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Sumergidos
en la agonía

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Procrastinar, es decir, posponer decisiones trascendentes, nos arroja a un sufrimiento innecesario del que sentimos que no podemos librarnos. Los miedos se cuelan entre los espacios distraídos (esos momentos en los que la mente se agota de barajar posibilidades) y enturbian el panorama aún más.

Según el terapeuta alemán Karlfried G. Dürckheim, conocido como el Sabio de la Selva Negra, aparecen tres tipos específicos: el miedo a la locura, el miedo al aislamiento y el miedo a la muerte. Y en cada caso generan un inmenso dolor. Porque surgen ante la dificultad de resonar con el entorno afectivo y están vinculados a la decepción que producimos en los otros, al defraudar su confianza. Nuestros seres queridos lo manifiestan con expresiones de asombro, de súplica, en la espera de que volvamos a ser como antes, de que por fin nos demos cuenta de que no fue más que un mal sueño… Y esa silenciosa demanda se vuelve persecutoria y dolorosa: sabemos que ya es imposible conformar a los demás.

El miedo a la locura nos hace sentir tan desubicados, tan fuera de la norma, que consideramos riesgoso comunicar lo que nos pasa. Al no hacerlo, nos invade el miedo siguiente: si no puedo comunicarme, me voy a aislar. Al sentirnos separados de los demás, sobreviene el horror a la muerte. Estos temores se van naturalizando, entretejidos en lo cotidiano y vamos siendo teledirigidos por ellos. Un frío intenso se filtra por los poros y la parálisis aumenta. Los simbolistas franceses lo llamaban spleen: un estado de melancolía sin causa definida.

En ocasiones, se manifiestan imágenes persecutorias, amenazas frente a cualquier intento de escape de esta negra hondonada, nos sentimos condenados a permanecer sin salida. El dolor aprieta la garganta. Y por más insoportable que resulta, no es posible sacudirse la experiencia, todavía hay que llevarla puesta.

Lamentablemente, nos despreciamos, nos odiamos a nosotros mismos. Somos despiadados para juzgarnos. Creemos que nacimos con el equipo fallado y nos exigimos cambios que lastiman todavía más. Nos hubiera gustado ser otra persona. Esta actitud sustentada en una falsa creencia, se desprende del modelo cultural que impera en la sociedad. Se nos enseñó que el error es vergonzoso y debe ser ocultado. Una ilusión perfeccionista nos fue poniendo cada día más lejos de quienes somos realmente y vemos nuestros defectos resaltados. No nos enseñaron que los errores son señales de aquello a modificar, que podemos utilizarlos a favor, que nos indican desvíos necesarios para el aprendizaje. Según Antonio Blay, maestro espiritual español, los defectos son virtudes aún no desarrolladas. Tampoco nos dijeron que si no nos equivocáramos seríamos rígidos y aburridos. Nuestros mayores creían que resaltar los errores ayudaba a mejorar. No sabían el dolor que nos causaban. No comprendieron que si nos reprendían frente a terceros provocaban una fuerte herida emocional. Este modelo de enseñanza fue transmitido de generación en generación. A lo largo de la vida, hacemos con nosotros lo que los otros hicieron previamente, y como lo que se resaltó fue lo que nos salió mal, seguimos juzgándonos con la misma vara, atentos a la próxima equivocación, desestimando los aciertos o dándolos por sentado. En muchos casos, el sistema se polarizó al extremo de desconocer la importancia de los límites. El resultado tampoco fue bueno. Esos niños, tan sobreprotegidos, no están preparados para recibir una sanción y el mundo los golpeará tomándolos desprevenidos.

A lo largo de la vida, nos encontramos muchas veces con tiempos difíciles de habitar, que se debaten entre la espera, la postergación y el aburrimiento. Son momentos que deberían prepararnos para sostenernos luego en situaciones críticas, que nos llaman a explorar nuestro mundo interior. Con frecuencia hemos desperdiciado su verdadero potencial, llenándolos con banalidades. Invitados por una multiplicidad de estímulos que nos ofrece la sociedad de consumo, somos seducidos, ignorantes de la riqueza que perdemos. La comodidad, emparentada con la inercia, nos envuelve con un halo hipnótico que adormece y pospone el encuentro con nuestro propósito sublime.

Nuestra sociedad todavía no encontró esa forma más integral, amorosa, con pautas claras, que ha de tener la verdadera educación.

Reinventarse

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