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La oración no fue atendida. Brian aún no había recuperado el conocimiento cuando Rebus llamó al hospital a la mañana siguiente.

—Entonces ¿está en coma o algo así?

La voz al otro lado del teléfono era fría y se limitaba a los hechos.

—Le harán pruebas esta mañana.

—¿Qué clase de pruebas?

—¿Es usted pariente cercano del señor Holmes?

—No, maldita sea. Soy... —¿Un inspector de policía? ¿Su jefe? ¿Un amigo?—. No importa.

Colgó. Una estudiante asomó la cabeza por la sala de estar.

—¿Quiere una tisana?

—No, gracias.

—¿Un tazón de muesli?

Rebus lo rechazó también. La chica le sonrió y desapareció. Una tisana y muesli... por Dios bendito, ¿qué manera era esa de comenzar el día? Se abrió la puerta del cuarto trastero y una chica adolescente vestida solo con una camisa de hombre salió a la luz del día, frotándose los ojos. Rebus no daba crédito. Ella le sonrió al cruzarse con él, y fue hacia la puerta de la sala de estar caminando de puntillas, con la intención de no apoyar todo el pie descalzo en el frío linóleo del piso.

Rebus se quedó mirando la puerta de la sala de estar durante otros diez segundos, luego fue hasta el cuarto trastero. Michael yacía desnudo en la cama que Rebus había comprado el anterior fin de semana. Se rascaba el pecho con una mano, miraba el techo y no parecía importarle el fétido olor que desprendía el cuarto.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —preguntó Rebus.

—Tiene dieciocho años, John.

—No me refiero a eso.

—Oh. ¿A qué te referías?

Pero Rebus ya no estaba seguro. Había algo sucio en aquella situación; en su hermano compartiendo un trastero con una estudiante mientras él dormía en un mísero sofá a un poco más de dos metros. Era sucio del principio al final. Michael tendría que marcharse, buscarse un hotel o algo así, el caso era que la situación en el piso no podía continuar de la misma manera. No era correcto con los estudiantes.

—Tendrías que venir al bar más a menudo —opinó Michael—. Eso es lo que te está pasando.

—¿Qué?

—Que no ves la vida, John. Es hora de que comiences a vivir un poco.

Michael todavía sonreía cuando su hermano se marchó dando un portazo.

—Me acabo de enterar de lo de Brian.

La detective Siobhan Clarke parecía un tanto angustiada. Había perdido todo el color del rostro excepto por los dos puntos rojos en las mejillas y el rojo pálido de los labios. Rebus le indicó que se sentase con un gesto y ella acercó una silla a la mesa.

—¿Qué ocurrió?

—Alguien le golpeó en la cabeza.

—¿Con qué?

Era una buena pregunta, la clase de pregunta que un detective debía formular. La pregunta que Rebus se había olvidado de hacer la noche anterior.

—No lo sabemos —respondió—. Ni tampoco tenemos ningún motivo, todavía no.

—¿Sucedió fuera del Heartbreak Cafe?

Rebus asintió.

—En el aparcamiento, en la parte de atrás.

—No dejaba de decirme que me llevaría a comer allí.

—Brian siempre mantiene su palabra. No te preocupes, Siobhan, se pondrá bien.

Ella asintió, con la voluntad de creérselo.

—Iré a verle más tarde.

—Si quieres —dijo Rebus, no del todo seguro de lo que quería decir su tono. Ella le miró de nuevo.

—Sí, quiero —aseveró.

Después de que ella se hubo ido, Rebus leyó un mensaje del inspector jefe Lauderdale. Le detallaba los planes iniciales de vigilancia para la operación de préstamo de dinero. A Rebus se le pedía que formulase preguntas y comentarios útiles. Sonrió ante esta frase, a sabiendas de que Lauderdale la había utilizado con la intención de mandarle un mensaje y advertirle sobre sus habituales críticas contra cualquier cosa que se le pusiese delante. Luego, alguien le entregó un grueso paquete, el paquete que había estado esperando. Levantó las tapas de la caja de cartón y comenzó a sacar montañas de expedientes. Eran notas referentes al Hotel Central, su historia y su triste y lamentable final. Sabía que le esperaba toda una mañana de lectura por delante, así que buscó la carta de Lauderdale, le escribió un OK bien grande, garabateó su firma abajo, y la tiró en la bandeja de salida. Lauderdale no se lo creería. Tardaría en asimilar que Rebus había aceptado la vigilancia sin siquiera un murmullo. Iba a dejar perplejo al inspector jefe.

No era una mala manera de empezar un día de trabajo. Rebus se sentó y comenzó a leer el primer expediente de la caja.

Estaba llenando la segunda página con sus notas cuando sonó el teléfono. Era Nell Stapleton.

—Nell, ¿dónde estás?

Rebus continuó escribiendo para acabar la frase.

—Estoy en el trabajo. Solo llamaba para saber si habías averiguado algo.

Él acabó la frase.

—¿Averiguado qué?

—Lo que le pasó a Brian.

—Todavía no estoy seguro. Quizá nos lo diga cuando se despierte. ¿Has llamado al hospital?

—Es lo primero que he hecho.

—Yo también.

Rebus comenzó a escribir de nuevo. Hubo un silencio nervioso al otro extremo de la línea.

—¿Qué me dices del libro negro?

—Ah, cierto. Sí, le he echado una ojeada.

—¿Has encontrado la razón por la que Brian tenía miedo?

—Quizá sí, quizá no. No te preocupes, Nell, estoy en ello.

—Está bien. —Hubo un alivio en su voz—. Solo que cuando Brian se despierte, no le digas que te lo dije.

—¿Por qué? Creo que demuestra tu preocupación por él.

—¡Por supuesto que me preocupo por él!

—Pero eso no te impidió ponerle de patitas en la calle.

Deseó no haberlo dicho, pero lo había hecho. Oía su angustia, y la imaginó en la biblioteca de la universidad, intentando que nadie del personal viese su rostro.

—John —dijo ella por fin—, no conoces toda la historia. Solo conoces la versión de Brian.

—Es verdad. ¿Quieres contarme la tuya?

Ella se lo pensó.

—No de esta manera, por teléfono. Quizás en algún otro momento.

—Cuando tú quieras, Nell.

—Será mejor que vuelva al trabajo. ¿Irás a ver a Brian hoy?

—Puede que vaya esta noche. Le harán pruebas durante toda la mañana. ¿Qué harás tú?

—Me daré una vuelta. Solo estoy a dos minutos.

Así era. Rebus pensó en Siobhan Clarke. Por alguna razón, no quería que las dos mujeres se encontrasen junto al lecho de Brian.

—¿A qué hora piensas ir?

—A la hora de la comida, supongo.

—Una última cosa, Nell.

—¿Sí?

—¿Brian tenía algún enemigo?

Hubo un breve silencio antes de la respuesta.

—No.

Rebus esperó a ver si ella tenía algo más que añadir.

—Bien, cuídate, Nell.

—Tú también, John. Adiós.

Tras colgar el teléfono, Rebus volvió a tomar notas. Después de media frase se detuvo, se golpeó pensativo el bolígrafo contra los labios y permaneció de esa manera durante un tiempo considerable. Luego hizo unas cuantas llamadas a sus contactos (no le gustaba la palabra soplones), y les dijo que mantuviesen los oídos atentos respecto a un ataque detrás del Heartbreak Cafe.

—Un colega mío, lo que significa que es algo serio, ¿vale?

Dijo colega, pero había querido decir amigo.

A la hora de comer fue hasta la universidad y presentó sus respetos en el Departamento de Patología. Había llamado antes y el doctor Curt estaba en su despacho, ataviado con un impermeable color crema y entonando una melodía de música clásica, que Rebus reconoció pero de la que no recordaba el título.

—Ah, inspector, qué agradable sorpresa.

Rebus parpadeó.

—¿En serio?

—Por supuesto. Por lo general, cuando me está incordiando es porque hay algún caso actual y urgente. Pero hoy... —Curt extendió los brazos en casi toda su magnitud—. ¡No hay caso! Sin embargo, me llama por teléfono y me invita a comer. Puede que no haya mucho que hacer en St Leonard’s.

Curt se equivocaba, pero Rebus sabía que St Leonard’s estaba en buenas manos. Antes de marcharse le había dejado tanto trabajo a Siobhan Clarke que no tendría tiempo para comer más allá de un sándwich y una bebida en la cafetería. Cuando ella se quejó, la tranquilizó diciéndole que podía tomarse la tarde libre para visitar a Holmes.

—Por cierto, ¿cómo se ha acomodado allí?

Rebus se encogió de hombros.

—A mí no me importa dónde me pongan. ¿Dónde quiere comer?

—Me tomé la libertad de reservar una mesa en el University Staff Club.

—¿En una cantina?

Curt se rio sonoramente. Había hecho salir a Rebus del despacho, y estaba cerrando la puerta.

—No —dijo Curt—. Hay una cantina, por supuesto, pero como el que paga es usted, creí que podríamos optar por algo un poco más refinado.

—Entonces lléveme a la refinería.

El comedor estaba en la planta baja, cerca de la puerta principal del Staff Club en Chambers Street. Habían recorrido a pie la corta distancia, hablando de banalidades las pocas veces que se podían oír el uno al otro por encima del ruido del tráfico. Curt siempre caminaba como si fuese a llegar tarde a una cita. Era un hombre ocupado: tenía que hacer frente a jornadas de clases, además de muchas otras tareas que se le iban acumulando, cortesía de las fuerzas de seguridad de Escocia, y sobre todo de la policía de Edimburgo.

El comedor era pequeño pero había bastante espacio entre las mesas. Rebus se sintió complacido al ver que los precios eran razonables, aunque supo que la cuenta iba a aumentar cuando Curt pidió una botella de vino de reserva.

—Invito yo —dijo él, obteniendo una negativa por parte de Rebus.

—Invita el comisario —le corrigió.

Después de todo, tenía la intención de reclamar la cuenta como un gasto legítimo. Mientras la camarera servía antes el vino que la sopa, Rebus se preguntó cuándo sería el momento correcto para romper el hielo e iniciar la conversación real.

—¡Salud! —dijo Curt, y levantó su copa. Luego—: ¿De qué va todo esto? No es de la clase de personas que come con un amigo, a menos que haya algo que necesite y no pueda obtenerlo invitando a pintas y patatas en algún salón lleno de humo.

Rebus sonrió al oírle.

—¿Recuerda el Hotel Central?

—Un tugurio en Princes Street. Se quemó hará unos seis o siete años.

—En realidad hace cinco.

Curt bebió otro sorbo de vino.

—Había un cadáver calcinado, si no recuerdo mal. «Rebozado crujiente», lo llamamos nosotros.

—Pero cuando usted examinó el cuerpo, no había muerto en el incendio, ¿verdad?

—¿Han aparecido pruebas nuevas del caso?

—No exactamente. Solo quería preguntarle lo que usted recuerda.

—Deje que haga memoria. —Curt se interrumpió cuando llegó la sopa. Tomó tres o cuatro cucharadas, y luego se secó los labios con la servilleta—. El cuerpo nunca fue identificado. Sé que intentamos hacerlo por los dientes, pero no sirvió de nada. No había ninguna evidencia externa, por supuesto, pero la gente cree estúpidamente que un cuerpo quemado no dice nada. Abrí al muerto y encontré, como sabía que ocurriría, que los órganos internos estaban en bastante buen estado. Cocidos por fuera, crudos por dentro, como un buen filete.

Una pareja en una mesa cercana masticaba en silencio su comida, y miraban fijamente la mesa. Curt no lo advirtió, y si lo hizo no pareció importarle.

—El ADN ya llevaba en marcha unos cuatro años, pero aunque conseguimos algo de sangre del corazón, nunca tuvimos nada con que compararlo. Por supuesto, el corazón fue la clave.

—Debido a la herida de bala.

—Dos heridas, inspector, entrada y salida. Fue eso lo que hizo que volvieran a la escena, ¿no?

Rebus asintió. Habían buscado el cadáver alrededor de la vecindad, y luego se amplió el radio de búsqueda hasta que un cadete encontró la bala. Era del calibre 8 milímetros; concordaba con la herida en el corazón, pero no daba más pistas.

—Usted también descubrió —dijo Rebus— que el muerto se había fracturado el brazo en algún momento del pasado.

—¿Lo hice?

—Claro que eso tampoco nos llevó a ninguna conclusión.

—No me extraña, teniendo en cuenta la reputación del Central. Es probable que todos en aquel lugar hubiesen sufrido lesiones como esa debido a las peleas.

Rebus asintió.

—De acuerdo, sin embargo, nunca fue identificado. De haber sido un cliente habitual, o miembro del personal del hotel, sin duda alguien habría mencionado algo. Pero nadie lo hizo.

—Ocurrió hace mucho tiempo. ¿Está dispuesto a quitarles el polvo a algunos fantasmas?

—Quien golpeó a Brian Holmes no tenía nada de fantasma.

—¿El sargento Holmes? ¿Qué le ha pasado?

Rebus confiaba en poder pasar parte de la tarde leyendo las notas del caso; había sido demasiado optimista. En ese momento estaba pensando en términos de media semana, incluidas las lecturas nocturnas en el apartamento. Había tanto material... Largos informes del departamento de bomberos, del consejo de construcción de apartamentos, recortes de periódicos, informes de la policía, declaraciones...

Tuvo que olvidar a Holmes momentáneamente; cuando volvió a St Leonard’s, Lauderdale le estaba esperando. Había recibido el apresurado comentario de Rebus acerca de la vigilancia sobre el préstamo de dinero, y ahora quería seguir adelante. Eso significó que Rebus estuvo atrapado en el despacho del inspector jefe durante dos horas, primero los dos a solas, luego con la compañía del inspector Alister Flower, un hombre que trabajaba en St Leonard’s desde su apertura en septiembre de 1989 y se vanagloriaba continuamente de que cuando había estrechado la mano del principal mandatario en una ocasión, había descubierto que ambos eran masones, y Flower era de la logia más antigua. A Flower le molestaban los recién llegados de Great London Road. Si había fricciones y facciones dentro de la comisaría, era seguro que Flower estaba detrás de alguna manera. Si algo unía a Lauderdale y Rebus era el desprecio hacia Flower, aunque Lauderdale poco a poco se veía arrastrado al terreno de Flower.

Rebus, sin embargo, sentía asco incluso por la manera ridícula en que el hombre escribía su apellido. Le llamaba «Hierbajo» y pensaba que probablemente Flower tenía algo que ver con las súbitas inspecciones que le había hecho Hacienda.

En la operación contra los prestamistas, Flower iba a dirigir uno de los dos equipos de vigilancia. En un esfuerzo por apaciguar al hombre, Lauderdale le había ofrecido escoger el lugar de vigilancia: uno sería un bar que frecuentaban los prestamistas y donde se decía que recibían los pagos; el otro, en lo que podría ser el cuartel general nominal de la banda, un despacho añadido a una empresa de taxis en Gorgie Road.

—Tengo la aprobación para la vigilancia en Gorgie de la jefatura de la división oeste —informó Lauderdale, eficiente como siempre detrás de una mesa, pero tan útil en la calle como un pulpo en un garaje.

—Bien —dijo Flower—, si el inspector Rebus está de acuerdo, creo que prefiero la vigilancia en el bar. Está un poco más cerca de casa. —Flower sonrió.

—Una elección interesante —opinó Rebus, con los brazos cruzados y las piernas extendidas delante de él.

Lauderdale asentía mientras su mirada pasaba de un hombre a otro.

—Pues entonces, arreglado. Ahora, pasemos a los detalles.

Los mismos detalles, de hecho, que Rebus y él ya habían repasado durante la hora anterior a la llegada de Flower. Rebus intentaba concentrarse pero le era imposible. Estaba desesperado por volver a los expedientes del Hotel Central, pero cuanto más agitado se sentía, más lentas se movían las cosas.

El plan en sí era sencillo. Los prestamistas trabajaban desde el Firth Pub en Tollcross. Allí recibían a los clientes y, por lo general, esperaban a los deudores para que fueran y pagasen la cuota semanal. En algún momento el dinero era trasladado a la oficina en Gorgie. Esa oficina era también utilizada por los deudores como un punto de pago, y en ella se podía encontrar al personaje principal.

Los hombres que trabajaban en el Firth eran vulgares secundarios. Recogían el dinero y utilizaban la persuasión verbal cuando se demoraba un pago. Pero a la hora de la verdad, todo el mundo presentaba sus respetos a Davey Dougary. Davey se presentaba cada mañana en su despacho con la puntualidad de cualquier empresario, y aparcaba su BMW 635CSi junto a los viejos taxis. En el camino del coche a la oficina, si hacía calor se quitaba la chaqueta y se recogía las mangas de la camisa.

Sí, Trading Standards llevaba vigilando a Davey desde hacía algún tiempo y habría agentes suyos involucrados en ambas vigilancias. La policía en realidad solo estaba allí para cumplir la ley; era una operación exclusiva de Trading Standards. El nombre que habían escogido era Sacas de Dinero. Otra elección interesante, pensó Rebus. Mantener la vigilancia en el bar significaría estar allí sentado leyendo el periódico, marcando nombres de caballos en las hojas de apuestas, jugando al billar, al dominó o en la máquina tocadiscos. Ah, sí, y beber cerveza: después de todo, no querrían destacar entre la multitud.

En la oficina significaba estar sentado junto a la ventana de un primer piso desocupado en el edificio de alquiler al otro lado de la calle. El lugar carecía de todo encanto, ni siquiera disponía de baño o calefacción (los muebles del baño habían sido robados durante un asalto a principios de año, váter incluido). Rebus pensó que si Holmes y Clarke tuvieran que llevar el peso de esa vigilancia, suponiendo que Holmes se recuperase a tiempo, sus dos subalternos pasarían largos días acurrucados dándose calor mutuamente en un saco de dormir doble. Demonios. Gracias a Dios que Dougary no trabajaba por las noches. Y gracias a Dios que también habría por allí alguno de Trading Standards.

Así y todo, pensar en atrapar a Davey Dougary calentaba el corazón de Rebus. Dougary era malo, de la misma manera que lo era una manzana podrida. Era uno de los lugartenientes de Big Ger Cafferty. Cafferty incluso una vez había aparecido en la oficina, había fotografías que lo atestiguaban, pero no servirían de nada en un juicio. Podrían atrapar a Dougary, pero Cafferty aún estaba muy lejos, tanto que parecía como si estuviesen empujando un coche averiado mientras él circulaba en quinta.

—Así que —decía Lauderdale—, ¿podemos comenzar el próximo lunes?

Rebus despertó de su ensoñación. Estaba claro que se habían dicho muchas cosas en su ausencia espiritual. Se preguntó si habría asentido a algo. (Su silencio sin duda había sido recibido como un consentimiento tácito.)

—No tengo ningún problema —asintió Flower.

Rebus se retorció en su asiento, consciente de que la escapatoria estaba ahora cerca.

—Es probable que necesite a alguien para ocupar el puesto de Holmes.

—Ah, sí, ¿cómo está?

—Todavía no he llamado, señor —admitió Rebus—. Llamaré antes de marcharme.

—Hágamelo saber.

—Estamos haciendo una colecta —dijo Flower.

—¡Por amor de Dios, todavía no está muerto!

Flower aceptó la explosión sin pestañear.

—Bien, de todas maneras...

—Es un bello gesto —dijo Lauderdale.

Flower se encogió de hombros con modestia. Lauderdale abrió su billetera y sacó a regañadientes un billete de cinco, que le entregó a Flower.

«Vaya con el manirroto», pensó Rebus. Incluso Flower pareció sorprendido.

—Cinco libras —dijo, sin necesidad.

Lauderdale no quería que le diesen las gracias, solo que Flower aceptase el dinero. La billetera había desaparecido de nuevo en su cueva. Flower se guardó el billete en el bolsillo de la camisa y se levantó de la silla. Rebus hizo lo mismo, aunque no le hacía ninguna ilusión estar en el pasillo a solas con Flower. Cuando se disponía a salir, Lauderdale le detuvo.

—Una cosa, John.

Flower olisqueó bajo el dintel de la puerta, sin duda creyendo que Rebus estaba a punto de recibir una reprimenda por su estallido. Pero no era eso lo que Lauderdale tenía en mente.

—Antes pasé por tu mesa y vi que tienes los expedientes del Hotel Central. Un caso antiguo, ¿verdad? —Rebus no dijo nada—. ¿Alguna cosa que deba saber?

—No, señor —respondió Rebus antes de levantarse e ir hacia la puerta—. Nada que deba saber. Solo es una lectura, lo que se podría llamar un proyecto histórico.

—Mejor dicho, arqueológico.

Muy cierto: huesos viejos, jeroglíficos e intentos por devolver los muertos a la vida.

—El pasado es importante, señor —dijo Rebus, y se marchó.

El libro negro

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