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Desde luego que el pasado era importante en Edimburgo. La ciudad se alimentaba de su pasado como una serpiente con la cola en la boca. El pasado de Rebus también parecía estar volviendo de nuevo.

Había un mensaje en su mesa escrito por Clarke. Era obvio que había ido a visitar a Holmes, no sin antes atender una llamada telefónica destinada a su superior.

El inspector Morton llamó desde Falkirk. Volverá a llamar más tarde. No quiso decir de qué se trataba. Muy cauteloso. Volveré dentro de dos horas.

Ella era del tipo de persona que compensaría las dos horas perdidas quedándose hasta tarde unas cuantas noches, pese a que Rebus le había privado de una pausa razonable para el almuerzo. A pesar de ser inglesa, había algo de protestante escocés en Siobhan Clarke. Tampoco era culpa suya llamarse Siobhan: sus padres habían sido profesores de literatura inglesa en la Universidad de Edimburgo allá por los sesenta. La cargaron con el nombre gaélico, y luego se trasladaron de nuevo al sur, para que fuese a la escuela en Nottingham y Londres. Pero años más tarde, Clarke había regresado a Edimburgo para ir a la universidad, y se había enamorado (según decía) de la ciudad. Luego había decidido entrar en la policía, cabreando a sus amigos y, según las sospechas de Rebus, a sus liberales padres. Sin embargo, los padres le compraron un apartamento en la Ciudad Nueva, así que tampoco podían ser todo broncas.

Rebus sospechaba que le iría bien en el cuerpo a pesar de personas como él. Las mujeres tenían que trabajar más duro para progresar al mismo paso que sus colegas masculinos, todos lo sabían. Pero Siobhan trabajaba duro, y por Dios que tenía memoria. Dentro de un mes, él podría preguntarle por esa nota sobre su mesa, y ella recordaría la conversación telefónica palabra por palabra. Era espeluznante.

También resultaba extraño que el nombre de Jack Morton, otro fantasma del pasado de Rebus, hubiese surgido en ese momento en particular. Cuando habían trabajado juntos hacía seis años, Rebus no le hubiese dado al joven Morton más de cuatro o cinco años de vida, tal era su consumo de alcohol y cigarrillos.

No había ningún número de teléfono de contacto. Llevaría unos pocos minutos encontrar el número de Morton, pero Rebus no estaba por la labor. Prefería volver a los expedientes de su mesa, pero primero llamó al hospital para preguntar por el progreso de Brian Holmes, donde solo le dijeron que no existía tal cosa, aunque tampoco había habido un empeoramiento.

—Suena optimista.

—No es más que una expresión —dijo la persona al teléfono.

Los resultados de las pruebas no se sabrían hasta la mañana siguiente. Colgó el teléfono, pensó un momento e hizo otra llamada, esta vez a la consulta de Patience Aitken. Desgraciadamente, Patience había ido a atender una visita domiciliaria, así que Rebus dejó un mensaje. Le pidió a la recepcionista que se lo leyera para asegurarse de que sonaba correcto.

«Pensé en llamarte para hacerte saber cómo está Brian. Lamento no haberte encontrado. Puedes llamarme a Arden Street si te apetece. John».

Sí, serviría. Ella tendría que llamarle, solo para demostrar que se preocupaba por el estado de Brian. Con una chispa de esperanza en el corazón, Rebus volvió al trabajo.

Regresó a su apartamento a las seis, después de haber hecho algunas compras por el camino. Aunque se había propuesto llevar los expedientes a casa, en realidad esa noche no quería trabajar en ellos. Estaba cansado, le dolía la cabeza y le picaba la nariz con el polvo que levantaban las páginas. Subió la escalera, abrió la puerta y dejó las bolsas de la compra en la cocina, donde uno de los estudiantes estaba untando mantequilla de cacahuete en una gruesa rebanada de pan integral.

—Hola, señor Rebus. Tuvo una llamada.

—¿Eh?

—Una doctora.

—¿Cuándo?

—Hará unos diez minutos, algo así.

—¿Qué dijo?

—Dijo que si quería saber el estado de...

—¿Brian? ¿Brian Holmes?

—Sí, eso es. Que si quería averiguar cómo estaba Brian Holmes, ella misma podía llamar al hospital, y es lo que ha hecho dos veces en el día de hoy.

El estudiante sonrió, complacido por haber recordado todo el mensaje.

Así que Patience había descubierto la estratagema. Debía haberlo imaginado. Rebus tendría que haberlo aprendido mucho tiempo atrás: nunca intentes colarle un gol a alguien que sabe cómo funciona tu mente.

Sacó la caja de huevos, el bote de judías blancas y un paquete de beicon de la bolsa.

—Oh, Dios mío —exclamó el estudiante con asco—. ¿Sabe usted lo inteligentes que son los cerdos, señor Rebus?

Rebus miró el sándwich del estudiante.

—Mucho más inteligentes que los cacahuetes —respondió. Luego añadió—: ¿Dónde está la sartén?

Más tarde, Rebus se sentó a ver la tele. Había decidido ir caminando hasta el hospital a visitar a Brian Holmes para despejar la mente. Pero la visita en sí había sido deprimente. Ni pizca de progreso.

—¿Cuánto tiempo puede permanecer inconsciente?

—Puede llevar un tiempo —le había consolado la enfermera.

—Ya ha pasado tiempo.

Ella le tocó el brazo.

—Paciencia, paciencia.

¡Patience! Estuvo a punto de tomar un taxi para ir a su apartamento, pero finalmente desestimó la idea. En cambio, fue caminando de vuelta a Arden Street, subió los mismos viejos y gastados escalones, y se dejó caer en el sofá. Había pasado muchas noches en soledad en esa misma habitación, sumido en sus pensamientos, cuando el apartamento era suyo y solo suyo.

Michael entró en la sala de estar, recién duchado y afeitado. Llevaba una toalla bien apretada alrededor de su vientre plano. Estaba en buena forma; Rebus no se había fijado antes, pero Michael vio que ahora sí lo hacía, y se palmeó el estómago.

—Un recuerdo de Peterhead, mucho ejercicio.

—Supongo que allí tienes que mantenerte en forma —dijo Rebus arrastrando las palabras— para poder defenderte si alguien te quiere romper el culo.

Michael descartó el comentario con un gesto.

—Oh, había mucho de eso, pero nunca me interesó.

Se fue al cuarto trastero silbando y comenzó a vestirse.

—¿Vas a salir? —gritó Rebus.

—¿Para qué quedarse?

—¿Vas a ir a ver a esa adolescente de nuevo?

Michael asomó la cabeza por la puerta.

—Es una adulta que consiente.

Rebus se levantó.

—Es una adolescente.

Fue hasta el cuarto trastero y observó a Michael hasta obligarle a dejar lo que estaba haciendo.

—¿Qué, John? ¿Quieres que deje de salir con mujeres? Si no te gusta, lo lamento.

Rebus pensó en todos los comentarios que podía hacer: «Este es mi apartamento»... «Soy tu hermano mayor»... «Tendrías que tener más cabeza»... Sabía que Mickey se reiría —con razón— de todos y cada uno de ellos. Así que pensó en algo más.

—Que te follen, Mickey.

Michael comenzó a vestirse de nuevo.

—Lamento provocarte semejante desilusión, pero ¿cuál es la alternativa? ¿Sentarme aquí toda la noche y mirar cómo te cabreas con el mundo? Gracias, pero no.

—Creía que estabas buscando trabajo.

Michael Rebus cogió un libro de la cama y se lo arrojó a su hermano.

—¡Estoy buscando un puto trabajo! ¿Qué crees que hago todo el día? ¡Dame un respiro, por favor! —Recogió la chaqueta y pasó junto a Rebus—. No me esperes levantado.

Rebus se quedó sumido, antes de las noticias de las diez, en un sueño poco profundo. Era un dormir lleno de sueños, un dormir sin descansar. Perseguía a Patience por un edificio de oficinas, siempre perdiéndola. Comía con una chica adolescente en un restaurante, mientras los Rolling Stones actuaban en un pequeño rincón del local, sin que nadie se fijase en ellos. Miraba cómo un hotel se quemaba hasta los cimientos, preguntándose si Brian Holmes aún continuaba desaparecido, si habría salido con vida...

Luego se despertó temblando. La habitación estaba iluminada únicamente por la farola de la calle, cuya luz se filtraba entre las cortinas. Había estado leyendo el libro que Michael le había lanzado. Era sobre hipnoterapia y yacía sobre su regazo, debajo de la manta que alguien le había echado encima. Había ruidos en la noche, ruidos cercanos, ruidos de placer. Venían del cuarto trastero. Alguna terapia, sin duda. Rebus los siguió escuchando durante lo que le parecieron horas, hasta que la luz en el exterior se volvió pálida.

El libro negro

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