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En quiénes nos
convertimos

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Aprendimos de nuestros padres que había cosas que eran malas y que no debíamos hacerlas ni sentirlas, no obstante, no pudimos erradicarlas. En el camino, durante años, aquello que no encajaba dentro de lo conveniente se lo atribuíamos a los otros, lo denunciábamos en los demás y creíamos que lo habíamos desechado, pero no fue así… Lo que les donamos a otros nos acompaña de manera muy incómoda. Se nos presenta a través de esas personas indeseables, empecinadas en molestarnos de por vida. De una u otra forma se encargan de dificultarnos las cosas. Se manifiestan en un vínculo impuesto: en un compañero de trabajo, en un vecino, en un jefe, en un cuñado, en la suegra. No hay forma de olvidarnos de lo que nos molesta.

La proyección es un mecanismo de defensa de máxima utilidad mientras el yo no es lo bastante fuerte para hacerse cargo de sus actos. Cuando un niño tropieza con una mesa y se golpea, le decimos “mala la mesa” y entonces una vez calmado el dolor sigue adelante con toda tranquilidad. ¿Qué ocurriría si le dijéramos: No te das cuenta de que fuiste vos el que se tropezó? El niño entraría en confusión y no sabría cómo continuar. No tiene capacidad para procesar su compromiso en lo que le ocurre. Sin embargo, cuando ya crecimos, seguimos aplicando el mismo sistema a todo aquello que nos desagrada, que nos avergüenza o nos deja mal parados. El yo no fui, la culpa es del otro es utilizado a diario por la mayoría de nosotros. La fantasía que acompaña a la proyección es creer que de ese modo nos libramos de lo que molesta. Y eso no es así, porque aquello que proyectamos es nuestro y será fiel a su función de hacerse ver. Hemos de traer a la conciencia lo que habíamos rechazado.

En la convivencia con otras personas, en especial con los más cercanos (padres, parejas o hijos), podemos ampliar el conocimiento de nosotros mismos con lo que nos señalan los demás como actitudes características. Asimismo, vemos en ellos defectos o virtudes que, más allá de que sean reales, puede que también nos pertenezcan. En cambio, en situación de aislamiento, podemos hacernos una imagen equívoca de nosotros porque no tenemos alrededor a otros que nos hagan de espejo.

Durante muchos años, vivimos proyectando y culpando a los demás, o retorciéndonos inmerecidamente con un sentimiento de culpa neurótico, sufriente y totalmente inoperante que nos acompaña como música de fondo. Todo esto es resultado de nuestra inmadurez emocional. Cuando podemos estar conscientes de nuestros actos, nos hacemos cargo y nos responsabilizamos por las consecuencias.

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