Rebus se puso en cuclillas junto a Kintoul, en una actitud un poco intimidatoria.

—¿Dónde vive usted, señor Kintoul?

El hombre no estaba dispuesto a responder. Una voz llegó desde el otro lado del mostrador.

—Duncton Terrace. —El interlocutor vestía un delantal de carnicero ensangrentado y limpiaba un gran cuchillo con una toalla—. Está en Dalkeith.

Rebus miró al carnicero.

—¿Y usted es...?

—Jim Bone. Esta carnicería es mía.

—¿Conoce usted al señor Kintoul?

Kintoul había movido la cabeza con torpeza, intentando mirar el rostro del carnicero, como si intentase influirle en su respuesta. Pero, encogido como estaba contra la vitrina, tendría que haber sido contorsionista para conseguir semejante movimiento.

—Tengo que conocerle —respondió el carnicero—. Es mi primo.

Rebus estaba a punto de decir algo cuando los sanitarios entraron con la camilla y uno de los hombres estuvo a punto de patinar en el suelo ensangrentado. Mientras colocaban la camilla delante de Kintoul, Rebus vio algo que no olvidaría. Había dos carteles en la vitrina, uno clavado en un trozo de cecina, y el otro, en una pieza de solomillo rojo. Uno decía: «Cortes fríos». El otro ponía, simplemente, «Carne».

Una gran mancha de sangre fresca coloreaba el suelo cuando levantaron al primo del carnicero. Cortes fríos y carne. Rebus tuvo un escalofrío, y acto seguido abandonó el lugar.

El viernes, después del trabajo, Rebus decidió ir a hacerse un masaje. Le había prometido a Patience que llegaría a casa a las ocho y todavía eran las seis. Además, una paliza brutal siempre lo dejaba a punto para el fin de semana.

Antes, entró en el Broadsword para tomarse una pinta de cerveza local. No podía haber nada más local que la Gibson’s Dark, una cerveza espesa y fuerte elaborada en la cervecería Gibson, a solo seiscientos metros de distancia. Una cervecería, un bar y una sala de masajes, todo en uno. Rebus pensó que si ponían un buen restaurante indio y un colmado abierto hasta la medianoche, podría vivir allí felizmente el resto de sus días.

No es que no le gustase vivir con Patience en su piso con jardín de Oxford Terrace. Representaba, tal como se dice, estar al otro lado de las vías. Su hogar, desde luego, estaba a un mundo de distancia de ese rincón de mala reputación de Edimburgo, uno de tantos. Rebus se preguntó por qué se sentía tan atraído por esos lugares.

El aire estaba cargado del aroma a lúpulo de la cervecería, y se mezclaba con otros aromas más fuertes de las otras cervecerías de la ciudad. El Broadsword era un abrevadero popular, y, como la mayoría de los bares populares de Edimburgo, se vanagloriaba de una clientela mixta: allí, estudiantes y gente de malvivir se mezclaban con algún que otro empresario. Era un lugar con muy pocas pretensiones, que tenía a su favor una buena cerveza y una buena bodega, y no necesitaba nada más.

El fin de semana ya había comenzado, y Rebus estaba apretujado en la barra, junto a un hombre cuyo inmenso perro alsaciano dormía en el suelo detrás de los taburetes. Ocupaba el lugar de, al menos, dos hombres, pero nadie le pedía que se moviera. Más allá de la barra, alguien bebía mientras agarraba con la otra mano un perchero que Rebus supuso que acababa de comprar en alguna tienda de segunda mano. Todos en el bar bebían la misma cerveza negra.

Aunque había media docena de bares en un radio de cinco minutos a pie, solo el Broadsword servía Gibson’s de barril; los otros bares estaban vinculados a una u otra de las grandes cervecerías. Rebus comenzó a preguntarse, mientras la cerveza bajaba por su garganta, qué efecto tendría en su metabolismo una vez que el Organillero se pusiese a trabajar en su espalda. Decidió no tomarse otra y se dirigió al O-Gee’s, que era como el Organillero llamaba a su tienda. A Rebus le gustaba ese nombre: era la misma expresión que los clientes clamaban en cuanto el Organillero se ponía a trabajar: «¡Oh, Jeez!».* Eso sí, siempre tenían cuidado de no decirlo en voz alta, ya que al Organillero no le gustaba oír blasfemias en la mesa de masajes. Le alteraba, y nadie quería estar en las manos de un Organillero alterado.

Por lo tanto, ahí estaba sentado Rebus con la Biblia en el regazo, esperando para su cita de las seis y media. La Biblia era el único material de lectura en el local, cortesía del Organillero. Rebus la había leído antes, pero no le importaba echarle un vistazo de vez en cuando.

Entonces la puerta principal se abrió con estrépito.

—Dónde están las chicas, ¿eh?

El nuevo cliente no solo estaba mal informado, sino también muy borracho. Y era totalmente imposible que el Organillero atendiese a un borracho.

—Se ha equivocado de lugar, amigo.

Rebus estaba a punto de mencionarle otro par de salas de masaje cercanas que podían ofrecerle la sauna y el masaje a cargo de tailandesas pero, antes de que pudiese hacerlo, el hombre se detuvo ante él y lo apuntó con su dedo, grueso como una salchicha.

—¡Si es nada menos que el maldito John Rebus, el gran mariconazo!

Rebus frunció el entrecejo, intentando poner nombre a la cara que tenía frente a él. Su mente buscó en dos décadas de fotos de prontuarios. El hombre vio la confusión de Rebus y se lo aclaró:

—Deek Torrance, ¿no me recuerdas?

Rebus sacudió la cabeza. Torrance caminó con decisión hacia delante. Rebus apretó los puños, preparado para cualquier cosa.

—Hicimos juntos el entrenamiento de paracaidistas —añadió Torrance—. ¡Joder, tienes que recordarlo!

Y de pronto, Rebus recordó. Recordó todo, recordó la negra comedia que era su vida.

Bebieron e intercambiaron historias en el Broadsword. Deek no había durado mucho en el regimiento de paracaidistas. Después de un año ya había tenido suficiente, y no mucho después abandonó el ejército.

—Era demasiado inquieto, John, ese era mi problema. ¿Y el tuyo?

Rebus sacudió la cabeza y bebió más cerveza.

—¿Mi problema, Deek? No podrías ponerle un nombre.

En realidad ya lo tenía puesto, primero por la súbita aparición de Mickey, y ahora de Deek Torrance. Fantasmas, ambos, de los que Rebus no quería ser su Scrooge. Invitó a otra ronda.

—Siempre decías que ibas a intentar alistarte en los SAS —dijo Torrance.

Rebus se encogió de hombros.

—No funcionó.

En medio del bullicio del bar, un joven que intentaba pasar con un contrabajo entre la multitud empujó a Torrance.

—¿No podía dejar eso fuera?

—¿Fuera? Ni hablar.

Torrance se volvió hacia Rebus.

—¿Has visto eso?

Rebus se limitó a sonreír. Se sentía bien después del masaje.

—Nadie trae nada pequeño a los bares de aquí —gruñó Deek Torrance.

Sí, ahora le recordaba muy bien. Estaba más gordo y más calvo, su rostro era áspero y mucho más carnoso que antes. Tampoco su voz sonaba igual, no del todo. Pero seguía habiendo algo característico en él: el gruñido Torrance. Deek Torrance había sido un hombre de pocas palabras, pero ahora tenía mucho que decir.

—¿En qué andas, Deek?

Torrance sonrió.

—En vista de que eres poli, será mejor que no te lo diga. —Rebus esperó con calma. Torrance estaba borracho hasta el punto de babear. Sin duda, no podría resistirse a decirlo—. Estoy en la compra y venta, sobre todo la venta.

—¿Qué vendes?

Torrance se inclinó hacia él.

—¿Hablo con la poli o con un viejo amigo?

—Un amigo —respondió Rebus—. Estoy fuera de servicio. Dime, ¿qué vendes?

Torrance gruñó.

—Todo lo que quieras, John. Soy como los grandes almacenes Jenners... con la diferencia de que puedo conseguir cosas que ellos no tienen.

—¿Como cuáles?

Rebus miró el reloj del bar. Desde luego no podía ser tan tarde, aunque en el Broadsword siempre tenían el reloj adelantado diez minutos.

—Lo que tú quieras —repitió Torrance—. Cualquier cosa, desde un polvo hasta una pipa. Lo que quieras.

—¿Qué tal un reloj? —Rebus comenzó a darle cuerda al suyo—. El mío solo funciona como unas dos horas seguidas.

Torrance lo miró.

—Un Longines —dijo, pronunciando la palabra correctamente—. No querrás desprenderte de eso, ¿verdad? Mándalo a limpiar, funcionará bien. Si te interesa, también podría recibirlo como parte de pago de un Rolex.

—O sea, que vendes relojes robados.

—¿Eso he dicho? No recuerdo haberlo hecho. Lo que sea, John. Lo que el cliente necesite, yo se lo consigo.

Torrance le guiñó un ojo.

—Oye, ¿qué hora crees que es?

Torrance se encogió de hombros y levantó la manga de su chaqueta en señal de no poder ser de ayuda. No llevaba reloj. Rebus pensó. Había mantenido su cita con el Organillero mientras Deek, paciente, le esperaba en la antesala. Después habían tenido tiempo para tomarse una pinta o dos, antes de que él tuviese que marcharse a casa. Se habían tomado dos... no, tres jarras hasta ahora. Quizá se le estaba haciendo tarde. Llamó al barman y se tocó la muñeca.

—Las ocho y veinte —le gritó el barman.

—Será mejor que llame a Patience —dijo Rebus.

Pero alguien estaba utilizando el teléfono público para cimentar un romance. Es más, se había llevado el auricular al lavabo de señoras para poder oír por encima del ruido del bar, y el cable del teléfono estaba tan tenso que podría haber ahorcado a cualquiera que intentase usar los lavabos. Rebus esperó. Comenzó a mirar el teléfono montado en la pared. Qué demonios. Apoyó el dedo en la horquilla, la bajó y la soltó, antes de mezclarse entre la multitud del pub. Un joven salió del lavabo de señoras y colgó el teléfono con toda su furia. Buscó cambio en sus bolsillos desesperadamente, pero no pareció encontrar nada y comenzó a abrirse paso hacia la barra.

Rebus se dirigió al teléfono. Levantó el auricular, pero no daba tono. Probó de nuevo e intentó marcar. Nada. Algo se había roto cuando el hombre había golpeado con violencia el auricular contra la horquilla. Vaya mierda. Eran casi las ocho y media, y tardaría unos quince minutos en ir hasta Oxford Terrace. Eso lo iba a pagar muy caro.

—Tienes pinta de necesitar un trago —dijo Deek Torrance cuando Rebus se le unió en la barra.

—¿Sabes qué, Deek? —comentó Rebus—. Mi vida es una comedia negra.

—Bueno, es mejor que una tragedia, ¿no?

Rebus comenzaba a preguntarse cuál era la diferencia.

Llegó al apartamento a las nueve y veinte. Era probable que Patience hubiese preparado una cena para los cuatro. Seguramente le había esperado quince minutos o así antes de cenar. Había mantenido caliente su cena durante otros quince minutos, y luego la había tirado. Si era pescado, el gato habría dado buena cuenta de él. De lo contrario, su destino sería la montaña de compost para el jardín. Ya había ocurrido antes, demasiadas veces. Lo malo era que aún sucedía, y Rebus no estaba seguro de que la excusa de un viejo amigo o un reloj roto funcionara bien.

Los escalones que bajaban hasta el jardín estaban gastados y resbaladizos. Rebus descendió por ellos con mucho cuidado, por lo que tardó en ver la gran bolsa de deporte que, iluminada por la luz naranja de las farolas, estaba colocada en el felpudo de ratán, delante de la puerta principal del apartamento. Era su bolsa. La abrió y miró en el interior. Encima de unas cuantas prendas y un par de zapatos había una nota. La leyó dos veces.

No te molestes en intentar abrir la puerta. Tiene echado el cerrojo. También he desconectado el timbre, y el teléfono estará descolgado durante todo el fin de semana. Te dejaré el resto de tus cosas en el umbral el lunes por la mañana.

La nota no necesitaba firma. Rebus soltó el aliento poco a poco, luego metió la llave en la cerradura. No se movió. Tocó el timbre. Ningún sonido. Como último recurso se arrodilló para mirar a través de la boca del buzón. El vestíbulo estaba a oscuras, no había luz en las habitaciones.

—Surgió algo —trató de explicar. No obtuvo respuesta—. Intenté llamar, pero no conseguí ponerme en contacto contigo. —Todavía nada. Esperó un poco más, con la esperanza de que, al menos, Jenny rompiera el silencio. O Susan, a quien también le encantaba montar follones—. Adiós, Patience. —Silencio—. Adiós, Susan. Adiós, Jenny. —Continuó el silencio—. Lo siento.

Lo sentía de verdad.

—Es una de esas semanas —se dijo, y recogió la bolsa.

Andrew McPhail volvió a Edimburgo una mañana de domingo en la que el sol lucía débil y el viento cortaba la piel. Llevaba ausente mucho tiempo, y la ciudad había cambiado en todos los aspectos. El jet lag le duraba desde hacía días, y los precios inflacionarios de Londres habían dejado muy maltrecho su bolsillo. Caminó desde la estación de autobuses de Broughton, un poco más allá de Leith Walk. No era una caminata larga ni llevaba unas maletas pesadas, pero cada paso le parecía más pesado que el anterior. Había dormido mal en el autobús, para no perder la costumbre: no podía recordar la última noche que había dormido a pierna suelta.

El sol parecía estar dispuesto a desaparecer en cualquier momento. Unos gruesos nubarrones se ceñían sobre Leith. McPhail intentó avivar su marcha.

Tenía en el bolsillo la dirección de una pensión. Había telefoneado la noche anterior, y la casera le esperaba. Por teléfono le había sonado agradable, pero era difícil de decir. De cualquier manera, no le importaba cómo fuese, siempre que se mantuviese callada. Sabía que su marcha de Canadá había aparecido en los periódicos canadienses, e incluso en algunos estadounidenses, y suponía que los periodistas de la zona le buscarían para obtener una buena historia. De hecho, le había sorprendido aterrizar con tanta discreción en Heathrow. Nadie parecía saber quién era, y eso estaba bien.

Solo quería una vida tranquila, aunque quizá no tan tranquila como en ciertos momentos de su pasado.

Había llamado a su hermana desde Londres y le había pedido que buscase en la guía de teléfonos a una tal señora MacKenzie, en la zona de Bellevue (sin obtener mucha colaboración por parte de las operadoras de Londres). Melanie y su madre se habían alojado con la señora MacKenzie cuando él las conoció, antes de mudarse todos juntos. Alexis era madre soltera, un caso del Departamento de Servicios Sociales. La señora MacKenzie había sido una casera más comprensiva que la mayoría. Aunque él nunca visitó a Melanie y a su mamá mientras estuvieron allí; a la señora MacKenzie no le habría gustado.

Ella ya no aceptaba inquilinos en esos días, pero era una buena cristiana, y McPhail, un tipo muy persuasivo.

Se detuvo delante de la casa. Era una sencilla construcción de dos plantas, con un enlucido granuloso gris y ventanas de doble cristal. Era idéntica a las casas de su alrededor. La señora MacKenzie abrió la puerta como si estuviese esperándole desde hacía un buen rato. Lo hizo pasar y lo llevó a la planta alta para mostrarle el baño, y a continuación el dormitorio, mientras hablaba sin parar. Su aposento era poco más grande que una celda, pero estaba decorado con gusto (algo así como de mediados de los sesenta). Estaba bien, no se podía quejar.

—Es encantador —le dijo a la señora MacKenzie, que se encogió de hombros como diciendo: «Por supuesto que sí».

—Hay té en la tetera —dijo ella—. Voy a servir un par de tazas. —Entonces, súbitamente, pareció recordar algo—. No se permite cocinar en la habitación.

Andrew McPhail sacudió la cabeza.

—No se preocupe, no cocino —respondió.

La casera hizo un gesto de aprobación y se acercó a la ventana, donde las cortinas de red todavía estaban echadas.

—Las correré. También puede abrir la ventana, si quiere aire fresco.

—Un poco de aire fresco no estaría mal —asintió él. Ambos miraron a través de la ventana hacia la calle.

—Es tranquilo —comentó la mujer—. No hay mucho tráfico. Por supuesto, siempre hay un poco de ruido durante el día.

McPhail se percató de que se refería al viejo edificio escolar del otro lado de la calle rodeado de una verja negra de hierro. No era una escuela grande, lo más probable es que fuera una escuela primaria. La ventana de McPhail daba a las puertas de la escuela, justo a la derecha del edificio principal. Directamente detrás de la verja se veía el patio desierto.

—Iré a servir el té —dijo la señora MacKenzie.

Tan pronto ella hubo salido, McPhail dejó sus maletas sobre la mullida cama individual. Junto a la cama había una mesita de noche y una silla. Levantó la silla, la colocó frente a la ventana, y se sentó. Movió la pequeña figura de un payaso de cristal que había en el alféizar para poder apoyar la barbilla en ese lugar. Nada obstaculizaba su visión. Permaneció allí, soñando despierto, mirando al patio, hasta que la señora MacKenzie le llamó para decirle que el té le esperaba en la sala de estar. «Y también bizcocho». Andrew McPhail se levantó con un suspiro. En realidad no le apetecía tomar té, pero suponía que siempre podría llevárselo a su habitación y dejarlo para más tarde. Se sentía cansado, agotado, pero estaba en casa y algo le decía que por fin iba a dormir como un muerto.

—Ya voy, señora MacKenzie —respondió, y apartó su mirada de la escuela.

El libro negro

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