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La casa colindante a la de Vanderhyde tenía el desquiciado aspecto de siempre. Propiedad de un viejo nacionalista, tenía la bandera de Escocia en la entrada, y lo que parecían panfletos de hacía treinta años pegados a las ventanas. El propietario no podía disfrutar de mucha luz, al igual que el de la casa a la que se acercaba Rebus, que tenía las cortinas echadas.

Tocó el timbre y esperó. Se le ocurrió que Vanderhyde podía estar muerto. Debía rondar los setenta o setenta y cinco años, y aunque la última vez que se habían visto aparentaba ser un hombre saludable, de eso hacía más de dos años.

Había consultado a Vanderhyde en un caso anterior. Después de cerrado el caso, Rebus siguió yendo a ver a Vanderhyde de cuando en cuando, de una forma informal. Solo vivían separados por seis calles, después de todo. Luego había comenzado a salir en serio con la doctora Patience Aitken, y ya no tuvo tiempo para más visitas.

Se abrió la puerta y allí estaba Matthew Vanderhyde, con el mismo aspecto de siempre. Sus ojos ciegos estaban ocultos tras unas gafas verde oscuro, y encima, su pelo rubio, largo, peinado hacia atrás, se alzaba sobre una frente brillante. Vestía una chaqueta de pana beis con un chaleco marrón, de cuyo bolsillo colgaba la cadena de un reloj. Se inclinó un poco hacia delante, apoyándose en su bastón con puño de plata, esperando las palabras de su visitante.

—Hola, señor Vanderhyde.

—Ah, inspector Rebus. Me preguntaba cuándo le volvería a ver. Pase, pase.

El tono de Vanderhyde sonó como si se hubiesen visto por última vez hacía dos semanas. Llevó a Rebus por el pasillo a oscuras a una sala de estar todavía más oscura. Rebus se fijó en las siluetas de las estanterías, las pinturas, la gran repisa de la chimenea cubierta con recuerdos de los viajes al extranjero...

—Como puede comprobar, inspector, nada ha cambiado en su ausencia.

—Me alegra verle tan bien, señor.

Vanderhyde recibió el comentario con un encogimiento de hombros.

—¿Té?

—No, gracias.

—Estoy realmente entusiasmado de que haya venido. Debe de significar que hay algo que puedo hacer por usted.

Rebus sonrió.

—Siento haber interrumpido las visitas.

—Es un país libre. No languidecía de añoranza.

—Ya veo.

—¿De qué se trata? ¿Brujería? ¿Demonios sueltos por la ciudad?

Rebus continuaba sonriendo. En sus tiempos, Matthew Vanderhyde había sido un activo brujo blanco. Al menos, Rebus consideraba, o suponía, que era blanco. Era algo que nunca habían discutido entre ellos.

—No creo que esto tenga nada que ver con la magia —respondió Rebus—. Es por el Hotel Central.

—¿El Central? Ah, felices recuerdos, inspector. Solía ir allí en la juventud. Los bailes por la tarde, una comida muy aceptable (en aquel entonces tenían una cocina excelente, ya sabe)... Incluso una o dos veces acudí a bailes nocturnos.

—Pienso en tiempos más recientes. Usted estaba en el hotel la noche en que lo incendiaron.

—No recuerdo que se demostrase que el incendio fuese intencionado.

Como siempre, la memoria de Vanderhyde era muy precisa cuando le convenía.

—Es verdad. De todas maneras, usted estaba allí.

—Sí, estaba. Pero me marché horas antes de que comenzase el incendio. Inocente, Su Señoría.

—¿Por qué estaba allí?

—Fui a reunirme con un amigo para tomar una copa.

—Un lugar bastante sórdido para una copa.

—¿Lo era? Tendrá que recordar, inspector, que no podía ver nada. Desde luego, mis sentidos no me lo describían como algo de mala reputación.

—Entendido.

—Tenía mis recuerdos. Para mí, era el mismo viejo Hotel Central donde comía y bailaba. Disfruté mucho de la velada.

—Entonces ¿el Central lo eligió usted?

—No, mi amigo.

—¿Su amigo es...?

Vanderhyde lo pensó.

—Supongo que no es ningún secreto. Aengus Gibson.

Rebus le dio vueltas al nombre.

—¿No se referirá a Black Aengus?

Vanderhyde sonrió, y dejó a la vista sus pequeños dientes ennegrecidos.

—Más le vale que no le oiga llamarle así estos días.

Sí, Aengus Gibson era un personaje reformado, eso era de dominio público. También era, hasta donde Rebus sabía, uno de los jóvenes solteros más deseados de Escocia, si es que alguien de treinta y dos años se podía considerar joven en estos tiempos. Black Aengus, después de todo, era el único heredero de la famosa cervecería Gibson.

—Aengus Gibson —dijo Rebus.

—El mismo.

—Esto ocurrió hace cinco años, cuando él todavía era...

—¿Fogoso? —Vanderhyde se rio por lo bajo—. Oh, en aquel entonces se merecía el nombre de Black Aengus, sí señor. Los periódicos acertaron cuando se les ocurrió el apodo.

Rebus estaba pensando.

—No le he visto en los expedientes. Su nombre está, pero él no aparece.

—Estoy seguro de que su familia se ocupó de que su nombre nunca apareciese en ningún expediente, inspector. Eso les habría dado a los periódicos más combustible del que necesitaban para la ocasión.

Sí, era cierto, Black Aengus había sido un tipo alocado, tanto que incluso los periódicos de Londres se interesaron por sus andanzas. Parecía estar metido en una carrera sin control a través de toda clase de excesos; pero de pronto todo se había detenido. Se había rehabilitado y convertido en un hombre respetable, involucrado en sus negocios cerveceros y en varias entidades benéficas destacadas.

—El leopardo varía sus manchas, inspector. Sé que los polis dudan de semejantes cambios, que creen que todo malhechor es en potencia un reincidente. Supongo que en su trabajo tiene que ser así, pero en el caso del joven Aengus, el leopardo cambió de verdad.

—¿Sabe usted por qué?

Vanderhyde se encogió de hombros.

—Quizá fue debido a nuestra charla.

—¿Aquella noche en el Hotel Central?

—Su padre me había pedido que hablase con él.

—Entonces ¿le conoce bien?

—Oh, sí, desde hace mucho tiempo. Me consideraba prácticamente como un tío suyo. Cuando oí que el Central se había quemado hasta los cimientos, lo vi como algo simbólico. Quizás él también. Por supuesto, sabía la reputación que tenía Aengus, una reputación del todo pésima. Cuando el Central se quemó aquella noche, bueno, pensé que Aengus, como el ave fénix, resucitaría purificado de las cenizas. Resultó ser verdad. —Hizo una pausa—. Sin embargo, ahora está usted aquí, inspector, para preguntar por acontecimientos olvidados hace tiempo.

—Había un cadáver.

—Ah, sí, nunca identificado.

—Un cuerpo asesinado.

—¿Ha reabierto usted esta investigación por alguna razón en particular?

—Quería hablar con usted sobre lo que recordaba de aquella noche. Cualquier cosa, algo que en aquel momento le pudo parecer sospechoso.

Vanderhyde inclinó la cabeza hacia un lado.

—Aquella noche había muchas personas en el hotel, inspector. Usted tiene la lista, y, sin embargo, ¿escoge acudir a un ciego?

—Así es —admitió Rebus—. Un ciego con una memoria fotográfica.

Vanderhyde se rio.

—Desde luego, le puedo dar a usted... impresiones. —Pensó un momento—. Muy bien, inspector. Lo haré por usted, solo le pido una cosa.

—¿Qué?

—Llevo encerrado aquí demasiado tiempo. Lléveme a dar un paseo.

—¿Quiere ir a algún lugar en particular?

Vanderhyde pareció sorprendido de que lo necesitase preguntar.

—Vaya, inspector, al Hotel Central, por supuesto.

—Bien —dijo Rebus—, ahora está usted de cara.

Notaba las miradas de los transeúntes. Empleados de oficina que iban a comer, recorrían apresurados la calle, intentando aprovechar al máximo su tiempo. Algunos incluso parecían enfadados de verdad al tener que maniobrar para esquivar a dos hombres que se atrevían a quedarse quietos en la acera. Pero la mayoría veía que uno de ellos era ciego, y que el otro de alguna manera era su lazarillo, así que encontraron la caridad en sus almas y no protestaron.

—¿En qué se ha convertido, inspector?

—En una hamburguesería.

Vanderhyde asintió.

—Me pareció oler a carne. Sin duda, una franquicia de alguna corporación estadounidense. Princes Street ha conocido tiempos mejores, inspector. ¿Sabe usted que cuando se comenzó con Scottish Sword and Shield se reunían en la sala de baile del Central? Docenas y docenas de personas jurando al unísono devolver a Dalriada a su antigua gloria.

Rebus permaneció en silencio.

—¿No recuerda al Sword and Shield?

—Tuvo que ser antes de mis tiempos.

—Ahora que lo pienso, es probable. Eran los cincuenta, una rama del partido nacional. Yo mismo asistí a un par de reuniones. Había algunas furiosas llamadas a las armas, seguidas de té y galletas. No duró mucho. Broderick Gibson fue presidente un año.

—¿El padre de Aengus?

—Sí. —Vanderhyde estaba recordando—. Había un bar cerca de allí famoso por las tertulias sobre política y poesía, al que algunos de nosotros íbamos después de las reuniones.

—Creí que había dicho que solo había ido a dos.

—Quizás a más de dos.

Rebus sonrió. Si lo investigaba, sabía que con toda probabilidad descubriría que un tal señor Vanderhyde había sido presidente del Sword and Shield en algún momento.

—Era un buen bar —recordó Vanderhyde.

—En sus días —dijo Rebus.

Vanderhyde suspiró.

—Edimburgo, inspector. Le das la espalda un segundo y cambian el nombre de un bar o el ramo de una tienda. —Señaló detrás con el bastón y casi hizo caer a alguien en el proceso—. Sin embargo, no pueden cambiar eso. También es Edimburgo.

El bastón se movió en dirección a Castle Rock, impactando en las piernas de una mujer. Rebus intentó disculparse con una sonrisa.

—Quizá deberíamos irnos a sentar al otro lado de la calle —sugirió.

Vanderhyde asintió, así que cruzaron por el semáforo hasta el otro lado, más tranquilo, de la calle. Los bancos orientaban sus respaldos hacia los jardines, cada uno con una placa dedicada a la memoria de alguien. Vanderhyde hizo que Rebus le leyera la del suyo.

—No —dijo moviendo la cabeza—. No reconozco ninguno de estos nombres.

—Señor Vanderhyde —señaló Rebus—, comienzo a sospechar que no me ha traído hasta aquí solo para dar un paseo. —Vanderhyde sonrió pero guardó silencio—. ¿A qué hora llegó al bar aquella noche?

—A las siete en punto, era lo acordado. Por supuesto, Aengus, siendo como era, llegó tarde. Creo que se presentó a las siete y media, cuando yo ya estaba sentado en un rincón bebiendo un whisky con agua. Creo que era J&B. —Pareció complacido por esta pequeña hazaña memorística.

—¿Alguien conocido en el bar?

—Oigo gaitas —dijo Vanderhyde.

—Tocan para los turistas —explicó Rebus—. Es algo que da bastante dinero en verano.

—No es muy bueno. Imagino que debe de llevar una falda, pero el tartán no es correcto.

—¿Había en el bar alguien a quien conociera? —insistió Rebus.

—Oh, déjeme pensar...

—Con todo respeto, señor, no necesita pensar. Lo sabe o no lo sabe.

—Bien, creo que Tom Hendry estaba allí aquella noche, y que se detuvo en nuestra mesa para saludar. Solía trabajar para los periódicos.

Sí, Rebus había visto su nombre en la lista.

—Había alguien más... no lo conocía, y no habló mientras estuvo con nosotros. Pero recuerdo el olor a limón, un olor muy fuerte. Creí que podía ser un perfume, pero cuando se lo mencioné a Aengus, se echó a reír y dijo que no pertenecía a una mujer. No añadió nada más, pero tuve la sensación de que le hacía mucha gracia que yo hubiese mencionado el tema. Estoy seguro de que nada de esto es relevante.

El estómago de Rebus gruñía. Hubo una explosión súbita muy por encima de sus cabezas. Vanderhyde sacó el reloj del bolsillo del chaleco, abrió la tapa y pasó los dedos por la esfera.

—La una en punto —dijo—. Como dije, inspector, algunas cosas en nuestra ciudad permanecen inmutables.

Rebus asintió.

—Por ejemplo, la lluvia. —Comenzaban a caer solitarias gotas y el sol de la mañana había desaparecido como por arte de magia—. ¿Alguna cosa más que pueda decirme?

—Aengus y yo hablamos. Intenté convencerle de que transitaba por un camino muy peligroso. Su salud se deterioraba y estaba dilapidando la riqueza familiar. Digamos que el último argumento fue el más persuasivo.

—¿Así que renunció a la vida libertina tras hablar con usted?

—Yo no diría tanto. La clase dirigente de Edimburgo nunca se ha apartado demasiado de la juerga, al menos no del todo. Sin ir más lejos, cuando nos separamos fue a verse con una mujer. —Vanderhyde se mostró pensativo—. Pero si me permite decirlo, mis palabras tuvieron un efecto en él. —Asintió—. Aquella noche cené solo en The Eyrie.

—Yo también he ido allí alguna vez —dijo Rebus. Su estómago volvió a gruñir—. ¿Le apetece una hamburguesa?

Después de dejar a Vanderhyde en casa regresó a St Leonard’s. Siobhan se levantó de su mesa en cuanto le vio. Parecía complacida consigo misma.

—Por lo que veo, la esposa del carnicero era habladora —comentó Rebus, y se dejó caer en la silla. Había otra nota en su mesa avisándole de que Jack Morton había llamado, y esta vez también había un número a donde Rebus le podía llamar.

—Una cotilla en toda regla, señor. Tuve problemas para marcharme.

—¿Y?

—Algo y nada.

—Pues dame algo.

Rebus se acarició el estómago. Había disfrutado de la hamburguesa, pero no estaba del todo lleno. Siempre quedaba la cantina, pero le preocupaba terminar como los barrigudos policías que la frecuentaban.

—El algo es lo siguiente. —Siobhan Clarke se sentó—. Bone ganó el Mercedes en una apuesta.

—¿Una apuesta?

Clarke asintió.

—Se jugó su parte de la carnicería contra el Mercedes. Y ganó la apuesta.

—Caray.

—Su esposa parecía muy orgullosa, dice que es un gran jugador. Quizá lo sea, pero no parece que tenga la fórmula ganadora.

—¿A qué te refieres?

Clarke se entusiasmaba con el tema y a Rebus le gustaba ver ese brillo en sus ojos, fruto de una investigación exitosa.

—Había unas cuantas cosas que no estaban del todo bien en la sala de estar. Por ejemplo, tienen cintas de vídeo pero no tienen vídeo, aunque hay una silueta de polvo donde debió de estar el aparato. También tienen uno de esos muebles grandes para poner el televisor y el vídeo, pero el televisor es de esos portátiles.

—O sea, que se desprendieron del vídeo y del televisor.

—Supongo que para pagar alguna deuda.

—¿Apostarías por deudas de juego?

—Lo haría si fuese una apostadora, cosa que no soy.

Rebus sonrió.

—Quizá compraron las cosas a crédito y no pudieron pagar las cuotas.

Siobhan pareció dudar.

—Quizá —concedió.

—Vale, bueno, es interesante, pero no va muy lejos, todavía no. Tampoco nos dice nada de Rory Kintoul, ¿verdad? —Ella fruncía el entrecejo—. ¿Le recuerdas, Clarke? El hombre al que apuñalaron en la calle. Es él quien nos interesa.

—Entonces ¿qué sugiere, señor? —Había un deje de acritud en aquel «señor»; no le gustaba que su buen trabajo no fuese recompensado—. Ya hemos hablado con él.

—Y volverás a hablar con él de nuevo. —Ella pareció dispuesta a protestar—. Solo que esta vez —añadió Rebus— vas a preguntarle por su primo, el señor Bone, el carnicero. No sé muy bien qué estamos buscando, así que tendrás que ir a tientas. Solo prueba a ver si algo toca el nervio.

—Sí, señor. —Ella se levantó—. Oh, por cierto, recibí los expedientes de Cafferty.

—Hay mucho que leer allí, la mayoría de calificación X.

—Lo sé. Ya he comenzado. Y ya no se dice calificación X, se dice para mayores de dieciocho años.

Rebus parpadeó.

—Solo es una expresión. —En el momento en que ella se giró, él la retuvo—. Siobham, toma algunas notas, ¿quieres? Me refiero a Cafferty y su banda. Así, cuando acabes, podrás refrescarme la memoria. He pasado mucho tiempo apartando a ese monstruo de mis pensamientos y ha llegado la hora de que abra de nuevo la puerta al infierno.

—Ningún problema.

Dicho esto se marchó. Rebus se preguntó si tendría que haberle dicho que había hecho un buen trabajo en casa de Bone. Ahora era demasiado tarde. Además, si ella veía que él estaba complacido, quizá dejaría de trabajar tan duro. Cogió el teléfono y llamó a Jack Morton.

—¿Jack? Hace tiempo que no hablamos. Soy John Rebus.

—John, ¿cómo estás?

—No estoy mal. ¿Y tú?

—Bien. Me hicieron inspector.

—Sí, a mí también.

—Eso he oído. —Las palabras de Jack Morton se ahogaron cuando comenzó a toser.

—¿Todavía dándole al pitillo, Jack?

—Estoy reduciendo la cantidad.

—Recuérdame que venda mis acciones de las tabacaleras. A ver, dime: ¿cuál es el problema?

—Es tu problema, no el mío. Vi algo de Scotland Yard referente a Andrew McPhail.

Rebus buscó el nombre en su memoria.

—No —admitió—, ahí me has pillado.

—Lo tenemos registrado como agresor sexual. Intentó abusar de la hija de la mujer con la que estaba viviendo. Esto ocurrió hace unos ocho años, pero nunca conseguimos probar la acusación.

Rebus comenzaba a recordar.

—¿Lo interrogamos cuando aquellas niñas comenzaron a desaparecer? —Rebus se estremeció al recordarlo: su propia hija había sido una de esas pequeñas.

—Solo por rutina. Comenzamos con los pedófilos convictos y los sospechosos habituales, y seguimos a partir de ahí.

—¿Un tío regordete con el pelo como de alambre?

—El mismo.

—¿Cuál es el problema, Jack?

—El problema es que lo tenéis allí. Está en Edimburgo.

—¿Y?

—Joder, John, creía que lo sabías. Se largó a Canadá después de nuestro último interrogatorio. Se instaló como fotógrafo y hacía fotos para catálogos de moda. Abordaba a los padres de las niñas que le gustaban. Tenía tarjetas comerciales, cámaras fotográficas... Todo lo necesario. Incluso alquiló un estudio, donde tomaba fotos de las niñas, prometiéndoles que aparecerían en un catálogo u otro. Tenían que vestirse con vestidos de fiesta o, algunas veces, solo con ropa interior.

—Me hago una idea, Jack.

—Bueno, le pillaron. Había estado toqueteando a las niñas. A un montón de niñas, así que lo encerraron.

—¿Y?

—Ahora le han dejado salir, y le han deportado.

—¿Está en Edimburgo?

—Quise comprobarlo. Quería averiguar dónde había acabado, porque si estaba en algún lugar cercano a mi terreno le haría una visita alguna noche oscura. Pero, en cambio, está en tu terreno. Tengo una dirección.

—Espera un segundo. —Rebus encontró un bolígrafo y apuntó—. ¿Dónde conseguiste la dirección? ¿En el Departamento de Servicios Sociales?

—No; busqué en los archivos y descubrí que tenía una hermana en Ayr. La llamé y me dijo que había buscado un número de teléfono para él, en una pensión. ¿Sabes qué más dijo? Dijo que tendríamos que encerrarlo en un sótano y tirar la llave.

—Suena como una muchacha encantadora.

—Sí, señor, es mi tipo de mujer. Por supuesto, es posible que se haya rehabilitado.

Aquella palabra: rehabilitado. Una palabra que Vanderhyde había utilizado con Aengus Gibson.

—Es probable —asintió Rebus, que se lo creía tanto como el propio Morton, es decir, nada. Después de todo, eran incrédulos profesionales. Ese era el trabajo de la poli—. Así y todo, es bueno saberlo. Gracias, Jack.

—De nada. ¿Alguna probabilidad de que te veamos por Falkirk algún día? Sería estupendo poder tomarnos una copa.

—Sí, lo sería. Quizá me veas por allí muy pronto.

—Ah, ¿sí?

—Dejando a McPhail cerca del centro.

Morton se rio.

—Sí, mierda, sí. —Dicho esto colgó el teléfono.

Jack Morton se quedó mirando el teléfono durante casi un minuto, todavía sonriendo. Luego la sonrisa se desvaneció. Quitó el envoltorio de un chicle y comenzó a mascarlo. «Es mejor que un cigarrillo», se repetía a sí mismo. Miró las notas garabateadas que tenía sobre la mesa. La chica que McPhail había atacado ocho años atrás se llamaba Melanie Maclean. Su madre se había casado, y Melanie vivía con la pareja en Haddington, bastante lejos de Edimburgo, por lo tanto era poco probable que se cruzara con McPhail o que este pudiese encontrarla. Tendría que saber el nombre del padrastro, y no sería fácil para él conseguir esa información. Tampoco lo había sido para Jack Morton, pero el nombre estaba allí: Alex Maclean. Morton tenía la dirección de la casa, el número de teléfono privado y el teléfono del trabajo.

Sabía también que Alex Maclean era carpintero, y la policía de Haddington le había informado de que Maclean era un tipo con temperamento, y que un par de veces (mucho antes de casarse) había sido arrestado por diversas peleas. Rebus titubeó, pero finalmente cogió el teléfono y marcó los números. Luego esperó.

—Hola, ¿puedo hablar con el señor Maclean, por favor? ¿Señor Maclean? Usted no me conoce, pero tengo cierta información que me gustaría compartir con usted. Es sobre un hombre llamado Andrew McPhail...

Tras mucho pensar sentado en su sillón preferido, Matthew Vanderhyde también decidió hacer una llamada telefónica aquella tarde. Golpeaba el inalámbrico con una uña larga; oía a un perro que ladraba con aullidos marcadamente nasales; el tictac del reloj en la repisa de la chimenea parecía demorarse si se concentraba en él. El latir del tiempo. Por fin, sin más preámbulos, hizo la llamada.

—Acabo de tener a un poli por aquí —dijo—. Preguntaba por la noche que se incendió el Hotel Central. —Titubeó un momento—. Le mencioné lo de Aengus. —Entonces hizo una pausa, y aguantó con una sonrisa cansada la furia al otro extremo de la línea, una furia que conocía muy bien—. Broderick —le interrumpió—, si sacan algún esqueleto del armario, no quiero ser el único que esté temblando.

Cuando la furia comenzó de nuevo, Matthew Vanderhyde dio la llamada por terminada.

El libro negro

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