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Buenos Aires, una segunda vida
ОглавлениеEn una de sus cartas a Gregorio Marañón, residente en París, fechada desde Pernambuco (Brasil) el 17 de febrero de 1938, mientras viaja a Argentina, Campoamor, que tenía entonces 50 años, le confiesa su inquietud por su futura vida en América, por lo que se deduce que llegó a Buenos Aires unas semanas después, al inicio de la primavera de 1938. Se decantó por Buenos Aires tras descartar Montevideo, una de sus primeras opciones: allí vivía Paulina Luisi, pero su amistad se había enfriado por su posición sobre la contienda española. Su estancia en Argentina fue un intento de reinventarse desde la literatura, el periodismo y la divulgación cultural. Supuso iniciar una segunda vida dentro de su biografía. Quizás se animó a probar suerte en Buenos Aires al saber que había ya un grupo de republicanos liberales, entre ellos el expresidente Niceto Alcalá-Zamora, exiliado en la capital bonaerense, y el diputado cordobés Federico Fernández de Castillejo, buen amigo suyo, que acababa de llegar. La exdiputada se integró en el círculo de Alcalá-Zamora (estuvo cerca de él cuando murió y asistió a su despedida en el cementerio de la Chacarita y en el homenaje que se le tributó), y fue vecina de Fernández de Castillejo y su familia. Con este último compartió intereses culturales y escribió Heroísmo criollo: la marina argentina en el drama español, el relato de las vicisitudes de los refugiados españoles que llegaron por mar tras la derrota. La disposición de Losada y otras editoriales a acoger en sus colecciones la obra de los exiliados españoles y el contacto con otros refugiados (aunque en el exilio se reprodujeran las diferencias entre ellos mantenidas en España y vivieran en compartimentos estancos) facilitó que colaborara en diversas publicaciones. Entre 1943 y 1945 escribió, para la revista mensual Chabela, ensayos sobre poetas del Siglo de Oro y del Renacimiento o del Romanticismo, y autores latinoamericanos como Amado Nervo o la poeta y feminista sor Juana Inés de la Cruz. Son textos que rozan la crítica literaria, escritos con ingenio y desenvoltura, muy lejos del lenguaje jurídico o político. En el dedicado a Sor Juana parece aflorar un juego de espejos, como si hubiera un hilo de entendimiento y complicidades entre ambas, a pesar de sus distintos orígenes y realidades. No en vano le dedicó a sor Juana Inés de la Cruz una de las tres biografías que publicó en Argentina. En las otras dos abordó las vidas de Concepción Arenal (a la que ya había contribuido a difundir y honrar promoviendo que se levantara un monumento en su honor en Madrid) y de Francisco de Quevedo. Tradujo también a Victor Hugo y Émile Zola.
Buenos Aires era en los cuarenta una capital cosmopolita, conectada con las últimas tendencias teatrales y literarias. Campoamor publicaba de modo regular en las revistas Argentina Libre y Saber vivir, y fue profesora de derecho y literatura castellana en la biblioteca del Consejo de Mujeres, una institución que promovía cursos para la formación de alumnas de diferente condición social. Aunque mantuvo contactos con el Consejo Nacional de Mujeres Argentinas, su proyección política fue deliberadamente baja. La faceta jurídica la cultivó desde un segundo plano, en la sombra, colaborando de forma discreta con el abogado argentino Salvador Fornieles. Entre los nuevos amigos destacó su estrecha relación con Emina Pietranera de Mesquita, de la que, al dedicarle su biografía de Quevedo en 1945, escribió que personificaba «las virtudes y señorío tradicionales de la dama argentina».
Su perfil político y feminista, aun siendo conocido, no pesaba tanto en Buenos Aires y eso pudo estimularla a ensanchar su faceta de periodista y a ensayar modos de vida inéditos. Pero guardó, como siempre, su vida íntima para sí. Una mujer que dedicó los años de su juventud a luchar por situarse y que tuvo una vocación política tan acusada quizás no tuvo interés en casarse, y más si aspiraba a un matrimonio igualitario. Apenas quedan vestigios de sus posibles amores. En sus artículos literarios publicados en Argentina se intuyen reproches hacia los hombres y sus volubles deseos, pero estos pueden deberse a su perspicacia y lecturas tanto como a su propia experiencia.
Se sentía tan integrada en Argentina que en 1948 alquiló una casa en el barrio de Beccar de Buenos Aires (en la calle Presidente Roca 141) para acoger a sus cinco sobrinos, entre ellos Chelo, la joven que salió con ella y con su madre de España en 1936. Eran hijos de su hermano Ignacio, exiliado en Francia, y de su esposa Consuelo Aramburu, y se alojaron con ella tras llegar en el barco Yapeyu. Con ellos iban también tres sobrinos nietos. Años después nacerían en Argentina dos sobrinas nietas más y un sobrino nieto del que fue madrina. En España vivía su primera ahijada, Pilar Lois, médico de profesión. Había nacido en 1912 en la misma finca madrileña del barrio de Maravillas en la que vivía la madre de Clara Campoamor y ambas familias se trataron con afecto. Pilar Lois era hija única y sus padres gozaban de mejor posición que los Campoamor, pero su madrina siempre le insistió en que fuera a la universidad. «Ya sabes, o estudiar o el dedal», le decía de forma gráfica. La frase sintetizaba su propia experiencia.
A pesar de sentirse guarecida como en casa propia en Argentina, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Campoamor viajó varias veces a España con la idea de regularizar su situación. De entrada sabía que el régimen franquista le había separado de su empleo de funcionaria en el Ministerio de Instrucción Pública y que le habían incautado archivos y muebles en el último piso que habitó en Madrid y en el que tenía su despacho, en la plaza de la Lealtad. El primer viaje fue en las navidades de 1947 y llegó a Madrid en avión. Apenas avisó a nadie de su llegada y se alojó en casa de la doctora Soriano, en la calle Mayor de Madrid. Fagoaga y Saavedra indican en su biografía sobre la sufragista que fue una estancia de varias semanas en la que Campoamor se reencontró con amigos y averiguó que el principal escollo legal para su vuelta era haber pertenecido a la masonería, pero no llegó a realizar ningún trámite ni se decidió a ir a declarar. Regresó a Buenos Aires y dejó estas gestiones para un segundo viaje, a principios de los años cincuenta. Neus Samblacat sitúa a Campoamor en España a finales de 1952 o principios de 1953 apoyándose en una carta de la abogada a Gregorio Marañón, residente ya en Madrid, con fecha de 19 de octubre de 1952, en la que le anuncia un próximo viaje en el que se comunicará con él en cuanto llegue «en la esperanza de entrevistarle hacia diciembre o enero próximos». En esta segunda tentativa se hospedó en un hotel de la Gran Vía, y mediante una carta de presentación de su amiga Concha Espina, cercana al régimen franquista, acudió a las autoridades del Tribunal de Represión de la Masonería. Los funcionarios le dieron la mala noticia de que, para residir en España, tenía que asumir doce años de cárcel si no facilitaba nombres de otros masones y adjuraba en el obispado de anteriores declaraciones anticlericales. Su reacción inmediata fue volver al hotel a recoger su equipaje y marchar en taxi a Barajas para volar a Buenos Aires. Otras fuentes, sin embargo, sostienen que Campoamor ya conocía, al emprender este segundo viaje, su situación legal y los cargos que se la imputaban. Además de su posible entrevista con Marañón, la feminista visitó el 25 de febrero de 1953 al notario Rafael Núñez Lagos para que le gestionara la hipotética reincorporación a la Administración como funcionaria en el caso de que pudiera volver. Para ello otorgó en la misma fecha un poder notarial al abogado Nicolás Pérez Serrano, amigo suyo, para que actuara en su nombre tras regresar ella a Buenos Aires después.
En puridad, no había un procedimiento en marcha contra ella ni había sido procesada como les había sucedido a Martínez Barrio u otros republicanos masones, pero el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo le había abierto un expediente en base a denuncias o alusiones en prensa en las que se hacía referencia a haber asistido a la logia Reivindicación. Como consecuencia, existía desde noviembre de 1941 una orden de detención contra ella. Era esta orden de detención en puestos fronterizos la que se veía obligada a sortear mientras no se anulara. Ya desde Buenos Aires escribió a Nicolás Pérez Serrano y le confesó su «propósito vehemente» de volver a España. En esta carta, publicada en la reedición de Clara Campoamor, la sufragista española, la abogada le explica que, si se solucionara la parte legal, su amigo Mariano González-Rotwoss, jefe de la Sección de Emigración del Ministerio de Trabajo, la reclamaría como funcionaria, al haber tenido un empleo de administrativa en el Ministerio de Instrucción Pública desde 1921. Con la carta le adjuntaba un informe de su vida laboral en caso de que tuviera que jubilarse como funcionaria de Telégrafos, profesora especial de Adultas o como administrativa. A pesar de estas gestiones, la situación siguió encallada.
En marzo de 1955 hubo un tercer viaje por avión a Madrid, cuando Campoamor ya había decidido abandonar Argentina. Aunque asentada, vivió la irrupción del peronismo como una amenaza. Algunos problemas de salud agudizaron su incertidumbre y su afán de volver a Europa. En una carta a su amiga Consuelo Berges de 6 de noviembre de 1957, recogida en la última edición de la biografía de Fagoaga y Saavedra, recuerda que uno de los motivos por el que se planteó dejar Argentina, a pesar de sus buenas perspectivas profesionales y sociales, fue «el estado de salud en que me encontré después de los terribles ocho meses de enfermedad espantosa de Emina, y cuyo estado creo que apreciarías bien cuando recalé ahí». Al parecer en este tercer viaje a España declaró voluntariamente que había pertenecido a la masonería desde 1932 a 1934 y que había salido «de la España roja el 28 de agosto del 36». No hubo avances y volvió a Lausana. No era allí donde deseaba vivir, pero estaba en el corazón de Europa y era un sitio seguro, ya que su buena amiga Antoniette Quinche y su familia le abrieron de nuevo las puertas de su casa.
Después de instalarse momentáneamente en Lausana, el 4 de noviembre de 1955 realizó una última tentativa de regresar en tren a España por Irún. Pero antes de pasar la frontera quiso cerciorarse de que se había levantado la orden de detención contra ella y telefoneó a sus familiares y amigos de San Sebastián. Estos no obtuvieron garantías de que no fuera a ser detenida, por lo que le aconsejaron que desistiera. Algunos investigadores apuntan a que en 1958 hubo una petición posterior por vía consular para aclarar su situación, pero la realidad es que Campoamor se quedó en Lausana: colaboró como abogada en el bufete de su amiga Quinche, impartió conferencias y un curso de literatura española, asistió a foros jurídicos y volvió a hacer traducciones. Leía mucho, según le escribía a Consuelo Berges, y frecuentaba varias bibliotecas para estar al día. Pero se sentía asfixiada en una sociedad tan contenida como la suiza.
Amigas de juventud, Campoamor vuelca, en su correspondencia con Berges, sus deseos, desengaños y expectativas. La carta de 6 de noviembre de 1957 reúne sabias reflexiones y constituye un relato muy vivo de su estancia en Lausana:
Salvo trepar las cuestas de esta mansa ciudad (Lausana), que me fastidian a causa de la presión, o de echar a correr por las calles, la verdad es que me encuentro en las mismas condiciones briosas que cuando tenía treinta años y, si en mi mano estuviera, volvería a fundar asociaciones, dar conferencias, luchar en el foro, etcétera, todo lo que ha sido mi vida anterior.
Su verdadera vida. «Para vencer ese terrible descorazonamiento, me he lanzado a escribir un libro que titulo Con las raíces cortadas, por lo que supondrás su contenido: un buceo doloroso en todo mi pasado». Una carta llena de confesiones en la que concluye:
Cuando me entrego a escribir sobre el pasado y veo cómo ha sido segado a raíz el fruto de tantísimos esfuerzos, una rabia ciega se apodera de mí y no sé qué sería capaz de hacer. Tú, que te has reído siempre de toda ambición, acaso no me comprendas, pero somos hijos y víctimas de nuestro temperamento y nada podemos contra él.
María Telo se encontró cara a cara con Clara Campoamor en Bruselas en 1958. Telo asistía por primera vez a un Congreso de la Federación Internacional de Mujeres de Carreras Jurídicas con la abogada Julia Cominges. Allí estaba Campoamor igual de combativa y generosa. Añoraba España, además. La correspondencia de la veterana abogada con ambas juristas creó un puente personal y profesional entre ellas. «Ustedes me hace añorar esa juventud batalladora, entre la cual me movería yo muy a gusto… siempre que se pudiera batallar», le dice a Telo. Bien sabía ella, como había escrito en La revolución española vista por una republicana que una dictadura es fácil de imponer pero muy difícil salir de ella. En esta correspondencia brillan la ironía y ciertas ráfagas de juventud, mientras que en sus largas cartas con Berges se transparentan sus heridas íntimas.
A Consuelo Berges también le comentaba en noviembre de 1957 lo diferente que había sido su estancia en Argentina, donde se encontraba en casa propia por compartir la lengua materna, en contraposición a su difícil adaptación a la vida suiza, a pesar de hablar y entender francés. Le cuenta que se ha hecho socia de tres bibliotecas, a falta de una vida social más activa, y que parte de sus lecturas están relacionadas con las colaboraciones que mantenía aún en Argentina. «En mi vida he leído tanto», sintetiza para explicarle que sentía limitada su necesidad de acción y eso, para alguien de su vitalidad, era un tormento. «Cambiaría todo el Lago Leman, todas las montañas suizas y las selvas por la cacharrería del Ateneo o por una buena conversación gritona entre nosotras en las cuatro paredes de una casa o en la mesa camilla de un café».
En otra carta a Consuelo Berges con fecha de 30 de diciembre de 1957, aquella mujer alegre, sincera y directa que fue Campoamor le escribía sin tapujos: «Hace mucho tiempo que vengo pensando que la vida es una porquería y que nos hacen un mal servicio al traernos a este mundo». Era un desahogo, claro. Quizás por el peso de la edad, que había empezado a sentir unos cinco años antes. No le preocupaba morir, «pero la idea de desgraciarme me aterra». Al igual que sor Juana Inés de la Cruz, de quien Campoamor había escrito que vivía «en perpetua vehemencia y tortura», seguía rebelándose contra las circunstancia y no escondía su pasión por la vida.
En 1964 se suprimió el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y, en 1966, se publicó el decreto de extinción de responsabilidades políticas. Era el momento adecuado para volver legalmente. Pero tenía 76 años y había abandonado la idea del regreso, aunque le pesara la ausencia. Era una mujer de acción varada en Lausana: en sus últimos años tuvo que reducir su actividad por la pérdida de visión y otros achaques. Enferma de cáncer, murió en Lausana el 30 de abril de 1972, cuidada por Antoniette Quinche. Tres días antes dijo que quería irse a morir a España. No pudo ser así, pero sus cenizas volvieron a San Sebastián el 17 de mayo y están en el cementerio de Polloe. Allí y en la Asociación Clara Campoamor, que puso en marcha su ahijada en 1985, reposa la memoria de la pionera del feminismo español. La clarividente diputada que no solo supo conectar con los anhelos de sus contemporáneas, sino con las españolas de cualquier ideología que vinieron después.